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La condesa de Merlin: Por los lindes de la nación y la Modernidad.

por Julio Pino Miyar
Artículo publicado el 23/11/2013

Primera parte

Uno
¿Quién es esta mujer? Una mujer de la que no puede decirse sin compeler la pluma que es cubana, pues su literatura fue escrita enteramente en francés y su juventud y madurez transcurrieron en las cortes de Europa. En París cultivó un rincón íntimo para los grandes creadores, y allí recibió a George Sand, Chateaubriand, Rossini, Musset… mientras su propio nombre aparece varias veces citado por Honoré de Balzac. Y si regresó a Cuba no fue para morir, fue para volver a partir a los muy escasos meses. De la Isla no solo la alejó definitivamente el fogaje de su cuerpo, sentido en medio de las iluminadas noches de los trópicos, la perniciosa humedad, y los lujuriosos insectos que llegaban a ella en piaras, atormentándola, sino todo lo que al arribar saludó como el prototipo de una nueva raza, risueña, despierta, casquivana y exuberante. Porque en La Habana a Mercedes Santa Cruz, condesa de Merlin, la venció la extrañeza.

Aclaremos la identidad de esta peregrina mujer para el lector no informado de la manera siguiente: hija de una ilustre familia, propietaria territorial y tenedora de esclavos; nació en Cuba en 1789, el mismo año en que el rey Luis XVI, presionado por las nuevas circunstancias políticas, tuviese que convocar los ¨Estados nacionales¨, y una vez se constituyera en París la Convección, se iniciase la Revolución francesa. Mercedes Santa Cruz y Montalvo murió en 1852 en el Castillo de Dissay, en las afueras de Poitiers, por la misma época en que un sobrino de Napoleón, Luis Bonaparte, se convirtiera en el nuevo emperador de los franceses. No es casual que sean estos dos paréntesis históricos, los que se tomen como referencias, a la hora de enmarcar la vida de esta heredera privilegiada de la sacarocracia hispano-cubana. Los hitos históricos a los que se hacen alusión, al connotar su vida, no solo la extranjerizan de un modo inevitable, contextualizando su existencia en una etapa de transición histórica en la que los abolengos acabarán por pulverizarse y nacerá el liberalismo político, sino que convierten su experiencia cubana en algo lejano, colocándola en un plano más universal.

La condesa de Merlin debió su título nobiliario a su matrimonio con el general  bonapartista, conde Antoine Christoph. Junto a él se estableció en Madrid en los convulsos años de la ocupación napoleónica, y junto a él huyó a Francia una vez fuera derrocado por los ejércitos ingleses, aliados a los insurgentes españoles, el rey José Bonaparte. Tal parece como si el destino la hubiera colocado en el lado equivocado de la historia; impenitente aristócrata, crítica de la Trata de negros, pero defensora del régimen de la esclavitud, española nacida en las colonias de ultramar, francesa por adopción, escritora, cantante selecta, amante y protectora de las artes, amiga de hombres célebres e influyentes, su cubanía irónicamente sugiere una cuestión humoral puramente homeopática, que ella sublimará en el ideal romántico de la patria adorada; en la sensibilidad renacentista por la arcadia remota; en la fábula utópica, dieciochesca del buen salvaje; en la absoluta ubicuidad histórica, que para la condesa hubiesen representado los hermosos sueños adolescentes de Treasure Island de R. L. Stevenson. Porque la vida de esa extraordinaria mujer, que fue sin dudas la condesa de Merlin, estuvo siempre marcada, como señala la académica de la Universidad de Iowa, Adriana Méndez Rodenas, por el signo de la ambigüedad.

Sin embargo, estimo que la mayor ambigüedad que padece Mercedes Santa Cruz es responsabilidad nuestra, ya que radica en el modo en que la pensamos e interpretamos. Es decir, de una manera ambivalente. En primer lugar, porque persistimos en pensarla de la manera en que no debiéramos, como lo que muy bien pudo ser y no fue; una gran escritora cubana, o el por contrario, porque insistimos en fijarla a un mundo esencialmente distante, cuando de algún modo secreto ella nos pertenece.

Deteniéndonos en lo señalado en uno de sus estudios por la académica de Iowa, comprobamos que ha quedado establecido un curioso paralelo entre la travesía a Cuba, emprendida desde Francia en 1840 por la condesa de Merlin (motivo del presente ensayo), y el proverbial ¨viaje iniciático”, al que se siente llamado el hombre joven educado en las humanidades, en aras de conocer directamente los fundamentos histórico-culturales de su propia civilización, y que hasta ese momento le han venido nutriendo a través de los libros.

Esta travesía es un viaje espiritual a las épocas clásicas, representadas por una Italia heredera del Renacimiento y por las ruinas de la antigüedad griega. La verdad omitida del viaje, es el viaje mismo; recorrer los espacios abiertos que nos separan de paisajes y mundos desconocidos, que de algún modo ya estaban grabados en nuestra alma. Pues lo que el hombre joven va a descubrir lo lleva consigo, es en realidad su único equipaje. Grecia e Italia, es cierto, afinaran el espíritu y aquilataran el temple de las emociones largamente contenidas, aunque el motivo secreto del extenso periplo, es merecer una vida semejante a las que nos contara Plutarco y lograr la forma aquella que solo pudo Miguel Ángel.

Es así como nuestro viajero se gana el pan de la jornada y recibe sus remesas. Ese hombre joven puede ser W. Goethe a los veinte años; mas, puede ser también W. Goethe a los setenta años. No hay para ese viaje edades definitivas, puesto que la eterna juventud se halla siempre en la fuente sagrada de los orígenes. Obviamente, es necesario también que para poder emprenderlo seamos valientes. Ese joven, hablando figurativamente, es Hans Castorp yendo al encuentro de la mítica universidad de Castalia, y su maestro Settembrini guiándolo en la aventura; huyendo juntos de la Montaña Mágica.

