EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
PORTADA | PUBLICAR EN ESTE SITIO | AUTOR@S | ARCHIVO GENERAL | CONTACTO | ACERCA DE | ESTADISTICAS | HACER UN APORTE

— VER EXTRACTOS DE TODOS LOS ARTICULOS PUBLICADOS A LA FECHA —Artículo destacado


La construcción del «hombre nuevo»

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 19/07/2021

peri-rossiQuizá parezca extemporáneo, o parte de una discusión ya perimida, sin embargo las condiciones objetivas y subjetivas —como acostumbraba a decirse en ciertos cursos políticos de antaño— hacen que aquella idea del hombre nuevo hoy pueda retomarse, aunque bajo otros supuestos, acordes a este tiempo histórico y que incluye una nueva agenda de derechos.

Palabras clave: boom, realismo mágico, revolución, hombre nuevo

 

 

Hemos llegado.
Antes de empezar este ensayo debo, de modo prologar, decir dos cosas: 1) Tengo en mis manos un ejemplar lleno de historia, prácticamente agotado (quizá alguna biblioteca, pública o privada o personal, aún contenga ejemplares de Marcha) de una edición que incluyó libros fundamentales como El cumpleaños de Juan Ángel, de Mario Benedetti, o los ensayos y artículos de Arturo Ardao, entre muchos otros, sin desconocer los Cuadernos de Marcha, monotemáticos pero desde diversas miradas de alta pluma. 2) Antecediendo a la obra propiamente dicha, se notifica que la novela, la primera de Cristina Peri Rossi tras dos libros de cuentos, obtuvo el Primer Premio Novela (I) del concurso Treinta Años de Marcha (1969), y el jurado, prestigioso, estuvo integrado, nada menos, que por Ángel Rama, Alberto Paganini y Jorge Ruffinelli. Estos dos elementos auguran que se tratará —¿quién osará dudarlo?— de una buena novela.

Y la misma no sólo habla sobre la década de los sesenta, sino que, literariamente, puede explayarse sobre la declinación de cierta burguesía nacional que ocurre en la misma época, aunque esa decadencia se arrastra, en puridad, desde mitad de los años cincuenta, como enseña alguna obra de Ricardo Prieto (en especial Amados y perversos).

Se ha señalado que, en el caso de Uruguay, la época de bonanza económica (la época de las “vacas gordas”) terminó en 1953, con el fin de la guerra de Corea, y a partir de allí comenzó el deterioro de la situación económica tras el acuerdo con el FMI y el comienzo de la deuda externa, y el desmantelamiento de la industria nacional.

Voz de una artista comprometida
Una vez, entrevistada, Peri Rossi dijo: “Yo era una escritora muy comprometida y la voz pública de la izquierda”. Por ello, cuando la situación política derivó en represión y amenazas, no le quedó más remedio que irse a España, en un exilio que, por lo que sabemos, es definitivo. Su principal razón para no volver a su país queda expuesta de la siguiente manera: “Cuando cayó la dictadura, me di cuenta de que había vivido catorce años con nostalgia de Montevideo –una nostalgia horrorosa– y ahora no tenía ganas de tener nostalgia de Barcelona. Para tener nostalgia, sigo teniendo siempre la misma. Además, uno no se exilia porque quiere, se exilia porque tiene que salvar el pellejo, y creo que, dentro de esa insensata geometría que es la vida, un acto involuntario no tiene que ser respondido con un acto voluntario como es volver. Estrictamente no se puede volver porque es un tiempo que ya no existe”.

Como sabemos, la autora ha escrito ensayo, poesía, cuento, novelas, ha ejercido el periodismo en El País (de España), Diario 16 y El Periódico de Catalunya, a la revista Hispamérica, así como en Marcha y El Popular de nuestro país, entre otros.

La Nave de los Locos, de 1984, es una de sus obras fundamentales, y la misma es una alegoría del exilio.
Fue censurada por la dictadura cívico-militar, lo cual es, a no dudarlo, meritorio.

Las circunstancias de la novela
El “boom”, que fue un fenómeno cultural, social y literario editorial que surgió entre los años 1960 y 1970, significó principalmente una nueva forma de hacer literatura, a menudo experimental y de renovación de los recursos estilísticos. Su característica principal, en cuanto al estilo, es el realismo mágico y la ficción histórica y, detrás de ello, como elemento relevante que configura el momento histórico del nacimiento de este movimiento, está la Revolución cubana y su impacto tanto en América Latina como en el Tercer Mundo. Se escribe bajo el “libre fluir de la conciencia” (técnica surrealista) y adopta puntos de vista originales, fuera de lo común.

Cuando Peri Rossi nos habla del mundo de la infancia, es porque ya desde ese instante, desde ese momento se configura, según su visión, nuestro devenir. Allí, en la infancia, está puesta toda nuestra vivencia y allí anida nuestra mayúscula sorpresa ante los cotidianos descubrimientos que suceden en el mundo y que, ya sea para recordarlos o para olvidarlos o soslayarlos, desearíamos poder volver.

En Peri Rossi hay, en general, una mirada puntual sobre sexo y género, incluso como tema o motivo de escritura, y una vivencia propia que es trasladada de modo literario en novelas, cuentos y poemas. En esta novela será con una voz que viene desde la infancia y la imagen recurrente de una muchacha que sufrirá el encierro que sufrió Danáe.

La novela, por ejemplo, empezará con un poema, pero no es algo fortuito, sino que, justamente, este poema nos sitúa, en forma de versos, en el mundo de la infancia y recupera, en síntesis libre, el ambiente convulso de nuestra América de los años sesenta, desde los orígenes —dos décadas antes, la autora nació en 1941, por cuanto su propia infancia fue complicada—.

Inmediatamente después del poema, en el II capítulo, que se titula Los sueños, el hecho de soñar —y de recordar el sueño— configura el elemento mágico, lo distinto, lo irreal, la otredad. E incluso este mismo capítulo empieza con otro poema —aunque luego se vuelve prosa— que habla de todos los sueños habidos y de la necesidad, imperiosa, de seguir soñando. Y aquí el sueño es más que un hecho nocturno de nuestra mente.

Porque sólo nuestros sueños son dignos de ser tenidos en cuenta y, a lo Onetti, realizarlos. Porque el sueño comparte lo efectivamente soñado, pero también lo ansiado, lo que “como un viejo licor que se avecina” la hacían ponerse a soñar,
“rozándome la música, la oscuridad, el tacto de las telas, el perfume de los abanicos acariciados en penumbra, los antiguos sonidos que se desprendían del violoncelo y el clavicordio como una música de sueños que estuvieran por disolverse, sumisos, humildes, replegados al subconsciente”. (pág. 13)

Habla incluso de una “estación de los sueños”, como si fuera una estación climática, como primavera o invierno, en la que ya hubiera aprendido a dominar sus fantasías, es decir: dirigir el sueño hacia un determinado puerto, a proyectarlo.

“Ya nada me detenía el soñar, y no bien me instalaba en el jardín, sobre una silla, en la iglesia, en el comedor, al lado de la abuela, echaba a soñar mis sienes, mis cabellos, mis brazos, mis miembros, y a veces hasta la cabeza y los dedos de la mano soñaban con independencia, cosas diferentes”. (p. 13)

No puedo sustraerme al conocimiento que tengo, por haberlo leído, es decir comprobado, que esta manera de escribir —al menos en este capítulo II— tiene la impronta cortazariana al cien por ciento, en el sentido que le da Cortázar cuando instala algo que tiene visos extraños de una forma tan natural que parece extraído de la realidad —y en algún plano de la misma se toca— y a partir de eso, establecido como real, todo puede ocurrir. El soñar y el soñar despierto, el ansia de soñar permanentemente, el establecer temas o destinos al sueño, el soñar dentro del sueño de alguien que está soñando, aparecen aquí.

A la vez está eso de sueño como de ideal a alcanzar, ese ideal puro, incorruptible, que se engloba, teóricamente, en la definición del hombre nuevo y en su necesidad revolucionaria, porque ese hombre nuevo sólo podría nacer después de una revolución, de algo que revolucione esquemas viejos y apronte otro modo de hacer las cosas.

Porque, como dice Oliverio, bajo cuya mirada particular las cosas adquieren otro contorno, más infantil: “pronto aprendí a soñar en todos lados”, y además, utilizando otro de los recursos de lo real maravilloso, el acumular en una misma frase objetos disímiles, el nombrar cosas de distinto tipo como si tuvieran un hilo común:

“Soñé de todo; en mis sueños los animales eran enormes, brillantes y sensibles, como dinosaurios, y soñé con mariposas, aves, caracoles, piedras preciosas, fiordos, Rusia, Mozart, cadáveres, resurrecciones, pirámides, conciertos y bosquecillos”. (p. 13)

Y por último, la transformación:
“La estación de los sueños bajaba a mí cada mañana, dejándome su carga, de la cual yo extraía una manzana, una flor, muchos perfumes y grupos de sílabas que me entretenía en descomponer, aspirando a combinaciones nuevas. Así supe que el sonido es una geometría que podemos componer, y el significado, apenas una referencia ostensible a las cosas que aprendimos a nombrar de niños, en el tiempo de la obediencia”. (p. 14)

Es evidente que al irnos adentrando en la trama, veremos que está el aspecto familiar, como institución totalmente patriarcal, donde el rol de las mujeres es parir y limpiar.

“De modo que cuando no estaban dedicadas a la noble y loable tarea de parir, ellas lavaban, sacudían, fregaban, lustraban, bruñían, barrían, quemaban hojas, enceraban, pasaban la aspiradora, alcoholizaban los vidrios, blanqueaban ropa, barnizaban muebles, secaban platos, frotaban bronces, perfumaban ambientes, vaporizaban esencias, lustraban caireles y metales”. (p. 16)

Es decir, de un modo totalmente enfermizo:
“He visto frotar con frenesí, durante media hora, la canilla del lavabo, hasta dejarla resplandeciente; fregar, hasta sacar lustre (arrodilladas sobre el suelo y empuñando el trapo con ambas manos, sacudiendo todo el cuerpo que iba hacia atrás y hacia adelante como poseído de frenesí amoroso), la línea de juntura entre baldosa y baldosa; pulir con esmero, como quien acaricia la piel oscura de una muchacha, el ángel de bronce del llamador; adelgazar las telas, de tanto lavarlas, hasta volverlas transparentes; perseguir por la casa, con saña y ferocidad, los vuelos desesperados de un rastro de polvo que, enloquecido por la persecución, intentaba huir por los corredores, pisos y ventanas…” (p. 16)

Pero entonces descubrimos que la voz que narra es otra, ahora es de una de esas mujeres que forman parte de la familia —aunque irá cambiando y algunos de los primos irán hablando también—; será la madre de Oliverio, que habla sobre el discurso del hijo. Dice sobre ella (y de modo genérico sobre las mujeres de la familia y por ende anotando una condición subordinada de la mujer con respecto al hombre):
“Hemos perseguido al polvo hasta en el teclado del piano, donde solía guarecerse, cuando ya no quedaba ningún lugar seguro en la casa…”. (p. 16)

La acción de limpiar se prolonga a todas las cosas:
“También nuestras mujeres lustran las hojas de las magnolias y de los castaños, y es hermoso verlas, al caer la tarde, subidas a sus escaleras de madera, tocando las ramas más sombrías, asiendo por su talle cada hoja, mojándole las puntas y frotándolas con cera. Así quedan las hojas tiesas y brillantes, como almidonadas, y cuando damos nuestras fiestas la gente se detiene bajo los árboles a admirar aquel brillo tan original, aquellos árboles tan lustrosos que parecen de mentira”. (p. 17)

E incluso, con el detalle suavemente macabro:
“los muertos familiares, al reposar en sus cámaras ardientes, tienen el mismo brillo”. (p. 17)

Sigo pensando en Cortázar, hay un extrañamiento en lo que voy leyendo que no proviene estrictamente de lo que se cuenta, como si fuera un perfume. Puesto que, aunque aquí se expresa de modo un poco exagerado, la limpieza es un acto que realizan mayormente las mujeres —y más precisamente la legión de mujeres que han aceptado el semen necesario, el espermatozoide privilegiado que hará continuar la estirpe familiar, aunque no sirvan para nada más, lo que es una subvaloración de la mujer, por supuesto—, sino porque parece magnificar tal hecho, casi único, como si, aparte de abrir las piernas y recibir la pócima necesaria que la hará ser —de una vez y para siempre— parte también de la familia, aunque no tuvieran que hacer nada más, el hecho de limpiar ya les da otra utilidad.