Por su parte, ¨La Habana¨ es la compilación literaria-epistolar, originalmente escrita en francés, en la que Mercedes Santa Cruz nos dejó constancia de su propio voyage. Nos dice Méndez Rodenas, abundando en el paralelo establecido entre el testimonio escrito por la Condesa y la modalidad literaria del ¨viaje iniciático¨:

¨Si el objetivo principal de la literatura de viajes dieciochesca era comunicar al público lector la sensación de estar ahí, al destacar (y recrear) la alteridad del paisaje, el arte, y las ruinas de Italia, el Viaje a la Habana de Mercedes Merlin se aparta de este modelo canónico ya que la autora regresa a un lugar ya conocido, espacio teñido de afectos que se transforma en sitio a la vez ajeno y familiar. No obstante estas diferencias, Viaje a la Habana despliega una retórica parecida a la convención dieciochesca: se convierte, en sus manos, en una «gran gira» sentimental¨.

El término, felizmente acuñado por la exégesis contemporánea, de ¨gran gira sentimental¨, es una manera más de describir las actividades del romanticismo. Baste decir tres cosas en general sobre el romanticismo, para tal vez comprender un poco mejor qué características tuvo dicha gira.

1º Federico Hegel en un texto fundamental distinguió en la historia cultural de Occidente solo dos períodos esenciales: clasicismos y romanticismo.

2º Si bien ignoro quién estableció el término romántico, creo a cambio entender que su nombre fue tomado de la llamada romanza medieval, vocablo con connotaciones romanistas, que alude claramente a Roma, a la idea que se tenía en la Baja Edad Media de la latinidad, y, por consiguiente, apunta a la religión católico-romana, la cual es antes que nada cuestión de emociones, asunto del primado de la forma y la sensibilidad.

3º Fue en el siglo XIX donde probablemente el término se comenzó a utilizar para nombrar con él un modo en particular de pensar, de escribir, de pintar, de amar… Aparece entonces, la concepción de una época histórica propiamente romántica, ubicada entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera mitad del XIX. Aunque la enmarcación, estrictamente historicista, fue una designación demasiado académica, no por eso deja de arrojarnos significados sobre el problema cultural que representa el estudio en general del romanticismo: al situar su nacimiento a fines del período ilustrado, su aparición coincide con un lugar de la historia, donde las investigaciones romanistas han vuelto a estar a la palestra y se revitaliza con fuerza el ideal clásico. No obstante, si nos apegáramos a la noción de ¨gran gira sentimental¨, para describir la travesía a la Italia y a la Grecia clásicas, comprobaríamos, que esta nueva relación con el Renacimiento y la antigüedad, se ha vuelto una relación conflictiva, puesto que ha dejado de ser una aproximación clásica, para convertirse en una actitud manifiestamente romántica ante lo clásico.

Resumamos, es el joven ilustrado de semblante pálido y mirada absorta, quien desea ir a contemplar el gran arte de los siglos XV y XVI, y esos paisajes mediterráneos milenarios que el genio romántico le ha enseñado a contemplar, amar y sentir de una manera que es completamente diferente a como lo hicieron Virgilio o Leonardo. Ya que el espíritu romántico percibe el mundo al modo egolátrico, apasionado y triste que lo sintiera Werther; a la manera total y abrumadora de Fausto de W. Goethe; al modo del candor y la inocencia fundamentales de Gustavo Bécquer.

Lo que llamativamente sucede, es que el viaje de la condesa de Merlin a Cuba, no nos permite establecer relación alguna con la antigüedad clásica, ni siquiera con un período en especial de la cultura o la vida propiamente europeas. ¿Qué fue entonces? ¿El periplo más arriesgado? ¿Un ¨voyage a las tierras de ninguna parte¨? ¿Una difícil aproximación a lo que era todavía un ¨no lugar de la cultura¨, donde estaban aconteciendo sucesos absolutamente nuevos, realidades en cierto sentido extraordinarias? Mas, a pesar de todo, el concepto propuesto por Méndez Rodenas de ¨gran gira sentimental¨ se mantiene. Mercedes Santa Cruz sigue siendo la figura homeopática que quiere el ideal romántico y su sangre, latina e irlandesa, denuncia en ella la más alta sensibilidad. Su viaje a Cuba por los meses de junio y julio de 1840, cumple todas las normas del ideal romántico.

Luego, ¿de qué manera podríamos evaluar este singular estado de cosas?

El viaje de Mercedes Merlin a la isla mayor de las Antillas se encuentra dominado por ese romanticismo, que, en ese mismo instante histórico, está contribuyendo enormemente al nacimiento de una nueva sensibilidad, que dará contenido emocional y justificación moral a las gestas de liberación que se viven en el Viejo Continente desde los tiempos napoleónicos, hasta la época de la Restauración y el imperio austrohúngaro. Ya que, singularmente, fue la poesía romántica, con su leyenda épica y su capacidad de evocación sentimental, la que labrara anímicamente el camino de la emancipación de los pequeños estados nacionales, e hiciese de Lord Byron un héroe caído por la libertad de Grecia; de Enrique Heine, un sansimoniano archienemigo del Káiser; y del general Giuseppe Garibaldi, una figura totalmente mítica.

Si bien es cierto que la condesa de Merlin en su travesía a La Habana, se aparta en gran medida del canon dieciochesco, no podemos decir con esto que se aparta del espíritu en sí del voyage. Todo lo contrario, lo cumple admirablemente. Aunque si hasta ahora el voyage lo habíamos entendido como un viaje a las fuentes del saber universal, esta nueva travesía se nos presenta sorpresivamente por el lado más saturnino del ideal romántico: como una gran aventura. Una aventura de redescubrimiento, no solo a una isla mitificada por la memoria y la lejanía, sino como un país sumergido, como en los cuentos de las mil y una noche árabes, en las corrientes psicológicas de la niñez perdida. Por lo que, este viaje, a diferencia de la travesía clásica, cobra una relación demasiado directa con la constitución existencial de quien lo emprende. En el primer caso, el regreso al pasado, es un regreso al pasado de la cultura, para en él asumir un compromiso con las fuentes más legítimas de la tradición y vivificarlas. En el segundo, este se produce como una jira al pasado personal, a una pequeña patria isleña extraviada en el mapa del mundo, aunque en ella Mercedes Merlin no solo buscará vivificar los veneros de su propia existencia, sino de paso, realizar un acto de fe pactando con las fuerzas prometeicas del futuro. Es una peregrinación que hay que cumplir a cabalidad, aunque hubiese que desafiar los mayores peligros. Y ella se decide a realizarla aunque fuera para no volver nunca.

Se le atribuye a un autor inglés del siglo XVIII, haber puesto de moda la literatura epistolar. Pero fue el romanticismo el que hizo suyo al género, el cual se convirtió en la íntima confesión ante el otro que no existe, porque se encuentra tan alejado del motivo esencial de las misivas, que es al lector aludido mediante la invocación en este caso obligada del tú, a quien se remite en realidad el narrador.

Las compilaciones epistolares devendrán con el tiempo en un género, que si bien no fue el más importante, sí fue el más representativo del período romántico. Era principalmente, la carta a la amada, al hijo o al amigo entrañable; o simplemente la correspondencia que dos personajes (previamente creados para ese fin), se cruzan. Prefigurando la técnica del diván psicoanalítico, la modalidad devino en la forma profana que, bajo la sombra del romanticismo, asumiera, entre los siglos XVIII y XIX, el principio moral de la confesión. Mientras la evocación de la naturaleza, en la que la sensibilidad romántica se explaya, por creer haber encontrado en ella el reflejo destilado de cada estado en particular del alma, se convertirá, en muchas ocasiones, en un aspecto sustancial de la obras.

El género se complacía además en crear comodidades literarias, ya que en una narración convencional, los personajes se encuentran limitados a expresar solo aquello que las constantes exigencias del discurso narrativo les permiten. Pero una vez convertidas las misivas en vehículo y soporte de una historia, la modalidad confiere una libertad única al narrador, despojándolo de innecesarios artificios literarios, puesto que el autor se encuentra a horcajadas entre la realidad y la ficción, oscilando el texto entre la confesión personal y la literatura; la construcción conceptual y la extroversión de la introspección anímica; la simple y nuda narración de personajes y eventos, y el lado puramente emocional y subjetivo de las cosas. Mientras lo que se conoce usualmente como ensayística o monografía, o modalidades literarias como el cuaderno de apuntes y el diario, se convierten, junto al género epistolar, en prácticos medios para una manera distinta de contar, donde lo verdaderamente distintivo, será la relación tan directa que se establece entre autor y lector.

Lo que en realidad hará difícil la práctica de estas modalidades, no será cuestión de estructuras y técnicas narrativas, sino un hecho que trasciende el texto para situarse de golpe en la cuestión de la autenticidad y la autoridad moral del escritor. Fue en ocasiones este tipo de literatura, una especie de summula personal, que al desatar la vena subjetiva, dirá lo que la poesía y las historias convencionales carecen de suficiente tiempo para expresar. Pero en particular, porque proyecta a un primer plano, como ninguna otra forma literaria, la importancia de la primera voz narrativa, llegando a expresarlo todo, incluso lo que no era necesario.

Y tengo ante mí a La Habana, volumen epistolar de cuatrocientas páginas que agrupa, siguiendo el orden cronológico, treinta y seis cartas fechadas entre el 13 de abril y el 19 de julio de 1840. Es una modesta edición impresa en Madrid en 1981 y traducida directamente del francés por Amalia Bacardí, hija y albacea del gran empresario cubano, escritor y protector de las artes de principios del siglo pasado, Emilio Bacardí Moreau. El libro parece ser la edición príncipe en español de las cartas completas de Mercedes Santa Cruz y Montalvo, con relación a su viaje a Cuba de 1840. Publicadas por primera vez en París en 1844, bajo el título de La Havane, nunca habían sido traducidas enteramente.

Podríamos sostener, que esta colección epistolar se nos presenta desde un doble perfil: Primero, el motivo diáfanamente político y social, que articulara, hace casi dos siglos, todo cuanto en esas cartas se dijera. Segundo, el contenido hondamente emocional que esos textos poseen y toda la sensibilidad que demuestran. Aunque si bien es cierto, que la motivación política entregó contenido racional al texto, la emoción y la sensibilidad desplegadas, donde mejor las encontramos resueltas, es en el plano formal de la escritura. Luego, todos los creadores conocen que la línea en que se resuelven lo estrictamente formal de un texto y su contenido racional, es muy sinuosa, ya que la pasionalidad que domina la intencionalidad de una escritura, puede terminar por traspasar tanto a la razón como a su forma, hasta hacerla a ambas borrosas. En el caso de Mercedes Merlin, su pasión la vemos irrumpir con demasiada fuerza en el ámbito de la razón, y su razón se desdibuja a ratos dominada por la justificación. De manera, que comprobamos que es el romántico pulso decimonónico el que con ella se hace escritura; el que con ella se hace incluso psicología. Y es en ese juego de equilibristas sobre la cuerda más fina, ubicado en el contexto de la más íntima interrelación, donde se conjugan en nuestra escritora, no solo una capacidad de reflexión que no fue nunca ajena a nuestro destino nacional, sino una sensibilidad que impregna tanto a su obra, que termina por alcanzar por sí misma el valor de un significado.