Por cierto, la figura de los primos nos señala una proximidad —genética, familiar, con ciertos códigos comunes—, donde entre ellos hay una cierta amistad, un poco a la fuerza, y tras ellos hay tías y tíos, que cumplen —sobre todo las primeras— un papel importante en nuestras vidas (las tías, como las abuelas, se permiten ciertas libertades que las madres no pueden o no quieren tomarlas).

El tío Andrés, por ejemplo, “se entretiene en confundir las visitas, transformando lo real en falso, y lo falso en aparentemente verdadero” (p. 17), es decir
“falsificando permanentemente lo verdadero, y dando apariencias de real a lo artificial, mi tío Andrés se ha pasado la vida confundiendo a todo el mundo, al punto que ya nadie —a veces creo que ni él mismo— es capaz de saber, entre las cosas que lo rodean cuáles son las reales, cuáles las falsificadas”. (p. 17-18)

Y además, lo dice expresamente:
“mi madre, como todas las mujeres de nuestra familia, también se preocupa mucho por la limpieza. Por ejemplo: no podemos andar por las habitaciones más que sobre patines afelpados, que van lustrando la madera a medida que avanzamos, ni podemos tocar los muebles sino provistos de guantes. Los objetos brillan tanto que a veces su luz nos encandila, y yo ya he tenido más de una alucinación debida a la claridad descollante de los cristales”. (p. 18)

La palabra “alucinación” nos da el tono, el tono real diríamos, aunque suene extraño, porque descubrimos que hay una profusión de términos (un regodeo en la textura de la palabra al paladear los adjetivos), lo afelpado de los patines, por ejemplo, que separados significan cosas distintas, pero juntos refieren concretamente a toda una situación y también a determinada posición social que, debo decir en primera persona, alguna vez experimenté (es decir, alguna vez tuve que utilizar esos patines afelpados para que la madera no se rayara y, de paso, continuar el lento lustrado de la madera, que solo se detuvo —y no sabremos si de modo parcial o total— con la muerte de una tía. Y digo que no sabemos si se seguirá realizando dicha acción porque de los nuevos dueños, los que compraron la cabaña prefabricada, no sabemos nada).

Esa profusión de términos emparentados, “términos primos” ellos también, distorsiona y/o desenfocan la realidad, dotándola de otra capa que está más allá de su constitución física. Pasa a ser más símbolo que objeto, o bien un objeto simbólico. Es decir: lo surreal. Por ejemplo:
“Piedras, metales, faunas, floras, estatuas, telas, colores, texturas, apariencias, cuadros, licores, monedas, confesiones, frases oídas, frases escondidas, todo lo funde en su gran redoma singular, en su taller modelador, y entre el vapor y el humo de su laboratorio, en los húmedos cristales que lo separan del exterior, la realidad y el sueño hacen el amor, juegan a mezclarse, dan hijos macabros de índole mixta, paren fascinantes apariencias de lo vivo de entraña seca, cancerosa; en su taller singular, engañosos (los cristales esmerilados impiden ver al mago), la materia vuelve al antiguo caos original, al gigantesco óvulo fecundo y da donde partieran, azules, las múltiples apariencias de lo vivo”. (p. 18)

Para que todo se transforme en oro, el alquimista y la alquimia —la escritora y la escritura— son necesarias. Y esa alquimista, aquí, es la autora, que mezcla varios elementos y en donde precisa que la palabra es la materia con la cual se trabaja.

Por otra parte, hay una narración sobre el ridículo, lo ridículo de ciertas convenciones sociales usualmente aceptadas, aunque aquí están llevadas hasta el paroxismo:
“Mi padre murió una lenta y amarilla tarde de noviembre (el mes que yo nací). Antes de morir fue intensamente frotado por mi madre y las mujeres de la casa, por lo cual puede decirse que murió en pleno brillo. Al morir, su estado de limpieza era perfecto…”. (p. 19)

Y sin embargo, parece totalmente posible, ya que si la limpieza es total, y permanente, no hay nada que no necesite ser limpiado ni nada lo poco sucio para ser objeto de su limpieza.
“Durante la larga agonía de mi padre, nuestra mayor tarea fue conservar limpio su esqueleto, en previsión de lo que los insectos, el paso del tiempo, el avance de la enfermedad y la vejez de sus camadas de piel, pudieran hacer en él”. (p. 19)

En este capítulo, el IV (La muerte de mi padre) tenemos a los primos en acción, en una especie de juego con la muerte, desacralizándola:
“En la tarea de sostenerlo y sacudirlo (al muerto), mientras sus labios azules permanecían abiertos, colgándole como porciones de piel arrancadas del hueso, dos de mis primos llegaron a tal grado de entrenamiento y agilidad, que para ellos levantarlo de la cama, disponerlo en un sillón o sobre la mesa (cuidando que las partes sueltas no se confundieran entre sí, ocupando lugares que no les correspondían) era tan fácil como extender un pañuelo por sus extremos, colgarlo en la pared y dejarlo secar. Su adiestramiento en esta tarea era, sin embargo, por momentos, algo peligroso: solían entretenerse lanzándolo de uno a otro lado de la cama (uno lo levantaba en el aire y lo lanzaba, como si fuera un balón, el otro lo recibía con las manos abiertas, del lado opuesto al primero, y luego lo balanceaban entre los dos, meciéndolo en el aire) o jugaban a contarle los dientes que le quedaban, las tiritas de piel que iba perdiendo, como escoraciones sucesivas de un tronco de árbol”. (p. 20)

Debo decir, entrometiéndome en el asunto, que asisto totalmente impávido a la lectura, y las imágenes suenan casi como suaves cachetadas, pellizcones como para saberme despierto. Es todo tan desopilante —y sin embargo tan probable, a pesar del absurdo, y allí reside el misterio de la escritura— que los elementos que claramente son reales —la larga agonía de su padre y su esquelético porte, las rodillas azules, los labios violáceos, los dientes lustrados y la dosis diaria de coramina— parecen fantásticos, puesto que si estos elementos que hemos nombrado existen, hay razones para dudar que el padre no sea más un cadáver y que lo único que cabe es que finalmente muera. Pero de todas formas ya está inservible, cadavérico, “maniquí, muñeco de cuerda, filamento, hilo, cáscara vacía fruto que se cae”.

La descripción completa, como de un taxonomista —metódica y precisa, así como los experimentos de su primo Javier, que pronto llamarían la atención del extranjero—:
“los huesos de las manos le colgaban, como lirios marchitos, los dedos se le habían alargado, mostrando impúdicamente las falanges; los brazos se habían reducido al diámetro de tubos de ensayo, los huesos de las rodillas asomaban hacia afuera, exhalando su humor a muerte” (p. 22)

Y la condición ósea a punto de quiebre:
“a mi padre lo levantábamos otras dos veces por día, para lavarlo; esta operación se realizaba con mucho cuidado, como he dicho, debido a que sus huesos habían perdido la armonía original y andaban por su cuerpo sueltos y separados, como piezas dislocadas de un puzzle” (p. 22),

Y, para ser más filosa aún, agrega:
“A veces, al fregarlo, las delgadísimas capas de piel que aún cubrían esporádicamente sus huesos, se quedaban entre los trapos…” (p. 22).

O con cierta ansiedad morbosa:
“En la silla, babeante y tembloroso como un rollito de tela azul mojado por la lluvia, encogido sobre sí mismo, mi padre me parecía otra cosa, yo podía observarlo atentamente, de cerca, estaba a mis expensas, podía tenerlo en el hueco de una mano, sacudirlo, dejarlo mojar, hacerlo rodar como un balón, colgarlo de la araña, dejar que los pájaros lo picotearan o se lo comieran, abrirle y cerrarle los ojos como a un muñeco de cuerda, meter mis dedos entre los hilitos de sus costillas, intentar soldarle las uñas que se le caían, o dejarlo estar, mientras gemía, sin prestar oído a sus quejas azules (p. 23), donde descubre todo lo que puede hacer con él, de modo malvado, como para compensar lo que alguna vez fue el miedo “que me había paralizado durante toda la infancia”.

Confieso que pensé en Donoso, en sus niños maquiavélicos (y sus adultos odiosamente rencorosos y vengativos), sobre todo porque hay un orden desprovisto de cualquier atisbo de razón, como en Casa de campo. Aquí, sin embargo, no se detiene tanto en la morbosidad casi enfermiza del chileno pero sí comparte la degradación de cierto estamento social, aunque en Donoso éste tiene un tinte más aristocrático y en Peri Rossi más burgués. Y si bien en José Donoso no hay posibilidad de escape alguno, en esta novela —ya lo veremos a su momento— hay un quiebre y uno de sus miembros escapa de la telaraña familiar, lo que le costará el decreto de exilio de la casa —de su mundo—, decreto póstumo por cuanto él ya no está allí, y la pérdida de todo derecho consuetudinario.

El tamaño del cuerpo, y por ende de sus miembros, y la altura del padre —ella no le llega ni a las rodillas— cambia su perspectiva y la planta en una situación nueva, dominadora, con una súbita inversión de jerarquías.

“Siempre lo había visto tan alto que imaginaba dormía en una cama especial, confeccionada para él solo, donde sus terribles piernas largas entraran ajustadamente, como en una caja mortuoria”. (p. 24)

Lo cierto es que hay una imaginación desatada y libre, no sujeta a ninguna regla —salvo las gramaticales— y que, según ella misma señala, le recuerda a Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, sobre todo en cuanto al tamaño y al terror de su probable pisada.

También su voz “le producía estremecimientos desagradables” y apenas sentía que llega, procuraba ir hacia el lugar más distante para no tener que verlo y soportarlo.

“No bien lo oía llegar a la casa, apoyar sus manos robustas y grandes, cuadradas, sobre los picaportes de metal, bronceados, lustrosos, no bien sus pasos derramaban por la casa el peso de su llegada, yo huía por las puertas abiertas buscando refugios más dulces”. (p. 24-25)

Su hermano Oscar (y atendamos a la cascada de palabras que intentan representar el pensamiento mismo en el momento de ser pensado) “es cabizrrubio, de ojos pardos, de mirada ardiente; Oscar displicente, seguro de sí, sin temores, avanza audazmente por los patios y corredores de la casa, sin detenerse; busca su camino. Oscar, que no ha vacilado nunca delante de nadie y que está creciendo casi tanto como tú, papá, seguramente llegará a tener unas piernas largas como las tuyas, y gritará como tú, y de su garganta saldrán rugidos, bramidos, centellas, crujidos, alaridos, cuernos de caza, bongós, bajos, baterías, alcoholes ahumados, bocanadas de humo y de fuego, mugidos, pájaros azules, árboles descuajados, rumor de troncos, retumbar de puertas, un aerolito”. (p. 25)

Es de notar todo lo que podrá salir de una garganta, por los siglos de los siglos.

Problemas de ética y estética sesentista
Esta es la estética sensentista, por llamarla de algún modo, surrealista de nuevo tiempo, que busca nombrar todas las cosas —incluso las que están lejos, pero de algún modo relacionadas, y relacionadas por la posibilidad de ser, de existir en la realidad—.

Párrafos extensos, frases que parecen no querer terminar, experimentación literaria, como el hilar constante de los vericuetos del discurso y el dejarse llevar por la emoción y escoger los distintos atajos que, por supuesto, alargan el texto pero completan la idea, la desarrolla, la privilegia.

Los primos, nos hemos dado cuenta, son sádicos, pero como toda la narración es alocada, por momentos parece girar como una rueda gigante donde en cada silla hay —en ebullición— un conjunto integrado por una idea y la situación en la que se plantea la misma. En el capítulo IV (La muerte de mi padre) habla más de la agonía porque el morir toma su verdadera cara en ese largo año en que se fue consumiendo, disminuyendo, desapareciendo, pero también en relación a todo lo que fue antes, lo que significó antes.

Ni antes —con su altura muy por encima de la media—, ni después —convertido en un saco de huesos con una piel ya casi traslúcida—, sirvió para nada. Claro, eso es lo que no dice. Es que la imagen de su padre, finalmente, funciona como un símbolo de la represión, sobre todo infantil, y su muerte tal vez se convertirá en causa de cierta liberación para ella.

Y él, su hijo, toca el piano mientras su padre hace cuentas —necesitaba ruido alrededor para no distraerse—; mas el piano se convierte en un instrumento de tortura psicológica:

“Mi padre me pedía que tocara y yo me sentaba al piano, obediente y tenso; mis dedos se hundían en las soledades blancas y quedaban allí empozados, enterrados, sin poder levantarse. En medio del terror que me cundía, haciéndome transpirar y aferrarme al teclado, mis dedos se inmovilizaban en el lago helado de un sí sostenido, contrito, vibrante y solitario como un niño que llorara, obligado a tocar el piano, que era un mantel de hilo de Holanda, sin vasos, ni flores, ni platos, ni botellas, ni posamanos, ni tenedores, ni cucharas. En medio del cual mantel un sí benigno agonizaba”. (p. 26)

Pero enseguida la autora opta por un camino que se le ha abierto de repente, con la palabra tocar. Ahora el narrador nos hace conocer la parte sensible y nos muestra de qué está hecha:
“Yo, delante suyo —y recordemos que es una presencia que la inmoviliza—, podía tocar pocas cosas. Las cortinas, por ejemplo: a ellas sí las podía tocar en su presencia, porque su clima tan tibio y la suavidad de sus membranas era como un abrigo, un abrazo protector; no me animaba, en cambio, a tocar los vidrios: estaba seguro que cuanto yo tocara en su presencia y fuera de cristal estallaría, dejándome entre las manos una fina red de vidrios rotos, triángulos y esferas transparentes de aristas insinuantes reflejando toda la casa, la casa toda, los muebles, las ventanas y la terrible intensidad de sus ojos persiguiéndome”. (p. 26-27)

Y sin embargo vuelve a la imagen de estar sentado en un taburete rojo frente al piano, donde uno de nuestros sentidos, el tacto —como viene desarrollando—, tiene predominancia:
“pensaba que mis dedos eran prisioneros de guerra, pobres soldados tullidos que volvían a sus casas levantadas en medio de altísimos árboles gris y blancos, jaspeados de hojas color castaño; en invierno la corteza de los árboles estaba agrietada por islotes verdes de humedad que le dibujaban mapas con sus ríos y sus montañas y sus colinas en los costados, y los soldados se entretenían mirando los caminos del musgo por los senderos del árbol, todo estaba blanco de hielo y de invierno y los lagos eran negros, los soldados tenían frío y avanzaban dificultosamente porque en la guerra habían perdido ya muchas cosas, entre ellas los dedos de las manos, y ya no podrían tocar el violín, tocar el piano o la guitarra durante los días de fiesta, cuando todo el mundo se lo pide y ellos se ponen a tocar, alegres y dichosos”. (p. 27)
(y pongo el párrafo completo ya que explica el proceso de escritura mejor que cualquier descripción que pueda hacer).

Finalmente el padre desiste de que él toque el piano, y le dice a la madre, que está “repasando los cristales, lustrando las cafeteras de plata, las doradas lecheras”:
“Ema, creo que su hijo es algo tonto”. (p.27)

Sin embargo, es un mero reproductor de alguna tara inscripta en algún lugar del árbol genealógico, sin posibilidad de culpa. Y luego, ya en su proceso de descomposición, descubre que:
“mientras sostenía las tambaleantes piernas de mi padre, flacas y alucinadas como alfileres, (que) comprobé algunas afinidades entre nosotros. Así teníamos el mismo color de ojos, que solíamos, los dos, estando tristes, llevar una de nuestras manos hacia la frente y acariciarla, y que estando nerviosos, tanto él como yo trepidábamos los dientes del mismo modo” (p. 28),
y, por supuesto:
“…ahora sabía por qué le llamaban padre mío”.

Y la autora tiene un momento para explicarnos lo que está haciendo, desde cierta perspectiva, puesto que la obra, sea la que sea, puede manifestarse en:
“una escultura, un cuadro, un libro, un puente, una sinfonía, un cuarteto, un film, un fresco, una pintura mural, una exposición de dibujos realizados sobre la cabeza de una alfiler o qué”. (p. 29)

Pero también explicita la necesidad de la obra:
“Mi obra debía encerrar, pues, a todo el mundo, todo lo conocido: bastaba con que yo encontrara el medio adecuado para expresarlo”. (p. 29)

Y, fundamentalmente:
“En mi obra, debía aparecer todo lo que yo conocía, todo lo que yo imaginaba, lo que había podido ver y lo que no”. (p. 29),
incluso
“todas las películas filmadas con anterioridad a mí y que yo no había podido ver aún” (p. 29),
algo totalmente absurdo si tomamos en cuenta que el todo es imposible de aprehender, por más que queramos. En definitiva:
“todo debía entrar en ella como en un arca prodigiosa y contemporánea”.

Y dentro de lo que tiene que contar, para contar todo, sabremos del tío Alberto y su ataque de furor:
“aquel ataque de furor de mi tío Alberto duró media noche, y en ese tiempo, todos los demás, alrededor del jardín, contemplamos despavoridos, estrangulados, los tallos erguidos que tanto tiempo adornaron nuestra casa: como cadáveres que el tiempo hubiera entristecido y teñido de oscuro, agonizaban sacudiendo apenas lo que les quedaba de los cuellos.” (p. 32)

Destruir la obra de un tiempo de paciencia, determina un hasta aquí, un “no va más”, un renunciamiento:
“Cuando terminó aquella amarga noche y fuimos a revisar el jardín, el espectáculo nos llenó de tristeza y conmiseración. Por todos lados yacían los tallos deshechos, y a su lado, grandes bocas se abrían, por donde la última saliva hacía espuma, menudos gorgoteos de vida; todavía goteaban, hacia las cuevas profundas de la tierra, algunas gotas del agua que alimentara los geranios, y como sábanas blancas, se extendía una vasta alfombra de azucenas y azaleas, heridas de muerte, despetaladas, como pálidas enfermas en una gran sala de hospital”. (p. 32)

Y luego quedan los pozos, a medias tapados por coronas que hicieron —con los primos— con los restos florales de lo que recogieron.

“Hay que cuidar especialmente a los niños —recomendaba mi tío Alejandro, que desde la muerte de mi padre había venido a sustituirlo—. Su curiosidad puede ser nefasta: querrán conocer esa ciudad nocturna del fondo de la tierra, sus pasajes secretos, sus luces amarillas, los ríos que la recorren, la música pegadiza de los insectos con los cuales ella se entrega a horrendas ceremonias; después, querrán saber cómo se entra, cómo se sale de ella, y hundidos en sus pozos, aspirarán a hacerla temblar, a estremecerla, creyendo ingenuamente que ella los ama; después de esto, todo estará perdido”. (p. 33-34)

La señal es de abandono (tiene un eco lejano de Alicia, de Lewis Carrol, aunque en otra escala musical), así como han abandonado el jardín a su suerte —y el jardinero ahora es astrónomo, a sugerencia del tío Alejandro, sobre el que ha recaído la jefatura de la casa—, y entre los espacios vacíos han prendido enredaderas y plantas filosas sin control alguno, también en torno a la modo casa los árboles han proliferado sus ramas y su follaje de que ya no se ve el exterior.

Se crea, así, una isla, un islote autónomo que se rige por sus propias leyes, y gobernada por impulsos. Uno de ellos, de carácter negativo o vengativo, hace que el tío Alejandro
“comenzara a guardar, en una pieza vacía, gran cantidad de combustibles y de material fácilmente ardientes”

Lo cual me recuerda, lejanamente, a Elías Canetti (sobre todo su excelente novela Auto de fe).

Las estatuas y la madre
Todo objeto es posible de contarnos su historia e incluso el reverso de su historia. Hasta lo que de usual es objeto “que no sirve para nada”, como una estatua, aunque se le pueda dar muchos usos (el concepto de estatua refiere a personas que expresan muy poco sus sentimientos o permanecen muy quietas). Aquí la autora nos muestra parte de su mundo, donde, por supuesto, cada cosa estará en su lugar:
“la luna era tan blanca como los senos descubiertos de Artemisa, en la glorieta, y tenía su misma apariencia láctea; yo ya había sorprendido a mi primo Gastón, una noche, a la hora que el piano no sonaba —la hora del sueño— acercándose disimuladamente hacia la primera estatua de la fila, junto a la fuente; era de noche y nadie lo veía, sino yo, que no me había quedado acostado, por temor a los sueños de una noche tan blanca, y por perseguir el sonido de una cigarra que chillaba entre las plantas; Gastón tenía puesto su sombrero de explorador de ala torcida, con una pluma de gavilán en la cima, y se deslizó entre las sombras del jardín, pasando fugazmente de tronco a tronco, como la ávida mano de un ladrón que registra paredes, buscando aberturas, buscando molduras; eligió la primera estatua de la hilera, no sé si porque le gustaba más o porque era la más próxima; trepó rápidamente el escalón de pórfido sobre el que blandamente Artemisa se apoyaba, rodeó con sus brazos negros la cintura inocente de la diosa, y clavó sus dientes en el seno blanco, desnudo, hasta los pezones, donde los dejó prendidos, como los extremos afilados de un broche que pende, como las venenosas patas de un insecto que inyecta su veneno allí donde toda blancura se inicia, el contorno ardiente de los labios succionando el agua fría que transpiraba el mármol”. (p. 36-37)

Y, también:
“Al otro día revisé escrupulosamente el cuerpo de la diosa; trepé yo también el escalón de pórfido y fui a mirar donde la huella de los dientes de mi primo debía notarse; solamente hallé una mancha azul, lágrima de magnolia llovida al alba; los dientes no la habían herido, pero noté la mirada de la estatua más triste, esa mañana, que los demás días. Esto confirmó mi sospecha de que las estatuas no querían a mis primos; casi todos ellos las trataban brutalmente, poseyéndolas o quebrándolas en cuanto estaban solos; ellas no reaccionaban, pero si se quiere, sus miradas se volvían más tristes, más lánguidas…” (p. 37)

E incluso, el absurdo:
“Yo pensé soltarlas a todas, una mañana, para que se fueran por el camino del cementerio hacia afuera, hacia la calle, pero les tenía tanto cariño que su ausencia en el jardín, por las noches, me iba a poner casi loco; estaba acostumbrado a pasearme entre ellas, a cualquier hora tocándolas apenas con el extremo dulce de una rama en su gema, o acariciarlas suavemente, cuando nadie me veía; también era el encargado de lavarlas, una vez cada quince días, cuidando que el polvo, el musgo o la humedad no las marcara. Ellas agradecían estas atenciones mías mirándome con cariño, cuando me les acercaba, y yo siempre estaba esperando una palaba suya. Un día se animarían a hablarme, y entonces yo las dejaría sueltas, pero no quería pensar en la tristeza de los paseos nocturnos por el jardín sin verlas”. (p. 37-38)

El otro objeto, es el vestido floreado de su madre, símbolo de sencillez y de una pureza en este caso no virginal pero sí auténtica, sin dobleces:
“Y las flores eran blancas, las del vestido, como eran los pezones de la diosa, que parecían dos capullos blancos, endurecidos, y mi madre se balanceaba entre las plantas, cantándome una canción antigua, cuya melodía me agitaba por las noches, sin poder dormir, todo el piano callado y mi madre cantándome, cambiándole la letra cada vez, yo siguiéndola, yo detrás suyo tratando de retener las flores del vestido la letra blanca de la canción que iba y venía la luna cayendo vertical sobre las plantas que se agitaban como la letra que ya no recordaba cántame mamá cántamela letras blancas flores de música que se deshacía no bien se la cantaba por el camino que Alberto había destrozado las flores de velorio las flores enlutadas menos las que adornaban el vestido de madre andando por el camino”. (p. 38)
“Yo la recordaba de muchas maneras, especialmente mientras dormía, pero el vestido floreado, de larga cola, era el que más me gustaba, porque con él ella parecía desligada de la casa, de mi padre, de mi hermano Oscar, sólo referida a mí y al piano”. (p. 36)
Y finalmente, en los sótanos, la madre halló una multiplicidad de objetos, cuya sola enumeración causa sorpresa:
“una vieja linterna seguramente sin luz, ciega, atolondrada, escudos antiguos, de nuestros antepasados que criaban musgo y hostilidad, algunos clavos vencidos, dados vuelta, mirando hacia otros lados, un crucifijo ahumado, la mano de Jesús separada del resto del cuerpo por un golpe audaz de lanza; un escudo de mar, muy blando y bien conservado, que tenía una estrella de cinco pétalos dibujada, todos con su nervadura central; del otro lado del escudo de mar la flor se estiraba, perdía simetría y un gran ojo miraba despavorido la confusión de afuera”,
y él, por su parte:
“encontré dibujos antiguos, donde las líneas negras se multiplicaban diseñando siempre modelos terribles en su expresión, una espada seguramente medieval, verde y dorada, que me resultó imposible levantar y dos monedas arcaicas, con el perfil de un presidente defenestrado, que ya no se usaba) (p. 39), objetos que de seguro podría utilizarlos en algún momento en la realización de su obra, es decir esta obra, por ejemplo.