Para que el lector comprenda a cabalidad lo que quiero decir con esto último: Hay una original problemática que se le presenta al escritor romántico, al confundir lo que la antigua estética creía haber dejado suficientemente esclarecido: Si para el pensamiento clásico, la sensibilidad debe estar invariablemente subordinada a un orden claramente racional que le presta configuración, en el arte romántico, ese orden termina por emborronarse ante los embates de una forma más obscura de sensibilidad. Y esa sensibilidad recién emergida, a veces soterrada e instintiva, es la que de hecho habilita la posibilidad de una significación que, en última instancia, puede llegar a prescindir de la razón. Y esta sensibilidad será además, búsqueda vehemente de la belleza y subjetividad descomedida. Si el genio griego restaurado propició el arte clásico del Renacimiento, la revancha contra todo lo pagano fue obra del individuo romántico, justamente en ese lugar donde la verdad se nos vuelve abstracta y subjetiva. Por ello en parte, es que Hegel afirmaba que la llegada del romanticismo significó el advenimiento del arte propiamente cristiano, lo cual no resultó en el simple predominio de una estética sobre otra, sino en la apertura de un nuevo período histórico tan vigoroso y fecundo como lo fue el anterior. Si el artista clásico esperaba conocer al mundo mediante una lenta y sistematizada vocación de aprendizaje, los nuevos artistas se pronunciaran por la aprehensión de su desconocida esencia, a través de un rapto que los acerca más al sombrío espíritu germánico-medieval, que a la luminosidad racionalista que caracteriza por lo general el arte mediterráneo. Como si surgiera un nuevo cielo epistémico, este nuevo tipo de creador no aspirará a la perfección de las formas visibles que él elabora, sino a una obstinada tarea de indagación interior, donde la sensibilidad se traduce primordialmente como sentimiento. Para no detenerme demasiado en este aspecto teórico de la cuestión, lo que huelga decir, es que con el romanticismo, la sensibilidad accede a la condición de organom de toda forma acabada de textualidad.

En síntesis, si quisiésemos repensar a la condesa de Merlin desde las líneas de fuerza que trazan la pluralidad de su escritura, tendríamos que comprender aquello que su vocación decimonónica le impidió asumir de otro modo: Si sensibilidad-sentimiento, razón y significación, deben resolverse en un mismo plano, es porque lo que está sobre el tapete, es la necesidad de realización de un estilo que supere las usuales antinomias. La literatura romántica fue testimonio elocuente de esa empresa, que en la práctica no es otra que la eterna lucha del artista por relacionar siempre la belleza (estilo y significado) con las nociones de la verdad y el sentido. Tema que aunque no era obviamente inédito, la irrupción romántica la instaló en la cultura de una manera absolutamente diferente.

Singularmente, es difícil encontrar en nuestra historia literaria un texto que exprese tanto contenido de verdad histórica, como esas cartas. Paradójicamente, no por lo que en ellas Mercedes Santa Cruz quiso decirnos y de hecho creyó que nos decía, sino por lo que esencialmente dijo. Pues aquello que llamamos verdad histórica de una literatura, no es un problema que encuentra llana respuesta en la conciencia que tuviese un determinado autor sobre su obra. Por el contrario, esa verdad lo supera objetivamente con creces. En realidad, nunca sabremos de un modo definitivo por qué o para quién escribimos. Hay en nosotros un motivo secreto que jamás conoceremos; escribimos bajo el influjo de los astros y de intangibles deidades; vivimos en medio de sortilegios y amamos y tememos la noche embrujada. Y nuestra escritura tal vez no sea otra cosa, que la expresión de una circunstancia histórica determinada, o una revelación del obscuro subconsciente, y éstos acaso nos salvan o nos condenan. Por ello, es que se entiende la ironía de Borges, cuando buscando darnos un ejemplo acabado de escritor comprometido, acudió a Rudyard Kipling; comprometido con el colonialismo británico. Por eso también, es que al cabo de dos siglos, lo que puede haber de compromiso político y social en los escritos de Mercedes Merlin, sería para nosotros insuficiente, si no nos hubiera dejado además la problemática que encierra una expresión.

Dos
Las cartas fueron dirigidas en primer lugar al General O´ Donnell, gobernador general de la Isla de Cuba. A familiares, amigos, políticos y figuras de la realeza europea. Al príncipe Federico de Prusia; al señor Vizconde Simeón: Director general del tabaco… Y en especial a su hija, Gentien de Dissay.

Después de haber seguido en vapor el curso del Sena hasta el puerto septentrional de Havre, el lunes 13 de abril de 1840 en Bristol, Inglaterra, la condesa de Merlin escribe su primera carta dirigida a su hija, Gentien de Dissay. Zarpa desde el puerto de Bristol el 15 de abril, y el domingo 3 de mayo desembarca en New York. El lunes 11 de mayo se encuentra en Filadelfia y el 24 en Baltimore, esta travesía la realiza en vapor por el río Delaware hasta el estuario de Chesapeake, y el resto del tiempo por tren y también en diligencia desde New Castle a Frenchtwon. Una carta fechada el 22 de mayo, la sitúa en Washington. Elogia al río Hudson, del que ha seguido su curso desde New Jersey City. Y se conmueve ante la contemplación de los montes Alleghany. Mi impaciencia no me deja en claro desde qué puerto parte finalmente rumbo a Cuba, en el Cristophe-Colombo, el 25 de mayo. La lógica me indica, que lo hace desde el puerto de Baltimore, al que parece haber regresado por segunda vez. Entre los días 5 y 6 de junio comienza a respirar el aire de la Isla, una vez dejados atrás los bancos de las Bahamas. A las ocho, pasado meridiano, apoyada por la extensión del día en el trópico, avista Cuba. A la mañana siguiente contempla el pan de Matanzas. La tarde de ese mismo domingo 7 de junio entra en el puerto de La Habana y desembarca en un muelle al abrigo de la bahía, justamente frente al antiguo monasterio y la hermosa plaza de San Francisco.

Una vez hubo arribado a los Estados Unidos, la condesa de Merlin resume en escasas líneas su relación con cuánto le fuera mostrado: Domingo, 10 de mayo de 1840. (A un diputado francés) “La igualdad mi querido amigo, es un yugo muy pesado. Para satisfacer las exigencias de todos debe uno someterse a molestias intolerables”.

Más adelante prosigue: “(…) este mundo reaparece más terrible bajo la forma industrial y mercantil, las maquinas de vapor soplando como monstruos marinos, vomitando torrentes de humo…” Para finalmente interrogar filosóficamente: “¿Serán las costumbres americanas la de los pueblos del porvenir? ¿Son ellas las inevitables consecuencias de los principios democráticos? ¿Este espíritu de personalidad donde se rebaja el alma y retrocede la fuerza y el poder moral del hombre hacia la vida de los sentidos y el amor al dinero, será el resultado de tantas luchas sangrientas, de tan nobles esfuerzos?”

Nuestra autora sufre de la misma reticencia mostrada por el viejo espíritu romántico ante la llegada de una Modernidad política que porta como patente de corso la Carta Magna de la nación Norteamericana. Si se deseara hallar en tierras de la América inglesa ecos de esta antigua sensibilidad agraviada, me remitiría a una escuela estética como Los trascendentalistas. Un selecto grupo de autores, que asumiese en el siglo XIX una actitud tan individualista como discorde en relación a los nuevos tiempos que corrían. En ese paradójico instante, en que el romanticismo persiste en dictarnos los elementos de las principales estéticas; entretanto, el verdadero polo magnético de las sociedades occidentales, ha dejado de ser el norte socio-cultural de Atenas, Roma o París, para devenir inexorablemente en el norte del utilitarismo monetario-mercantil.

Si nos detuviéramos someramente en algunas de las características generales de Los trascendentalistas, personificados en este caso, en la figura de Henry David Thoreau (1817-1862), constataríamos cosas como las siguientes:

Hay en este escritor un culto esencial a la naturaleza. Aunque ese culto no aparece solo, es hijo de un primer atributo: un culto también esencial a la idea de la libertad. Así nos dice en su hermoso ensayo literario, “Walden, la vida en los bosques”:

“Este es un atardecer delicioso, cuando todo el cuerpo es un solo sentido y absorbe deleite por todos los poros. Voy y vengo con una extraña libertad por la naturaleza, sintiéndome parte de ella misma. Mientras camino a lo largo de la costa pedregosa de la laguna, en mangas de camisa (a pesar de que el día es frío, nublado y ventoso), no veo nada en especial que me atraiga, porque todos los elementos me son extraordinariamente afines.”

La constante y reiterada identificación con el paisaje, entendida como un saberse semejante a todos los elementos que integran el orden natural del bosque, no solo se nos presenta en Thoreau como una actividad concreta de desalienación y liberación personal, sino también, como la inmersión en un mundo sobreabundante de significados. Obviamente, nos encontramos ante un optimismo vitalista, que llegará a tomar el cariz de una declaración política en Walt Whitman, quien celebrará en sus poemas el nacimiento de los Estados Unidos. Estos dos escritores son librepensadores, y para ambos el universo se encuentra plagado de señales providenciales, las cuales se evidencian en la unidad panteísta de Dios y la naturaleza; de una naturaleza apercibida como la manifestación sensible de la gran alma del mundo.

Bajo la influencia de diversas filosofías, estos autores no se dedicaron a hacer propiamente una filosofía, sino a utilizarlas como fuentes para hacer con ellas una bellísima literatura. Pero sobre todo, ellos eran deudores del proyecto libertario e individualista, que representa para Occidente la tradición evangélica desde los tiempos de la Reforma Luterana. Una tradición que se encuentra estrechamente unida desde sus orígenes, al destino histórico de los Estados Unidos. No obstante, frente a las prerrogativas sin techo de un capitalismo federalista e internacional que se iba desarrollando, Los trascendentalistas defendieron una sensibilidad amartillada con las prerrogativas sin límites de la libertad. Ya que de alguna manera, ellos supieron reunir en sus propias vidas las viejas costumbres señoriales con los nuevos ideales proclamados por la Modernidad.

Si la Modernidad política y económica se incubó y germinó en Europa (principalmente en países como Inglaterra y Francia), las intensas fuerzas sociales que se desataron, se hicieron enseguida muy patentes en la joven Norteamérica. La condesa de Merlin viajó brevemente por los Estados Unidos procedente de Francia, aunque ligada por su origen nacional a la retardataria España; una zona periférica a la propia Europa, donde los vientos de la Modernidad soplaban con menor intensidad. El hecho de pertenecer a la nobleza europea, la situaba en una posición no exenta de contradicciones, con respecto a los acontecimientos que estaban modificando el curso histórico de las viejas naciones. Mas, si observáramos con detenimiento el pensamiento político de esta infrecuente creadora, llegaríamos a la certeza, que por la simple circunstancia de su condición de mujer, las corrientes modernistas, que desde la revolución liberal de 1830 retomaron en el Viejo Continente la dirección de los acontecimientos civiles, no le podían ser ajenas. Mujer intelectual, con claras pretensiones políticas en la Europa de mediados del siglo XIX, era obligatoriamente sujeto liberal, librepensadora. En su caso tan particular, la condesa de Merlin resuelve lo anterior sin dejar de pertenecer a su clase; sin dejar de defender todo lo que ese pertenecer a una casta le entrega en patrimonio. Comprenderla de otra manera, sería negarle lo que tanto la singulariza.