Cada uno de esos objetos, por separado, podría ser el origen —o el fin— de toda una época, de una historia personal referida a alguien de su propia familia. Para la cantidad de primos que van apareciendo, más los tíos y tías, y sus padres, la casa donde vive Oliverio —y es sobre todo a través de él, y su mirada especial de las cosas, a quien podríamos catalogar de personaje principal— se nos figura cada vez más grande, inabarcable, la proliferación de objetos contenidos en salas, cuartos semiolvidados, pasillos… He ahí una evocación —otra más— a Casa de campo, de Donoso, con sus recovecos donde todo puede pasar y, efectivamente, pasa.

Todo ese enclaustramiento, ese pensar al interior de uno mismo, necesitará del llanto liberador, que saca lágrimas de sal y limpia la visión exterior. “A veces las cosas no funcionan bien, como es debido, y entonces me pongo a llorar”. Así empieza el capítulo VI. Y luego, nos explica:
“Empiezo por llorar despacio, sin hacer mucho ruido, para no despertar a nadie de la casa. Pero a poco la boca se me estira, se me alarga, como un pez que quiere salirse de la red, hago agua, como un bote que no ha sido calafateado, y ya sin darme cuenta estoy llorando a gritos” (p. 40),

donde el mecanismo se retroalimenta. Habla del llanto suyo, luego del llanto de una mujer en un bar que ante una taza de café escribe “con tinta azul sobre una hoja muy rosada”, por ende quiere ser esa mujer que escribe y llora, que llora y escribe, e imagina los motivos de su llanto. A continuación, hace lo mismo, va a un bar, pide un café y escribe y llora, “no sabiendo qué”.

Sí. Nadie encendía las lámparas, Felisberto.

Según el médico, “que me ha hecho muchas preguntas”, “lloro para llamar la atención de alguien”. Además, el llorar cansa y más si no puede detenerlo, “porque yo no puedo dejar de llorar cuando quiero o cuando ellos (los demás) quieren”.

Obviamente su padre querrá saber y pregunta por qué ese llorar, pero lo cierto es que ni él sabe por qué sucede. También se lo ha preguntado el tío, la abuela, su hermano, el otro tío, su primo, el maestro o el edecán, y por repetitivo que sea terminará descubriendo que no tiene motivos,
“no me duelen las muelas, ni el estómago, no deseo nada especial, he aprendido la lección del día, no se ha muerto mi perra, no me he caído, ni lastimado las rodillas, no he disputado con mis primos, no he perdido algo muy querido, no tengo miedo de la oscuridad, de los ruidos, de los hombres desconocidos, no me apena nada, estoy en buen estado de salud, mi ropa es limpia, en mis bolsillos hay dinero, caramelos, escarapelas, botones, retratos de la familia, voy de paseo, tengo una pieza llena de juguetes y de entretenimientos, he aprendido a nadar, a andar en sulky, a manejar una avioneta, a calcular, a leer poemas, sé la geografía del África, cuál es el periodo de reproducción de las especies, me construirán un laboratorio, mi madre me ama”. (p. 42-43)

Por supuesto que Peri Rossi llevará las cosas al extremo, tanto que su llanto sirve para regar, como piensa Horacio, su primo menor, que es cómplice de esto: “Yo estoy cansado de llover sobre las plantas, pero no se lo digo nunca para no decepcionarlo”.

Allí, entonces, Oliverio llora despacito, como si fuera una garúa infinita. Horacio dice que, cuando sea grande, será “regador de llanto”, pero el personaje dirá:
“Yo le he dicho que éste es un oficio un poco triste, como el de poeta o el de revolucionario” (p. 44),
(y entrevemos a la autora, que también es poeta —y muy interesante, por cierto— detrás de esta frase).

La tristeza necesaria para lanzarlos al llanto puede estar en los motivos más sutiles. Atendiendo a la psicología del llanto, podemos decir que el llanto es una respuesta fisiológica, cumpliendo además una función psicológica y social, que surge ante una emoción intensa (se llora por dolor o tristeza pero también de alegría), y constituye una de nuestras primeras formas de comunicación. Y aunque normalmente lo asociamos a una sensación de liberación, tendemos a reprimir las lágrimas, ya que se considera una muestra de debilidad, inmadurez o falta de autocontrol. Y también podemos comprobar que somos poco tolerantes al llanto del otro, como sucede aquí, aunque el llanto de Oliverio, incontrolable, no necesita de nada para manifestarse.

Sin embargo, estos sucesos que resultan de la educación familiar, y que son algo extraños, en el fondo es un intento de hacer una denuncia social de que nada es como debería ser y por tanto su llanto entonces resulta de lo más natural (y justo) del mundo:

“También he llorado cuando mi maestro me explicó que todo número multiplicado por cero arroja el espeluznante resultado de cero. No he podido aceptar este conocimiento; me he negado a admitirlo, llorando. El maestro, que es muy suave, ha querido explicármelo de varias maneras, pero todas las explicaciones que me ha dado, me han provocado llanto. No puedo soportar que un hermoso veintiséis se disuelva, desaparezca, quede reducido a cero, no bien lo hemos multiplicado por la nada. No puedo entender que la nada alcance a reducir a nada las diversas cantidades. Me he resistido a aprender las matemáticas, a partir de este convencimiento. El maestro ha tratado blandamente de disuadirme. “No veo por qué ha de conmoverte la importancia del cero —me ha dicho—. Que veintiséis por cero arroje el resultado de cero no es más triste ni más doloroso que si de la multiplicación de veintiséis por cero resultara, por ejemplo, veintiséis o veintisiete”. Él no comprende los matices; me ha sido imposible explicarle lo terrible que es anotar, al lado de un bonito número de dos cifras, un cero redondo y boquiabierto, que termina con todo, incluida la respiración. Como a partir de la multiplicación por la nada me he negado a aprender matemáticas, hemos pasado a la geografía. Aquí me desempeño mejor, aunque he vuelto a llorar, cuando delante de un inmenso mapa, se me ha explicado la parte de continentes que corresponden a países desarrollados y la otra, la enorme cantidad de territorios habitados por seres hambrientos. Por suerte, según el maestro, a nosotros nos ha tocado vivir en la parte del mapa que corresponde a los que están más desarrollados, pero el llanto me inundó cuando recorrí con el puntero esas bonitas llanuras verdes, esas mesetas o esos ríos al borde de los cuales viven poblaciones enteras de hombres famélicos. “Eso es así” me ha dicho el maestro, repasando los conocimientos. Le he preguntado cuándo dejará de serlo, pero él ha hecho un gesto vago con los hombros; ahora que me he enterado de eso, no pienso recibir una sola clase de historia; tengo la seguridad de que él querrá hacerme aceptar la existencia inmemorial de tantos muertos, de tantas hambres, de tantos sufrimientos, al lado de unas pocas riquezas y de unos pocos miles que han vivido alegremente, y estoy seguro que no encontrará una sola razón para justificar esa diferencia”. (p. 45-46)

“Llamar la atención de alguien” es la frase que se replica constantemente, en distintas circunstancias, pero ni los tíos ni tías, ni mucho menos los primos, saben o pueden saber sobre qué quiere llamar la atención, o para qué.

“ “Él quiere llamar la atención de alguien” ha dicho el médico, y el maestro, mis tíos, mi abuela, mis primos, mis hermanos, mis primos segundos, mis tías, se han puesto a repetir la frase, de modo que por la casa lo único que se oye es: “Él quiere, llorando, atraer la atención de alguien” ”. (p. 46),
pero en realidad es una fórmula que los ha dejado muy satisfechos, “como si ya no fuera culpa mía el ponerme a llorar”. Obviamente que tanta atención puesta en él, le ha hecho llorar “más fuerte aún”,
“porque no deseo el pan, el agua, el botellón de vino, la fuente con frutas secas, la servilleta blanca, el plato con bordes dorados, el servilletero en forma de faisán, la aceitera de porcelana, la copa de cristal que me acercan, que me alcanzan solícitos todos los integrantes de la mesa; ni quiero sentarme al piano, como me ofrece la abuela Clara, ni quiero mirar un rato por la ventana los laureles en flor, ni quiero que enciendan las luces, que coloquen un disco en el pasadiscos, ni quiero que me lleven al altillo, a revisar los baúles llenos de sorpresas del pasado”. (p. 46)

Huye, escapa:
“Me he levantado rápidamente de la silla, he corrido al jardín, entre las estatuas, y me he puesto a llorar despacito, solo entre las hierbas, de cara al suelo”. (p. 46)

Naturalmente que la ida al médico, de la mano de “la tía Heráclita que había ido con su esposo, Tolomeo; de la abuela Clara que, nerviosa, se restregaba una y otra vez los lentes; de mi tío Andrés, que caminaba de un lado a otro, murmurando cosas que querían significar su desprecio por las ciencias convencionales, pero en definitiva, que él no se oponía a ningún intento por curarme; de la prima Mariana, que había dejado esa tarde a sus críos en la nersería, para acompañar a mamá; de mamá, que me miraba a mí y al médico, alternativamente, como suplicándonos mutua comprensión” (p.47),
es todo un acontecimiento que nadie se quiere perder. Además, finalmente el médico pide que los dejen solos, al niño y a él. Y se lo dijo a
“la tía Heráclita que sufría de presión, a la abuela Clara, que tenía 96 años y estaba un poco corta de vista, a mi tío Andrés, que se teñía el pelo de rubio para disimular las canas, con un compuesto que él mismo fabricaba y se asimilaba tanto al color natural, a la prima Mariana, que siempre estaba atareada con la crianza de los tres hijos que tenía y “hacen de ti lo que ellos quieren” —decía la abuela Clara— “porque tú eres débil de carácter” ”. (p. 47-48)

Anotamos que la autora ha provisto la narración (que hemos citado) con el mismo orden, la tía Heráclita, la abuela Clara, etc., y que nos los muestra en acción, y por su acción se adivina su carácter. Agrega la visión extemporánea de Alejandra —que no había podido ir porque “tenía exámenes en el instituto”—. Lo cierto es que con Alejandra se nos hablará de la desnudez, y la permanente necesidad de “refrescarse” —según Oliverio— de la muchacha.

El maestro, interpelado, había ido porque el tío Andrés lo embretó: “Le convendrá hablar con el médico, si es que la educación del chico está a su cargo”.

El pensar, escribir el pensamiento
La narración de la consulta médica no tiene desperdicio, nos la muestra desde la sensibilidad del niño, y sus argumentos son contestes, aún para el médico. Incluso, de forma onomatopéyica —ese “ploc” que cae marca el ritmo del pensamiento— y una no puntuación que nos muestra el mecanismo del pensar del niño:

“La mandarina cuelga del árbol el viento la sacude única fruta verdes hojas ramas verdes viento verde sopla ruge ella pende cuelga se mueve se agita resiste resistente caerá ploc como una gran gota en los días de verano Ha hecho tanto calor que ya no se puede respirar hemos bajado a la orilla del agua, entre las rocas, en busca de un poco el fresco del mar tantos han tenido la misma idea sobre las rocas multitudes sofocadas es de noche estirados sobre la arena negra negra arena negro mar llega sin fuerzas poca espuma los más inquietos los que pueden sustraerse un instante al sopor mueven los pies para que se los moje el agua negra borrascosa que arriba como una gran gota de agua en los insoportables días de verano, todo el día ha hecho un gran calor y por la noche todo el afuera de las casas, en las calles, buscando oxígeno hidrógeno nitrógeno refrescos un poco de hielo entonces en medio del aire pasado de la capa de cúmulus que se aplaca sobre la ciudad en medio del aire plúmbeo se desgarra una nube cae una gota gorda, hinchada, verde, fresca, así, ploc, como un plato que cayera desde el cielo ploc cae sobre la calle y los desperdicios del suelo y la gente reunida en ceremonias estivales cae aterriza sobre las plantas que se estiran que se mueven que se abren urgentes para recibirlas como mujeres ávidas y después de esa gota aventurera adelantada empiezan a caer con más rapidez las otras, las que venían detrás, y ahora caen tan fuerte que las acompaña un ruido de soldados de pasos agitados por los corredores y de marchas militares y las gotas son tan pesadas que al caer sobre las hojas de las plantas las horadan les abren como bocas y agujeros, grandes ojos abismales por donde toda profundidad se mira”. (p. 53-54)

Pese a lo extenso del párrafo, algo barroco, recargado, éste se incluye como un impasse entre la decisión de que ingresen al consultorio todos los familiares y el momento en que el médico abre la puerta. En la realidad no hay “tiempos muertos”, todo es una continuidad permanente.