Nos comenta Thoreau, en lo que muy bien podría ser el manifiesto de la sensibilidad que se conmueve ante el paisaje americano, y que tempranamente quiere establecer elevadas concomitancias con la literatura:

“Los europeos que llegan a América se sorprenden de la brillantez del follaje otoñal. En la poesía inglesa no dan cuenta de semejante fenómeno, porque allí los árboles adquieren solo unos pocos colores radiantes. (…) El cambio otoñal que se produce en nuestros bosques aún no ha causado una impresión profunda en nuestra propia literatura. Octubre apenas ha matizado nuestra poesía…”

Constata por su parte, Mercedes Merlin:

“Como bien usted puede ver, mi querido marques, a Cuba le falta la poesía del recuerdo, sus ecos solo repiten la poesía de la esperanza… (Los cubanos) en vez de obeliscos tienen palmeras, sus veletas señoriales son las plumas vistosas de los guacamayos, y en lugar de cuadros de Murillo o de Rafael, tienen los ojos negros de una joven alumbrados por la claridad de la luna a través de la reja de una ventana”.

Por un lado la escritora se queja de la casi completa ausencia de tradición que existe en su patria original, aunque a la vez vislumbra, en esa particularísima situación, una virtud acaso no suficientemente esclarecida, pero que vendría a explicar el lado más candoroso de un pueblo recién nacido al concierto del mundo. De un novísimo país que, al carecer de memoriales y monumentos, se edifica por vía de aquella “tradición por futuridad” enunciada por el presbítero Félix Valera. Pues lo que en la ilustrada Europa se le ofrece al humanista mediante el estudio agotador de las antiguas civilizaciones y las construcciones dejadas secularmente por el arte, en Cuba, en América, hay que salir a buscarlo a la intemperie, a través de una abarcadora visión, que nos haría barruntar en el paisaje físico, la belleza esencial que nuestros mayores contemplaron en Murillo o en Rafael. Lo cual es como decir, no tenemos al Partenón, pero tenemos “esa vida solitaria en los bosques” de la que nos habla Thoreau; no tenemos tampoco la antigua grandeza de Roma, sin embargo, poseemos el mar de Caribe bañando los firmes de nuestras cordilleras vegetales.

Con respecto al pensamiento naturalista y libertario de Henry David Thoreau, Mercedes Merlin, sin conocerlo, es parte de su misma mirada sobre el paisaje natural devenida en crisol de una nueva sensibilidad. Y si estas ociosas contemplaciones de la sensibilidad romántica, llegaron a inaugurar nuevos valores en Europa, donde la cultura había dejado sus profundas marcas civilizadoras en el paisaje físico, en las vírgenes tierras del Nuevo Mundo, donde la civilización apenas colocaba sus primeras improntas, la contemplación del paisaje natural y la apología de sus dones, serían, como en ninguno otro lugar, antesalas literarias del sueño histórico de una nación.

Tres

Existen, no obstante, circunstancias históricas que por su radical disimilitud llaman sobremanera la atención, si se pretende paralelar las historias y las culturas de Cuba y los Estados Unidos.

Norteamérica sigue siendo hoy en día una particular proyección del ideal civilizador del antiguo imperio inglés, el cual se complejizó con el tiempo, a partir de nuevos y fundamentales factores que entraron en acción transformando completamente al país. Pero Cuba no nos ofrece nunca esta vocación de continuidad, acaso buscada en las primeras fundaciones del conquistador Diego Velázquez, en la Isla de principios del siglo XVI. Por lo que, si bien hay en el país del Norte un original vínculo que enlaza admirablemente el manifiesto político de los primeros colonos, los Padres peregrinos, con el futuro histórico de la nación, la corta historia de la mayor nación de Las Antillas se produce dramáticamente mediante discontinuidad y fractura. Muy al contrario de los Estados Unidos, en la Isla, Colonización y Proyecto Nación han sido invariablemente figuras dicotómicas que no dan señal alguna de conciliación. La segunda mitad del siglo XIX fue allí expresión histórica, llevada hasta sus últimas consecuencias, de esa profunda incisión entre dos tiempos irreconciliables. A diferencia de la historia de Norteamérica, nuestro antiguo pasado colonial devino en el pasado arruinado de la nacionalidad. De igual manera, la República que nacería en 1902, estaría destinada a convertirse en el pasado arruinado de la Revolución de 1959. Es como si en la historia de la Isla hubieran encarnado las fuerzas mefíticas de la negación, conduciendo al país a un proceso constante de violentas oposiciones sobre un paisaje en ruinas que nos va quedando siempre detrás. Si para el historiador prusiano de los siglos XVIII y XIX, Carl Von Clausewitz‎, la guerra era la continuación de la política por otros medios; en Cuba, la guerra es la guerra del Proyecto político de la Nación.

Es tan significativo el contraste que se produce entre la sociedad cubana de mediados del siglo XIX (de la que Mercedes Merlin fuera una de sus grandes cronistas), y la Cuba republicana de 1902, que la sensación que nos asalta es simplemente abismática. Solo la devastación del Sur esclavista por las fuerzas de la Unión, mediando la guerra de Secesión y el casi inmediato asesinato de Abraham Lincoln en 1865, pudieran ofrecernos un panorama de desolación económica y moral relativamente aproximable.

Es notable que tanto Mercedes Merlin como Thoreau, fuesen individuos que escribieran y meditaran sobre el destino de sus respectivas naciones en vísperas de una tragedia. En los Estados Unidos, la guerra con México de 1846 fue antesala de un cisma legal (la evidente anticonstitucionalidad de esa guerra), y de una crisis de valores sin precedente, de la que el autor norteamericano sería uno de los primeros en advertir sus graves consecuencias históricas. Entretanto, en la Cuba de 1840, la condesa de Merlin clamaba ante las autoridades de la Metrópolis por la autonomía política, e impugnaba a un disfuncional sistema jurídico y administrativo, basado en “Las leyes de indias”, que regía todas las ordenanzas, y que databa anacrónicamente de los lejanos tiempos de la Conquista. Objetando incluso la capacidad operativa de cualquiera de las leyes aplicables, porque su ejercicio no estaba totalmente determinado por la propia letra jurídica; y sí por compraventas y favores personales, tan característicos de un régimen de castas. Un régimen de exclusivos privilegios que afectaba a un sistema financiero local, donde los privilegiados eludían sus compromisos y sus deudas, mientras la usura, sin tasa ni control, carcomía los cimientos de la propiedad.

La compilación que conforma el volumen La Habana, es una “literatura de la reflexión”, en la que en su interior se acomodan los más diversos juicios y actitudes. Y como ya ha señalado la académica de Iowa, Méndez Rodenas, a esta literatura de la reflexión la domina el signo de la ambigüedad, el cual la coloca en la línea más delgada de nuestra historicidad; en el lado menos precisable de nuestra nacionalidad. Ambigüedad que no le impide a estos textos ser ese tipo de sagaz cavilación que muchas veces nos visitó desde afuera, y que puede ser incluso literatura traducida. De todas maneras, no hay tampoco nada que se oponga de manera decisiva, a que no podamos valorar a Mercedes Merlin como una escritora inserta en una línea de pensamiento político y económico, que tuviera sus comienzos con la primera generación cubana de 1792. Sus cartas son una crónica valiente, que nos habla de un mundo de esclavos, plantaciones, casas solariegas y viejas costumbres que tres guerras, el tiempo, el hambre y la fiebre amarilla se encargaron de borrar. Un mundo que hoy nos resulta tan extraño como ajeno, ya que quedó anclado detrás del horizonte hasta hora infranqueable de nuestro pasado, solamente para que un célebre título de la escritora estadounidense, Margaret Mitchell se preste a definirlo, “Gone with the wind”.

Volviendo a paralelar las historias de nuestra Isla y la de Estados Unidos: Si la colonización de la América inglesa tuvo sus inicios en los primeros lustros del siglo XVII, los fundamentos de la colonia en Cuba datan de un siglo antes. Aunque sería a fines del siglo XVIII, donde ambas naciones coincidirían aproximadamente para el nacimiento respectivo de sus literaturas. No sé si esquematizo soberanamente al decir, que si bien es cierto, que existe una línea de reflexión política y económica, surgida en la Isla muy tempranamente, nuestra literatura básicamente se presenta como un constante afán por construir desde la sensibilidad, una poética de lo nacional; y no como un hacer desde la razón, una razón política. En los Estados Unidos existieron también desde los primeros momentos, una sensibilidad y una razón desplegados por igual en el hacer nacional. Pero donde parecen radicar las grandes diferencias, es que la razón política en Norteamérica, adviene para convertirse en el manifiesto político de la nación; en el modo en particular en que esa nación se convierte en una Nación histórica. Mientras en Cuba, la Nación histórica fue principalmente el fruto de la sensibilidad de sus hijos, y no el resultado de una razón política desarrollada argumentalmente.

Permítaseme esta nueva digresión: Para repetir en cierto sentido al pensador alemán Martin Heidegger: la poesía es por su origen, la primera lengua de un pueblo histórico, y esta lengua es la que instituye una edad heroica. Las edades heroicas son originalmente correlativas a aquellas naciones que se destacaron por emprender vigorosas y fecundas historias. Pueblos como los eslavos y germanos, por ejemplo, comenzaron a vivir sus historias a la manera de una poética anterior a la palabra escrita. La poesía fue entonces fundadora, y el poeta era, a la vez, guerrero, legislador y hechicero. Pero Cuba y los Estados Unidos son pueblos jóvenes, que surgieron como naciones en un momento relativamente tardío de la historia; un momento que estaba siendo impactado por la construcción global de una Modernidad imperativa. Y será desde ese instante, la relación objetiva que cada país sostenga con la Modernidad, lo que determine su derrotero histórico. Mientras, el viejo sueño heroico comienza a quedar definitivamente atrás. La edad heroica podrá aún animar la imaginación nacional de los poetas, pero ya no será posible que la poesía nos haga revivir esas arcanas pretensiones.

En la América inglesa del siglo XVIII, el primer gran texto no fue un texto propiamente literario, o lo fue en la medida en que proponía una nueva dirección para un país edificado en tiempos de la Modernidad, en el que la prosa alcanzaría su dominio irrecusable. Ese texto fue publicado por Thomas Paine en 1776, y es el “Common Sense”. Por todo lo anterior, si Cuba fue hija de esa gran sensibilidad a la que la condujo la ensoñación poética; la América inglesa es hija de esa línea recta y prosaica que prefigura el sentido común. Puede ser que esto no sea exactamente así, de todas maneras es muy sugestivo, que los primeros grandes logros de la literatura norteamericana, los posea mayoritariamente la prosa y no la poesía. Es el camino abierto y claro que va de Washington Irving y James Fenimore Cooper, a “Las aventuras de Huckleberry Finn”.