(Yo no puedo escapar a un recuerdo de infancia, que sucedió en la casa de una amiga de mi tía y de mi madre, Teresa, en cuyo patio se desplomaban, cada tanto, las paltas del árbol y su plaf! era de tal modo impactante que el silencio se imponía por unos instantes, y luego de que ya habían caído unas cuantas, plaf, y cuyo ruido ya lo asimilábamos más naturalmente, a veces se escuchaba una risita sobre todo cuando interrumpía algún comentario interesante y plaf. Años después, y no recuerdo bien dónde sucedió, volví a escuchar su sonido y el recuerdo se disparó, automáticamente, y me provocó una suave alegría.)

Asimismo, al volver a entrar, “el consultorio era muy chico para contenerlos a todos, de manera que se sintieron algo incómodos y comenzaron a ocupar los asientos confundidos y nerviosos” (lo cual favorece la posición predominante del médico).

Luego Peri Rossi volverá a utilizar el recurso de la enumeración de objetos dispares que comparten el mismo territorio. Por ejemplo:

“A lo mejor la angustia era un calibre nuevo y se podía jugar con esa bala colocándola en el detonador y dispararla suavemente contra las cosas, contra los muebles que sangrarían abriéndoles pequeñas heridas a la madera, bocas purulentas de aserrín que gotearían hacia el suelo; la angustia era una bala nueva y yo dispararía contra los muebles, las sillas, los sillones, los roperos, los autos, las mesas, los aparadores, las arañas que colgaban, contra las escobas, los repasadores, las túnicas, los pisos de parquet, contra las heladeras, las camas, las cortinas, los zaguanes, los tenedores, las servilletas, las alfombras afelpadas, contra los jarrones con vino y las almohadas y las vinagreras y los relojes y las sandalias y las corbatas; contra las espumaderas y las ollas”. (p. 59)

Porque el hecho es que el médico diagnostica que “el niño llora porque está angustiado”. Y a partir de la palabra angustia, paladea su sabor y la va transformando, mediante el juego —el juego de asociación libre de ideas, agrupamientos de objetos, nuevas denominaciones y definiciones otras— en nuevas formas, a partir de la raíz ANG.

“Yo seguí jugando con la palabra, como con una estatua nueva. Me gustaba acariciarle amorosamente los bordes, tocarla, pasarle la lengua por los costados, sorbérmela como si fuera de miel. La angustia era una dama nueva en el jardín y se la reverenciaba un poco…” (p. 58)

La angustia era una flor, era una bala nueva (para disparar contra los objetos, no a lo que se mueva sino a lo que permanece quieto). Y luego dice (¿lo escuchas, Felisberto?):

“A lo mejor la angustia era un caballo y se podría salir con él de noche a recorrer las esquinas y las calles”. (p. 59)

La onomatopeya, ahora en la raíz ang, ese sonido que predispone a la angustia, ciertamente, y al cerrar de garganta tras tragar saliva. Y como si fuera un sueño: “La angustia un caballo blanco y yo desciendo con él por la escalera…”.

La desolación del tío Andrés, inmensa, le hace decir, buscando causas perdidas:
“En la casa no le ha faltado nada. Ha tenido todo lo que un niño puede tener y desear”.

Y luego un agregar, por supuesto, donde
“Le aseguro, no hay ningún caso anterior en la familia…” (p. 59)

Y confundido, horrorizado, el tío no entiende cómo pudo suceder.
“Las causas de la angustia —dirá el médico— no son aún conocidas, dado el escaso desarrollo que alcanza esta enfermedad entre nosotros, y lo poco difundidos que están los estudios clínicos acerca de su génesis, maduración y desenlace, vuelven prácticamente nulas las técnicas para su terapia”. (p. 60)

“… interesado como estoy en la investigación de la angustia (con todos los peligros que acarrea estudiarla) he llegado a la conclusión de que son numerosísimos los factores que pueden originarla y alimentarla; desde pequeñísimas y microscópicas bacterias, en general inofensivas, pero que en cierta época del año y bajo condiciones favorables se vuelven muy activas, hasta un tipo especial de virus, que felizmente no abunda, pero que, portado por las patas de una clase poco numerosa de moscas, se depositan en la piel, la penetran por ósmosis, trasmitiendo el germen…”. (p. 60-61)

Y además:
“Existen otros factores, en la vida moderna, que hacen propia la aparición de esta enfermedad, aunque siempre es necesario un vínculo directo para transmitirla ¿El niño no habrá ingerido alimentos en mal estado? A veces los productos envasados suelen contener virus de angustia o claustrofobia, como suele llamárselos, que, si encuentran terreno favorable, pueden provocar la enfermedad” (p. 61) (¡virus de angustia o claustrofobia!)

“Lo hemos cuidado siempre tanto”, dirá el tío, pero nada, siempreviva resignación.

“Es inútil que intenten llevar el caso a las universidades: éstas hace años que están en manos del estado y sólo se dedican a estudiar aquellas enfermedades inofensivas para la salud de la nación” —y otra vez la preocupación social, aunque en este caso en modo irónico—. El estado tiene especial interés en que la existencia de algunos casos de este mal no se difunda; podría cundir el desprestigio entre las naciones vecinas, y olvidarnos en sus tratados comerciales o restringirnos los préstamos vitales para nuestro desarrollo”. (p. 61)

Y finalmente, sucedáneos de solución, la farmacopea mágica:
“Le recetaré unas pastillas, para hacerlo dormir si se desvela y una pomada para la cara, si la sal de las lágrimas amenaza destruirle las mejillas. Por lo demás, que haga vida habitual: denle de comer, sáquenlo a pasear, él seguirá llorando”. (p. 61)

Los dos poemas finales del capítulo, distintos entre sí, hablan del llanto, en primera persona (yo soy el niño que lloraba en aquella esquina…), y resume todas las acciones en que el niño llora, y con los elementos que nos son conocidos: estatuas, caballos, hormigas, tíos y primos, los viernes y los sábados. El segundo poema, en especial, de corte neoclásico, empieza con “Bienaventurados los que lloran”, como una encíclica o algún versículo apropiado a lo religioso, y termina “madrepórico y lágrima christi/ anacreóntico y aquilón”. Pero ahora la acción será en el futuro —es decir, siempre—:
“Yo soy el niño que llorará en la cárcel/ en el entierro/ en la calle/ en el prostíbulo/ en la ventana…”.

Los objetos-primos
“Todos mis primos somos tristes”, dice Alfredo en el comienzo del capítulo VII, dándonos a entender que quienes escriben son los primos, Oliverio, Alfredo, y los demás, por sí mismos o por medio de otros, donde se intercala la visión externa de la historia junto a las percepciones de la autora puesta a experimentar.

No puedo resistir a la tentación de trasladar, en este ensayo, un párrafo entero que muestra cómo, de algo totalmente subjetivo, como la descripción de la casa donde suceden los hechos narrados, subjetivo pero realizados con una escritura poética tan sugerente (“claridad mercurial de la luna celeste” y “aromas de paraísos, de magnolinas y de glicinas, mezclados”), se transforma, al nombrar un objeto fuera de la naturaleza —un auto— a pesar de todo, “integrado a la oscuridad silenciosa que rodea la casa”, y termina creando unas imágenes por completo tortuosas, pensamientos un tanto extraños (pero ya sabemos que los primos son raros, tristes…):

“La casa se ensancha hacia los costados, y hacia lo interior, profundiza en la noche. Los árboles la apoyan, la custodian: nada más que ellos alrededor, perfumando el ambiente. (…) Las casuarinas están inmóviles. Se duermen en la noche, apoyándose blandamente en las verjas. Los autos se han integrado a la oscuridad silenciosa que rodea la casa; protegidos por la quietud del aire y de las ramas, han estacionado junto a los cordones, entre las hojas secas, resinosas, y se han mezclado con los troncos, con los bancos vacíos, con la penumbra de la calle, convirtiéndose en silenciosos apéndices del suelo. Alguna vez he pensado, mirándolos alineados bajo el cordón, durante las noches de fiesta, en peregrinaciones de monjes austeros, en fila, por los corredores del claustro, o en monstruosas procesiones de miembros ortopédicos, negros, sobre una blanduzca superficie de carne, rojiza y tumefacta”. (p. 64)

La percepción, levemente alucinada, como con fiebre. Lo real adquiere características de lo fantástico. Así, Alfredo dice:

“Yo daba vueltas por el solar, mirando apenas las sombras que se cruzaban a mi paso, débiles y sugestivas, de ojos brillantes y pátinas de polvo pálido alrededor de las mejillas, o pátinas de polvo azul, cenizoso, cercando las pupilas; había ojos como piedras mojadas por el agua, en playas rumorosas y nocturnas, que despiden centellas por la noche; ojos acuosos como lagos tristes, desagotados por las máquinas; ojos desleídos y azules, impuros, llenos de blanco, otros, eran ojos malignos, exasperados, que tenían el color verde y negruzco de los troncos, en días de lluvias invernales —cuando después de mucho llover, la humedad ha calado adentro de la madera— y había ojos atorbellinados, enrojecidos, que llevaban un viento adentro, y que se agitaban en la noche, buscando compañía. Las sombras, que yo no conocía, se perdían en la oscuridad del jardín, como en secretos pasadizos medievales”. (p. 65).

La experimentación tiene que ver con los sentidos; aquí son los ojos. Además, el ver el color de los ojos significa que él mira directamente a los ojos, lo que nos da, con este detalle, un rasgo de su personalidad.

La fiesta, juego y convención social convertida en tradición, por supuesto, incluye al azar:
“Cada uno de los integrantes de la familia tiene asignada una cuota de invitaciones para hacer, cuyos destinatarios mantiene en secreto, de manera que nadie sabe quién vendrá a nuestras fiestas hasta el momento mismo en que los invitados empiezan a llegar; esto nos permite gran flexibilidad en la integración de las listas, a la vez que mantiene el suspenso: reunimos a gentes muy diversas, según nuestros gustos y predilecciones; los invitados casi nunca se conocen entre sí ni se han visto en otras ocasiones, y sus comportamientos, muy variados, son objeto de nuestra divertida observación”. (p. 65)

Es decir, la verdadera diversión son los otros.

Pero hay, sin embargo, otra diversión, o un mayor grado de la misma: exponerlos al ridículo. Es decir:
“Entre los árboles, están colocados los altavoces, que trasmiten música incesantemente; pero los micrófonos, ellos sí, están ocultos entre las plantas, bajo los manteles, en grandes vasos de metal destinados a lucir las flores, en los servilleteros, en los asientos de las glorietas, en las columnas de las balaustradas, en las terrazas de calcio, y detrás de las cortinas” (p. 66)

y las conversaciones son registradas por los aparatos y los diálogos, los coloquios entre tres o cuatro, las voces que sobresalen y dicen —para pavor de algunos— algo inadecuado, todo eso es grabado, pacientemente, y

“ante el espanto general, los altavoces que hasta ese momento trasmitían valses inofensivos, melodías íntimas y discretas, música suave y placentera, lanzan al aire, sin advertencia alguna, las grabaciones efectuadas por los aparatos escondidos en el jardín”. (p. 66)

El tío Andrés, por supuesto, es el infatigable inventor. Y se registraban, entonces,

“los crujidos de las telas de los vestidos, a la altura de los pechos, al ser estrujados por manos sudorosas y agitadas; el jadeo irregular de una joven, al ser asaltada en un pasillo, por uno de sus amantes; la palpitación senil del invitado que se excitó al contemplar en el mármol, las sinuosidades afrodisíacas de Hipodamia (una mujer muy hermosa, según la mitología griega, raptada el día de su boda por centauros borrachos, episodio que da origen a la guerra entre centauros y lápitas); la blanda resistencia de uno de los primos, solicitado por el rumor del oro en los brazos carnosos, sensuales de una dama ajena a la familia, o el pacto secreto establecido, entre beso y beso por dos de nuestros jóvenes invitados, vestidos de frac”. (p. 66)

Nunca suspendió una emisión, a pesar de que siempre
“había alguna exclamación histérica pidiendo la anulación de la cinta, o el corte de la grabación comprometedora”. (p. 67),

Pero
“los más valientes, resistían la sorpresa de escuchar diabólicamente magnificadas las palabras que habían pronunciado minutos antes, detenidos en el centro del salón, ruborizados y confusos, sonriendo por cumplimiento; los más, huían despavoridos entre las sombras del jardín, incapaces de resistir sus propias voces, sus mismas palabras…” (p. 67)

Y el narrador, como si fuera un personaje (aunque corresponda a la voz de Alfredo), expresa:
“Yo, exacerbado por el perfume de las rosas y de los jazmines que mezclaban sus aromas al rodear las columnas, había bebido néctares ligeramente afrodisíacos, preparados en secreto por los primos, y me sentía ligeramente mareado y enternecido” (p. 67),

y allí escucha el diálogo que él, Alfredo, mantiene con una joven de la que
“No recuerdo cómo la había encontrado, en el salón, pero supongo que fue al abandonar mi refugio detrás de las afelpadas cortinas; al salir, debo haberme inclinado hacia su precioso cuello, desnudo, y debo haber deslizado mi mano siguiendo su dibujo, hasta el borde del seno”. (p. 68)

Como podemos ver, constantemente los personajes giran en torno al deseo y al sexo, sin poder satisfacerse por entero.