En cuanto a la condesa de Merlin, ella vivió desde su prosa, y en plena modernidad, el sueño histórico de su nación. Mas, su mirada no sabe dirigirse al futuro sin antes haber fortalecido nexos con el pasado. Para ella no es posible avanzar sin antes no haber retrocedido un poco. Es el dilema básico que se le presenta secularmente al escritor hispano, entre futuro o tradición; entre pasado macizo de la raza, o puro ejercicio jurídico de la idea política de la libertad. Desconozco si Los trascendentalistas se percataron lo suficiente de los enormes peligros a los que se concurría con una interpretación meramente legal de la idea de la libertad. Tal vez sí. Aunque Thoreau nos insiste con sus visiones futuristas, en comprender el pasado, como ese pesado lastre del que la joven República americana debe saber desprenderse. Y en torno a ese camino promisorio y cargado de brillante optimismo, escribe:

“Nosotros vamos al Este a comprender la historia y a estudiar las obras del arte y de la literatura, rehaciendo los pasos de la raza; al Oeste, nos dirigimos como hacia el futuro, con espíritu de iniciativa y aventura. El Atlántico es el río Leteo, al atravesarlo hemos tenido la oportunidad de olvidar el Viejo Mundo y sus instituciones…”

Lo extremadamente contradictorio, es que si Norteamérica, al margen del gran sueño civilizador de Henry David Thoreau, se impuso pragmáticamente el futuro del brazo de una Modernidad de la que era innegablemente heredera y coautora; la Cuba del siglo XIX, atada a la leyenda sociocultural de España, terminó atravesando las aguas del Leteo, para buscar infeliz sosiego en una República insubstancial. Sin embargo, si en los Estados Unidos la pregunta por el pasado histórico de la nación, continúa siendo una pregunta perfectamente admisible; en la Isla se convierte en la pregunta imposible, puesto que ese pasado se nos ha revelado impracticable. No solo porque resultó desfigurado por un presente demasiado admonitorio, sino simplemente, porque carece para los cubanos de valor ontológico.

En la Cuba de los primeros decenios del siglo XIX, era perfectamente imaginable, inclusive políticamente factible, la permanencia definitiva de la nación bajo el abrigo de España. Miguel de Cervantes en el siglo XVII, tempranamente definió la nacionalidad española mediante esta fórmula integradora, (no es textual): España es una Nación política construida sobre la base de diversas naciones naturales. La Isla cabía perfectamente dentro de esa No-definición. Pero la historia quiso configurarse de otro modo. Ya que el viejo proyecto hispánico para permanecer no podía seguir traduciéndose bajo la forma típica de una dominación colonial. Por tanto, la autonomía política era paradójicamente imprescindible, a la hora de buscar salvaguardar los intereses de la hispanidad en el Ante mural de las indias. Un proyecto hispánico que desde principios de siglo había empezado a desintegrarse en el Continente, y que completaría su disolución con la guerra hispano-norteamericana de 1898. Un proyecto hispánico arruinado en Cuba, porque las dos principales instituciones de la Colonia, estaban socio-económicamente condenadas: el Sistema de castas y la Esclavitud.

La relación conflictiva que Mercedes Merlin siempre mantuvo con la Modernidad política, fue sin duda característica de un temperamento romántico como el suyo, en franca rebelión contra unos designios para ella excesivamente democráticos e igualadores. La escritora, llena de rescoldos y aprehensiones, pudo, no obstante, poseer esa inusual capacidad que le permitió contemplar en cada detalle de la naturaleza las nociones vaporosas de nación y comunidad de destino. A esas hermosas visiones la condujo sin dudas una sensibilidad privilegiada, que le hizo intuir en nuestro drama nacional una profunda verdad que abarcaba su existencia, a pesar, (o a favor) de cualquier lejanía. Pero lo que sucedió, es que se encontraba demasiado atada a su propia época; una época que ella no ignoraba llegaba a su fin, mas, que no dejaba de ser por eso su más soterrada e imperativa realidad. Porque lo que pudo abundar en esta mujer de humanista y liberal dubitativa, lo hubo también de esa carga de rugosa facticidad que puede pesar más que cualquier certeza intelectual. Pero además, porque ella estuvo invariablemente convencida, de que su mundo no se encontraba desprovisto de valores y de racionalidad, y que había algo en la fuerza pura de la tradición, que la impronta de la Modernidad no podía totalmente desligitimar. Por lo que, si quisiéramos llegar a comprender las razones internas de ese debate; las tensiones no dichas, jamás admitidas, las epístolas de Mercedes Merlin nos facilitarían el camino hacia la cartuja más íntima de esa irrecusable época histórica, a la que ella sin sonrojos perteneciera. Un camino que nos conduce en pos de una sensibilidad inmersa en una situación límite, y que para toda una clase económica se volvió trágicamente insoluble.

Un pensador cubano de aquellos años como José Antonio Saco, realizó la profecía política, (no es textual): La irresolución y la torpeza de España, conducirán al país a una devastadora guerra civil, ni peninsulares ni criollos cederán en la naturaleza de sus argumentos, y después que la Isla se vea arruinada, quedará a expensas de una poderosa nación. Hay algo en los trajines políticos de 1840 de la condesa de Merlin, que parece temer ese día, como si ella también hubiese querido conjurar lo inevitable.

Fin de la primera parte

 

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Un comentario

Estimado JULIO: Acabo de leer su valioso ensayo sobre la Condesa. Me pareció estupendo la comparación que hace con los transcendentalistas norteamericanos. También, aprecio que haya citado mi libro. Le envío el correo y me encantaría tener noticias mas directas:
adriana-mendez@uiowa.edu
Felicidades!
Adriana

Por Adriana Méndez Rodenas el día 30/08/2016 a las 12:02. Responder #

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Requerido.

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