El diálogo entre ambos ofrece al lector las dos preocupaciones principales, expresadas entre libación y libación del seno de la joven: la guerra y la orfandad. Ambos son huérfanos, y la guerra es continua, “se mantiene en casi todas partes”. No puede faltar la clásica enumeración de objetos-primos, continuando el patrón ya establecido (en este caso de la guerra):

“han habido tantas alianzas, traiciones, tratados de paz, ministros, gabinetes, pactos de agresión, marchas por la paz, estruendosas manifestaciones, tantos reyes de oro, tantas espadas y bastos, tantos ducados, condesas, martirios, bombardeos, explosiones, torturas, derrumbes, que solamente quedan en pie los tártaros”. (p. 69);

o de la virtud para el amor:

“He construido puentes, alfombras, chimeneas, rascacielos, astrolabios, montantes, torres inclinadas, subterráneos, empalizadas, naves espaciales, criptas; he desenterrado brazos de estatuas, yelmos, bacinas, espadas milenarias y toda una ciudad que se había asustado; cultivé azaleas, cuartetos, geranios, libros enteros de poesía que prendieron en el jardín como las plantas; he derrumbado paredes, naufragado en el sótano, encendido lámparas (¡Ay Felisberto!), entristecido abuelos, picoteado a las tías, tengo asma, un fusil, un portalámparas, diez cigarros de pura hoja, un tío monje, estampillas de correo, un arcabuz, un fragmento de un canto gregoriano, la tabla de salvación, la nuez algo salida, la voz atemperada”. (p. 70)

Y también, como corolario, le preguntará: “¿podría usted amarme?”.

Habrá otros ejemplos, en las páginas subsiguientes.

Sin embargo, faltan las tías, y si el abuelo fue —como dice— un caballo blanco, que “un día violó a la mujer del secretario y murió de un tiro entre los ojos”, no causará sorpresa encontrar a las tías en pleno vuelo. Además, la autora es —me permito suponer— de ese tipo de escritoras que son capaces de observar sin pestañear, y sin prejuzgar, las situaciones más inverosímiles e incluso desgarradoras, de modo de asimilar cada una de sus partes y aquilatar, en toda su dimensión, el todo.

“La muerte de mis tías, ha sido algo que me ha dejado muy triste. Ya no sabía qué hacer con ellas, de grises e idénticas que estaban. Tan ciegas, que al venir volando, tropezaban en el aire con los objetos, que ya no veían. Tiraban al suelo jarrones, floreros, relojes, fotografías, lámparas de pie, hasta algunos mapas que colgaban de las paredes. Frecuentemente, al chocar en el aire, por su ceguera, con el extremo de los muebles, se lastimaban una pata o un ala, y yo debía recogerlas y entablillarlas; allí quedaban, después, en los sillones o en sus jaulas, con las plumas encrespadas por los nervios, tiesas en sus alambres, el pico metido entre las alas. “Sobrino —solían decirme mientras yo les vendaba una pata, o les enderezaba un ala torcida. —Qué vida tan larga que es ésta. Por qué no vendrá la muerte de una vez y nos llevará. Esto no es vida. Ya ni el alimento encontramos solitas”. Eso es cierto: tenía que pasarme el día recogiendo lombrices, gusanos, semillas, granos, frutas, para alimentarlas. Cuando había recogido bastantes, ellas bajaban por el aire, entontecidas y torpes, a comer de sus platos. No les daba de comer en la mano, porque la fría piel amarilla y callosa de sus patas me producía cierta náusea. “Sobrino, quisiéramos la muerte” me decían, al echarse a volar, y volver a chocar con el reloj, que caía al suelo. “Estamos destrozando la casa, esta casa que hemos querido tanto”, decían, cuando se daban cuenta de los destrozos. Hasta que una vez las junté a todas (habían venido volando hasta las más lejanas, invitadas por un anuncio que yo difundiera), las encerré en la sala de recibimiento, y, echándoles veneno, terminé con todas ellas. Fue una muerte muy triste y muy rápida. Yo, desde el techo, las vi morir con gran pena. Las más viejas y dóciles (aquéllas que en vida habían sido las más dulces) no se resistieron a la suave muerte que les venía por el pico; apenas aletearon, movieron sus alas negras en un último abanico y cayeron blandamente sobre el piso, sin hacer ruido; pero las había más tercas; algunas, especialmente, pese a tener el plumaje reseco y duro por la edad, se resistían a morir; empezando, trataban de volar por encima del polvo que las otras habían ingerido, y así procuraban salvarse; cuando comprendieron que no solamente la ingestión, sino el aliento que escapaba del polvillo era funesto, comenzaron a volar rápidamente; largándose contra las paredes y el techo, buscando la salida; por suerte era una habitación sin agujeros y no podían escapar. Ellas, de todas maneras, aunque comprendieron que no había posibilidad de salida, siguieron lanzándose desesperadamente contra las paredes; sus cuerpos al chocar, hacían un ruido estremecedor, seco; chocaban contra el estuco y rebotaban, chillando despavoridas; yo les recomendé silencio y quietud; los golpes que se daban hacían más largo y doloroso el final. Algunas sangraban y las plumas que se les desprendían del cuerpo comenzaban a teñir de oscuro el aire. Morían chillando, y eso me parecía muy desagradable; cuando todas estuvieron muertas, fui recogiendo uno a uno sus cuerpos y los enterré en el jardín. El tiempo, la edad, las habían reducido tanto que no pesaban casi nada; todas ellas tenían las patas encallecidas, rugosas, llenas de lomas duras; las plumas estaban secas y ennegrecidas, los picos, torcidos y sin brillo. Estuve muy triste por varios días; no podía olvidarme de sus ojos y de la tristeza que tenían de tanto tiempo vivas. Me había acostumbrado a buscarles comida, y la falta de esa ocupación dejaba un vacío muy grande en mis días. Con el tiempo, he ido olvidando”. (p. 71-72)

El tacto y la piel
Hablará Federico desde su propia sensibilidad, y con la piel como espectáculo, en una narración salpicada de referencias personales, históricas o, por lo menos, que merecieron una noticia:

“Compañeros, se ha descuartizado a un negro en Alabama y al hacérsele la autopsia se le hallaron uñas correspondientes al período terciario…” (p. 74)

Y pensaremos, al haber leído medio poema, de ese poema que habla de la piel como de un organismo vivo, que hay mucho de Rayuela —es imposible no hablar de Cortázar, y es imposible por la propia relación sentimental que tuvieron ambos, como por la época en que fue escrita esta obra y la estrecha relación literaria—, que hay mucho de ese juego, aunque aquí va saltando de matiz, echando luz o sombras, alternativamente, para que, de un modo figurado, diga más de lo que las palabras dicen. O sea, se refieren hasta de lo que no hablan, de lo inexistente, que está también allí, ocupando espacio.

Pero por sobre el discurso de la piel, hay otro, el del interlocutor, Federico, que tiene giros políticos y parece un discurso ofrecido a “compañeros de ruta”, en el sentido político, pero a menudo cruel, y donde abundan los simbolismos (como “pueblos castrados públicamente” donde sus sexos “como flores marchitas se han despetalado por el suelo”, sexos que son finalmente recogidos por mujeres,

“cuidadosamente los han envuelto en papeles suaves, y por la noche, con unción, los han introducido, como cirios encendidos, en la intimidad de sus óvalos, los han hundido cavilosamente, envueltos en sábanas, y los sexos de nuestros hermanos, inmersos en ellas, silenciosamente engendran héroes, paren cachorros que ellas miman en sus frascos” (p.77) ).

Y de pronto aparece la frase pronunciada por el general Stroessner (aquel dictador paraguayo que estuvo más de 34 años en el poder, entre 1954 y 1989), festejando su reelección presidencial, lo cual evidencia la necesidad —literaria— de establecer ciertas coordenadas temporales —referencias, anclajes— que justifican la narración o la contienen. Después de todo,

“Sépase bien que los huidizos caminos del mar son frecuentados por naves más sutiles, de índole diversa, y que a playas más hondas hemos arribado alguna vez, conducidos solamente por la sed de espacio y la insatisfacción, que es tan parecida a la sed de navegar”. (p. 81)

Mientras toma la palabra Oliverio, comprobamos que todos los primos tienen algún grado de locura —si es locura el término adecuado—, que —como dicen los gurises de ahora— están pirados, y ven las cosas de una manera única e irrepetible.

Con el recuerdo del abuelo, Oliverio volverá hacia atrás en la historia, en su historia, y entonces hablará sobre cosas de un tiempo preciso, delimitado, seguramente de cuando le sucedió algo por demás llamativo. Hay una zona de silencio, sin embargo, porque

“Hace años que no oigo hablar a mi abuelo. Desde que soy chico no oigo hablar a mi abuelo”. (p. 83)

Esta situación le da pie a la autora para hablar del silencio, sobre todo porque ese silencio puede ser llenado de casi cualquier cosa, lo que estuvo y lo que ya no está, lo que nunca estuvo y lo que nunca va a estar.

La explicación, según la madre:
“…él ya había hablado bastante; que en realidad, había hablado demasiado, y éste era su castigo”. (p. 83)

Aunque, como si fuera en compensación, tanto pierdes-tanto ganas, aún en la pérdida evidente: “abre las compuertas de su boca y por el canal azul se hunde la comida…”, o aún más nitidez:
“derritiendo sus días por los corredores, alimentándose ferozmente, para resistir la muerte, sin hablar, sin morir, solamente vivo”. (p. 83)

Lo cierto es que su madre
“podría recordarlo perfectamente dando órdenes, empujando a la gente, sometiéndolos a gritos, lo había visto obligando a los niños a comer del suelo la comida de los perros, lo había visto castigar a los peones, maltratar a los caballos, encerrar a sus hijas, lo había visto disparar contra los pájaros y destrozar los capullos, perseguir a las sirvientas detrás de las puertas y quemar la tierra de sus vecinos”. (p. 83),
por lo que, al final, el castigo —¡quién pueda ser juez!— parece poco.

Ese abuelo, exasperado en su crueldad, no perdona nada y aplica castigo sobre castigo sólo para que se sepa quién manda y a quién se ha de obedecer. Parece la figura de un mayoral o caporal, que incluso es capaz de castigar a su propia hija, complicando la relación el hecho de que ella acepta el castigo y hasta parece buscarlo para demostrar valor y/o para expiar sus pecados o faltas.

El viejo sistema de premio o castigo, cuyo castigo es, también, un premio porque hará que la persona sea recta, firme y decidida, según los cánones establecidos.

Objeto y sujeto
Cada capítulo, de alguna manera puede leerse de forma independiente, puesto que se sostiene en sí mismo. Da algunas vueltas carnero y cae nuevamente al planteo inicial, pero ahora con un determinado contenido. Porque nos cuenta determinados costados de la historia. Acá va la lluvia y la falta de lluvia, la locura de su madre y la guerra descrita por un niño —el hijo de esa madre, nuestro primer personaje, a pesar de todo lo anteriormente dicho sobre los distintos puntos de vista de los personajes—, el tío Andrés, la prima Alicia, y un señor “que dice que hace llover mirando las nubes y apretándolas con unos rayos”, y es ahora esa máquina en funcionamiento, un aparato del tamaño de un hombre, al que hay que darle manija, artefacto extraño, desconocido, que asusta a la madre y le hace exigir, a voz en cuello: “A los refugios, a los refugios” (como si tuviera algún síndrome relacionado con bombardeos), y corre con la pequeña Emilia en brazos. Y la abuela Clara, con una autoridad antigua, dirá: “Detengan a esa loca, qué se ha creído”, y Tolomeo, el más paciente, intenta convencerla de que no se trata de un bombardeo sino del tema del agua y de la lluvia. De paso nos enteraremos de la prima Yolanda (casada con un militar). Así la autora va sumando personajes accesorios, para ir redondeando la historia.

En medio de ese no llover, Gastón, el más pequeño, bajó de su cuarto, aburrido.

“Él se aburre de mirar y casi siempre está dando vueltas, moviéndose, porque la quietud lo mata”. (p. 89),

Y cuando se va finalmente el hombre de la máquina, vencido tras repetidos intentos, la tía Lucrecia, “que siempre anda viendo en la cara de los otros el final”, sentenció el mal término que iría a tener aquel hombre, y que pondría conclusión a sus días.

Al ruido es el silencio; a la claridad, la niebla. De modo que la niebla, que oculta todo a su paso, es también silencio, como el de las estatuas que, a esta altura, han tomado forma activa, como si estuvieran vivas y sintieran:

“…después le tocó el turno a las estatuas, que se sumergieron en la niebla lentamente, difuminándose, primero la cabeza, después el tronco, luego un pie, entrando poco a poco en esa sólida niebla que avanzaba como un barco visto de lejos, seguramente y firmemente; una estatua entraba un pie en la niebla, luego un brazo, hasta desaparecer en la bruma, en la marea que se lo tragaba todo, serena, mansamente, dueña de un poderosísimo silencio, augusto y solemne”. (p. 90)

Y reafirma su visión diciendo:

“Yo nunca había oído un silencio así. No había oído jamás un silencio de esos. Las cosas se introducían en la niebla en medio de un silencio desolador sobrecogedor y universal, como si el mundo se estuviera perdiendo sin ruidos”. (p. 90)

Y sin embargo también de la niebla puede salir la poesía:

“Y de la niebla, fueron saliendo unas gotitas de humedad que quedaron depositadas sobre las cosas. Sobre todas las cosas del mundo”. (p. 91)

Y mientras, los primos están en el altillo, jugando a los doctores con la prima Alicia, la boba, hamacando su muñeca en brazos, separada del resto de las primas. Y allí estará ella y la muñeca, junto a otros objetos (siempre presente la enumeración, por supuesto: “un mandril, un ductor, un bisturí, un escalpelo, una lanceta (…), un estilete, una cánula y varias pinzas” (p. 90).

Estará ella, la prima boba, y la descripción de su muñeca:

“la bonita carga que soporta, los ojos vivos de la muñeca, la piel de cera, las manos enceradas el pelo natural las abejas de los ojos las piernas esmaltadas barnizada y tan bien la luz que viene de la lámpara bañando la muñeca muñequita musmus” (p. 90),

que en este caso el procedimiento es la sucesión vertiginosa de elementos para la descripción, y finaliza con un sonido onomatopéyico al que, para producirlo, se debe cerrar la boca y abrir los labios, como si se fuera a dar un beso.

Y claro, de la lluvia al llanto hay un mísero paso, siempre presto en los ojos de Alicia y en su muñeca secuestrada y que llora porque ha intuido que los primos nunca le devolverán su muñeca, que es como una extensión de su personalidad, un objeto que le confiere cierta seguridad. Y del otro lado, de los “doctores”, habrá la exploración sexual, y la muñeca se transformará en algo que, siendo muñeca, podrá referir a la mujer (la necesidad de que tenga “un agujero” se verá de modo brutal), pero que, sin embargo, “le falta algo para ser verdadera” —dirá Gastón, quien lleva la batuta de los primos. Por momentos esa exploración y las distintas “operaciones” a la que se ve expuesta la muñeca, parecen ocultar intenciones de violación: “A lo mejor hay que atarla si se mueve mucho”, y, claramente, excita a los demás primos. Oliverio, nuestro informante en la cuestión, dirá que a Gastón:

“Le cuesta mover el bisturí que se ha hundido en el hueco en el vacío interior de la muñeca que le hace peso; le cuesta mover el bisturí y él lucha por seguir el movimiento, por trazar la esfera, arrancar el óvalo de cera que descubrirá su matriz. Yo le miro la frente, donde una enorme vena violácea le marca la mitad, le miro las sienes transpiradas donde le nace el pelo, le miro los ojos, azules y embriagados de brillo, le miro las manos, firmes, largas y duras, empecinadas en un movimiento circular que no termina nunca. A su lado, Sergio ha comenzado a jadear. No por el esfuerzo, sino por la emoción. Él es muy nervioso, y cuando se excita, el sudor le corre por las manos como la lluvia, como ríos de agua desbocadas. Podríamos beber de ellas como de una fuente inagotable, como de un manantial. Le transpiran tanto las manos que ahora ya no puede sujetar la pierna de la muñeca, porque los dedos se le resbalan, porque por su mano se desliza el muslo de nuestra paciente, y Gastón le hace señas de que me deje el lugar a mí. A mí, que también estoy temblando. Sergio se repliega apenas, y sobre mi hombro, los ojos brillándole como hachas, forcejea interiormente ayudando a Gastón, como si el esfuerzo de su mente, de sus pulmones, de su cintura pudiera sumarse al de su primo, al nuestro. Sobre mi hombro bala, suspira, anhela, largándome su aliento, su baba, su lluvia, su temblor, su convulsión”. (p. 102-103)

Y también:

“El círculo que Gastón está dibujándole es como un antro: oscuro, profundo, negro y vacío. Ya le ha hecho medio agujero; ya le ha taladrado media circunferencia e inclinado, apoyando las rodillas en el suelo, con inusitada furia, Norberto golpea, carga, hunde una y otra vez el punzón en la zona del vientre que se va aflojando. La cera cede lentamente, se resquebraja, como una pared, como un cuadro. Más debajo de la cera hay como un revestimiento de cartón. ¿Qué reviste? El vacío, el vacío, el agujero vacío de la muñeca de Alicia”. (p. 103)

La visión del personaje-narrador, Oliverio, no tiene desperdicio (entre otras cosas por el ángulo exacto de su mirada):

“Si los miro de lejos (desde la cabecera de la mesa donde reposa el pelo castaño, verdadero, de la muñeca) él y Norberto me parecen un único monstruo de ocho patas que se mueven desacompasadamente, cada una haciendo su propio movimiento, cada una interesada en lo suyo, y el monstruo en lucha oscura, ladrando, fieramente silabeando, babeándose, balando. Ellos dos trabajan olvidados del mundo, gozosos de su tarea, como si estuvieran extrayendo oro, minerales, hermosos trofeos, valiosísimas vetas de una oscura caverna silenciosa y enriquecida”, (p. 104)

cuando en realidad están haciendo un agujero allí donde las mujeres tienen su sexo, el hueco, la oquedad, la magnífica cueva. Diego pregunta qué hay allí adentro, porque “la profundidad le inspira respeto”.

“Imagina un pozo enorme, que no termina nunca, cuyo valiosísimo misterio es, precisamente, estar vacío, no contener nada. La hemos ahuecado para eso. Para comprobar su ausencia. Diego especula —no puede ser de otra manera— con el vacío y con el silencio”. (p. 105)

Toda la narración de esta (larga) escena, es fantástica, aunque realmente posible y aquí sucede, como si estuvieran en un quirófano o todo esto fuera una representación casi teatral, con un posible intercambio de opiniones entre los médicos encargados de la operación y la relación de los descubrimientos, la solución de los “problemas”. La actitud de Alicia, que llora bajito en un rincón, y luego se entretiene con una cucaracha, o se medio duerme con el dedo en la boca y luego deja de dar señales, como si ya no existiera, no podrá detener la muerte, practicada paso a paso, de su muñeca. Me gustará saber de las reacciones de Alicia después de enterarse del fallecimiento de su muñeca. Aunque sospecho que Alicia está, ya, en otra parte, detrás del espejo.

Luego vendrá Federico a hablarnos de otras cosas, y se dirige a Aurelia, en forma de poema, y un poema erótico, sensual, donde dice: “yo oigo tus corrientes por todos lados/ o quizá son las mías”, pero es la corriente sexual, la química de las sensaciones. Aunque, colocando su cabeza sobre el vientre de Aurelia, dirá:

“yo siento el temblor/ el terror/ el crujir/ el gritar, el aullar, el ansiar/ el impulso/ la violencia desencadenada/ el frenesí/ la compulsión de tus entrañas”. (p. 110)

Y como consecuencia de ese amor por Aurelia —se sugiere—, nacerá

“robusto y viril/ maduro y niño/ húmedo rojo boquiabierto…” (p. 111)

A esta altura el poema es una extensa letanía, que busca nombrar —aún— todas las cosas, decirnos de otros objetos particulares de la colección de la autora.

Entonces,

“algo muy grande se esperaba de nosotros: algo revelador y portentoso, trastornador, gigante, inusitado”. (p.111).

Por supuesto que la cuestión política va a estar (recordemos que esto se publica en 1969, estando vigentes las Medidas Prontas de Seguridad y en un país convulsionado por la problemática social cuyas expresiones fueron dos: la sindical, organizada en una central única, combativa, con fuerte presencia de los comunistas, y la armada vinculada al MLN y a otros grupos menores con teoría foquista), y bien podemos deducir que la pareja de Federico —Aurelia citada— haya transitado el período agitado del 68, quizá en el movimiento estudiantil en torno a la defensa de la autonomía y el cogobierno, ese año del mayo francés y las réplicas, incluso la más represiva, la matanza de Tlatelolco:

“mientras yo te comía los muslos/ y el libro rojo de Mao parecía inofensivo al lado de la radio;/ es verdad, no habíamos leído mucho,/ apenas lo necesario o quizá bastante menos,/ tú tenías un gran retrato de Guevara en la pared del cuarto, pero ni hablar de haber leído bien a Lenin,/ para qué, no era necesario/ con buena intención y un poco de amor al prójimo ya bastaba” (p. 112),

o bien hay cosas aún para aprender, dice, como buscar a Plejánov, o restituir a Sandino…

 

Volverá a onomatopeyizar jugando con el nombre de la amada:

“Los pájaros pasaban por la playa gritando, Aureliak, Aureliak, Aureliak. AKK AKK.”. (p.113)

Y también:

“Aureliak k k k, bramaban, rugían, ululaban, voceaban, baladraban, clamoreaban, otilaban, berreaban, himplaban, gruñían los pájaros Aureliak akk aKK”. (p. 113),

de lo cual hay que señalar que otilar es igual al aullar, dicho de un lobo, e himplar es la voz de la pantera, el guepardo o el ocelote, que es lo mismo que decir ovizar, el gato, emitir su rugido (por cuanto algunas palabras, como éstas, debo reconocer, ingresan a mi conocimiento lingüístico, ortográfico y gramatical, que siempre es bueno aprender algo).

Pero debe reconocer que:

“Tú lo sabías mejor que yo, desde el principio/ y con la misma serena resolución con que me amaste/ (esa serenidad, Aurelia, que en vano he tratado, aplicadamente de igualarte)/ aguardabas el momento oportuno de empezarlo,/ entreteniéndote mientras tanto/ con viejas revistas de máquinas y de autos/ los recortes de los diarios/ la lectura de libros de éxito hace veinte años/ las nuevas arquitecturas espaciales/ una memoria escrupulosa en el recuento de infamias e injusticias/ un libro de Mao, un número del Corno y tres billetes de cien/ que escrupulosamente falsificaste por las tardes/ hasta la hora de esperar las seriales/ donde tu impaciencia y tu afán de decidir/ parecían encontrar una módica manera de trasladarse” (p. 114),

porque ya había sucedido, entonces:

“El agua se descolgaba del cielo al mar como yo me descolgué de tu cuello al suelo cuando decidiste amarme, y desde entonces para siempre ha sido el mismo descolgarme de tus hombros de tu cuello de tu frente de tu pelo de ti por tu columna a mí de tu vientre de tus piernas de tus muslos de tus rodillas de tus pies de tus labios de tus senos/ y aquel bautismo de agua// —agua por el cielo, agua de mar a los costados,/agua de ti y de mí a lo largo—/ me inició en el culto del instante como la fugaz presencia de la dicha que viene y va” (p. 114),

y cada tanto el poema vuelve a recordarnos que “grandes cosas se esperaban de nosotros; cosas magníficas y soberbias, hazañas, monumentos, revoluciones, estremecimientos”, aunque —como vemos— siempre agrega y/o quita algunos adjetivos y, por lo tanto, eso que se esperaba de ellos —y la recurrencia hace pensar que no lo obtuvieron, que sea lo que fuera lo que sí obtuvieron no era lo que se esperaba de ellos— cada vez es más y más, hasta llegar a ser imposible de cumplir. Porque ellos estarían dispuestos —ocupados, más precisamente— a amarse, una y otra vez, sin saber si podrán hacer lo que se espera de ellos (en realidad no importa, pero el peso, aquilatado, del qué dirán, existe).

Sin embargo, el poema toma otro rumbo, otro derrotero, para terminar explicando las diferencias sustanciales, describiendo a los ricos con sus pensamientos, y describiendo a los que quieren “un mundo tan perfecto y ordenado, tan justo y reluciente, tan cristalino”, ideal que señala como una utopía, pero que, como esta, nunca se cumple. Y a la manera de Peri Rossi, nombrando con la sucesión de palabras cercanas (el libre fluir de la conciencia, libre de toda libertad):

“porque habían sido hueros camanduleros falsarios/ perniciosos, pasatistas, hipócritas, lujuriosos sin dulzura, sibaritas sin franqueza, ladrones sin honor, Caballeros del Orden Constituido sin castidad ni devoción” (p. 116),

y del otro lado,

“el derecho universal a la belleza, a su uso, contemplación y deleite;/ el derecho universal al trabajo, a su alegría y beneficio;/ el derecho de todo lo hermoso a expresarse y ser expresado, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, soldados, músicos, perforadores de asfalto, homosexuales, heterosexuales, hermafroditas, mariposas, jóvenes barbudos y jóvenes imberbes, campesinos, panaderos, lactantes, curas, señoritas, poetas, payasos de circo, maestros, obreros, soñadores, y ceramistas, palomas, ortodoxos y estibadores”. (p. 116),

e incluso, trasladando la narración (poética) al amor, el que sienten Federico y Aurelia, o el que sintieron:

“celebraríamos con tiros de fusil y bengalas,/ el nacimiento del primer niño engendrado por una matriz de cristal, y habría la más amplia libertad de cultos amorosos,/ se verían todas las formas de amores posibles:// los amores de los hombres por las mujeres/ de las mujeres hacia otros hombres/ de estos hombres por otros hombres/ y de éstos hacia las mujeres amadas por mujeres/ y el amor del soldado por una niña recién nacida/ y de una niña por su gato/ y el loco amor de un gato hacia un canario/ del canario a una dama que le hacía compañía/ y de esta dama a su lechero/ que estaba enamorado de una rubia/ que amaba más entrañablemente a su compañero de infancia/ que compartía su amor con la pasión ardiente que le inspiraba una estatua de Astarté, sobre el musgo, en uno de los jardines públicos”. (p. 117)

Entre todas ellas, que se concatenan una de otras, lo ideal es “convocar solamente objetos armoniosos, serenos, cuyas ocultas resonancias fluyeran apaciblemente/ modelizadas sobre una alfombra jalde”.

Y continúa con:

“palabras dulces acordadas, antisépticas, y heroínas flexibles como zades que pudiéramos colocar entre hermosos decorados, perfectos escenarios de un mundo suave, sugestivo, insinuante, sedoso, sensual, zalamero, rosa, sahumado” (p. 118)

Una curiosidad es que, a modo de juego, muy cortazariano, por supuesto, en los dos versos finales intercala versos de otros poetas, encabezando la lista alguien que suscitó, de uno u otro modo, el rompimiento del grupo de escritores del boom —del cual, como ya dijimos, formó parte Peri Rossi; y quizá esos poetas son los que lee la autora en el momento de escribir la novela—: Heberto Padilla (y sus vueltas y revueltas que nos enseñó la historia, después, y sirva para demostrar que el paso del tiempo, en unos casos, pone todas las cosas en su verdadero lugar), Ernesto Cardenal, Salvador Puig, Vicente Huidobro, Juan Gelman, Sarandy Cabrera, César Vallejo, Gonzalo Rojas, Pablo Neruda, Manuel Scorza y algo de Jorge Arias.

Por cierto, quiero hacer notar algunas palabras que me llaman la atención. Despetalando, despetalar, es el hecho de ir sacándole pétalos a la flor, se repite por lo menos tres veces, y tiene una connotación sexual, de desnudez, de quedarse en la piel. Otro caso es un monstruo que se muestra fieramente silabeando, y no alcanzo a comprender qué sílabas puede decir, fieramente, un monstruo (podría decir GR, de gruñido, siguiendo el juego). El jalde, que es de color amarillo intenso; o bien zades, que es una especie de mimbre de tallos delgados que crecen junto a los arroyos. Y la palabra “vánovas”, por completo nueva, que refiere a una colcha o cubierta de cama.

Rompimiento con lo anteriormente establecido
El capítulo XX lleva un título extenso, y esto, también, fue una manera de romper o transfigurar el esquema más o menos tradicionalista (aunque hay ejemplos como La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, de Gabriel García Márquez, o El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco, de Ch. Bukowski; o Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Neruda o, yéndonos del siglo XX hacia atrás, con Honoré de Balzac: El arte de pagar sus deudas sin gastar un céntimo, por nombrar algunas. En realidad, aunque no venga del todo al caso, hay más de cincuenta obras que utilizan un título más o menos largo —depende del criterio de largo—). Y dice, el título de ese capítulo: “Lo que sucedió con las mujeres de mi casa, cómo mi tío Andrés quiso domesticarlas, pero ellas le comieron una mano y el gato maulló toda la noche”.

Por supuesto que Peri Rossi insiste, desde el comienzo de una nueva aventura (de primos), en utilizar la onomatopeya, como un recurso sonoro que acompaña la acción que se narra y por la que se animalizará a los integrantes femeninos de la casa:

“Las mujeres cacarean por la casa, una detrás de otras, así, cuooc, cuoac, cuooc, cuoacc, y mi tío corre de un lado a otro…” (p. 121),

y nuevamente la escena se torna mágica, irreal:

“corre de la escalera donde ellas se han subido a la despensa que han invadido, las ahuyenta de los sillones pero ya están arriba de la cama, una moja la colcha con algo que le sale de la cola, otra, al volar, amenazadora, empuja el reloj de la mesa que cae, todos los tornillos, las máquinas, las pequeñas rueditas y los resortes quedan esparcidos por el suelo, ellas en seguida se ponen a picotear, picotean todo el día…” (p. 121),
con lo que se refuerza la identificación de las mujeres como gallinas, es decir, que simulan —o emulan, sin saberlo— la conducta de las mujeres, animalizada —o como si fueran animales y así fueran tratadas por el tío—.
“Mi tío no da abasto; “estas gallinas comen todo el día” dice, desesperado, mientras se mueve de un lado a otro procurándoles comida” (p. 121),
y “además
“él debe tenerles ocupado el pico todo el día para que no destrocen más la casa; si tienen hambre, pueden comerse las cortinas, las teclas del piano, los marcos de los cuadros, las patas de los muebles, ya se ha visto que se comen los relojes, las sábanas y los bordados. Cuando no da más mi tío Andrés las espanta con la escoba, pero ellas no le hacen mucho caso”. (p. 121),
y entonces se trepan a los sillones y hacen una vida casi salvaje, transformadas en animales, y por la misma transformación el discurso salta (da saltitos), y salta también hasta llegar a la vez que la tía Eugenia “cantó una canasta pura” y pues Ifigenia se enojó y tiró las cartas al aire, porque no le gusta perder, y el que narra recoge una carta del suelo, “yo me incliné para recoger una, y le miré la parte de atrás, que siempre me gusta verle a las cosas…”, dice, y ello le da pie, nuevamente, para hablar del otro lado de las cosas, del otro lado del otro (que decir otro es decir uno mismo, puesto que todos somos otros para otros):
“del otro lado de los cinco corazones dispuestos simétricamente había una graciosa danza en un jardín, enmarcada por un filete dorado que le hacía aire, espacio, lugar; el filete dorado cerraba el baile, por encima de un árbol muy verde, muy manso que caía sus ramas indolentes, lánguidas, sobre los bailarines; también acá había una luna, pero no era una luna amarilla como la del joker, sino una luna plateada, que asomaba detrás de la torre de un castillo; y en el jardín los bailarines danzaban, alrededor de una fuente que tenía un ángel en el centro que tocaba el caramillo” (p. 122),
y si bien desarrolla todo el discurso en torno al reverso de las cartas, cuando llega a la palabra caramillo —que en realidad dice que no sabe lo que significa— lo lleva a mostrarnos al tío Andrés persiguiendo a tía Clota (espectáculo de sainete donde el tío perseguía a tía Clotilde que corría llevándose en el pico un grueso billete de banco que había robado de la mesa de luz, seguramente creyendo que era comestible). Finalmente, cerrando el lazo, enlaza con el primer discurso, círculo, principio y fin, continuidad.

El procedimiento, y lo digo sin afán pretencioso, lo llamaría de “oleajes”. Cada tantas olas viene la ola mayor —la principal, de lo que se habla—, y las otras son parte del movimiento general del mar, y generadoras de ese movimiento.

Volverá luego, otra vez, la palabra caramillo, no la explicación semántica, sino la visual, al mostrarle el reverso de la carta recogida, aquella donde hay “un baile en un jardín y una fuente con un ángel que toca la flauta”, pues bien, le informa su tío Andrés, mientras sigue persiguiendo a la tía —transformada en un animal “corriendo sobre sus dos patas amarillas que dejaban marcas triangulares en el parquet encerado”, que lo que toca el ángel no es una flauta sino un caramillo, del mismo modo que los arlequines tocan la cítara. Y al darle alcance (Clota ya estaba a punto de saltar por la ventana, véase la gravedad de la situación) había picoteado el billete exactamente en la numeración, de modo que quedará inutilizable, dice el tío Andrés:

“Te he dicho, Clota, varias veces, que no robes el dinero de la mesa de luz; hoy te he dado tres veces grano, dos cuotas de ración, de modo que no puedes tener hambre; la próxima vez que me robes el dinero te retorceré un ala, de modo que ya no puedas más volar ni andar por los techos, en las noches de luna, despertando a los vecinos”. (p. 123)

Y ahora seguirá ese hilo, volviendo al sonido onomato, con Clota alborotada, “cacareando, cuooc, cuoac, cuooc, cuoacc” y entonces todas las demás aparecen corriendo por el comedor, y hasta nosotros se vino Heráclita, “hecha una fiera, que es bataraza, cloqueando a los gritos, reclamando que soltaran a su hermana” —todas han sido transformadas en gallinas, y así lo seguirán siendo—. Hasta que él mismo —el narrador de esto— “no podía parar ni detenerme del miedo que le tenía a mi tía Heráclita, la mayor de todas las gallinas, que son nueve, y que “no se sacian nunca nunca se sacian todo el día comiendo y exigiendo más y más”. (p. 124)

Es claro que todas las gallinas —las tías, quiero decir— lo picotearon por entero y sólo lo soltarán cuando la tía Lucrecia difundió la noticia de haber hallado la bolsa de maíz, y todas
“lo abandonaron sin muchas ganas, dominadas por el deseo de comer, no sin antes darle un último picotazo de despedida”. (p. 125)

Tanto el tío Andrés como su sobrino —quien es el que narra— saben que cuando no quede más nada para comer, serían capaces de comer al tío. Y efectivamente, cuando el tío Andrés cayó enfermo, las gallinas entraron a su cuarto, y le comieron una mano. Dice el narrador, a resguardo por el miedo:
“Cuando vi que entre todas ellas se disputaban los dedos de la mano izquierda de mi tío Andrés, yo, que estaba escondido detrás del armario, les largué un montón de maíz que tenía en los bolsillos, reservado para alguna ocasión; entonces ellas abandonaron la mano ya comida de mi tío Andrés, se volcaron sobre los granos de maíz y saciaron su hambre” (p. 126)
(siendo sintético podría hacer, pidiendo perdón a la autora, que este este capítulo se llamara, simplemente, El hambre).

Es en este momento, después que ha pasado de todo en la casa, y que esta está en pleno declive, cuando Oliverio cuenta que Federico se ha ido “a las guerrillas”. Este hecho es un parteaguas en la novela, y si bien no teníamos muchos elementos para deducirlo, apenas unos poemas a Aurelia que hablan de Mao, Guevara y Lenin, sin embargo la necesidad de salir de la casa, como si se tratara de la necesidad de poder respirar aire libre, sí se había manifestado.

Pero entonces el que narra nos demuestra que quedará muy triste porque ya no estará para jugar con él, “inventándome juegos cada vez” (y el hecho de que Federico, el primo mayor, juegue con él, cuando los demás parecen esquivarlo, o más bien él los esquiva, por las dudas, nos da la pauta de su personalidad). Y ¿qué pasará con el invernadero?, sin nadie que lo atienda. Diremos que lo mismo que con el resto, se transformará en un desorden de ramas y hojas, selva capaz de romper los techos y puertas y que termine tragándose por entero a la casa y sus habitantes y, de paso, al mundo.

El esquema, se repite: el loro se burla de la tía Ernestina tosiendo un poco como ella, así: “toj, toj, toj”; todos lo buscan (a Federico) menos Alejandra —“y todos estábamos seguros de que ella sabía dónde estaba Federico”, pero “por hacerles rabiar” no les va a decir nada—.

Está el diario de Federico, donde, supuestamente, “Pase lo que pase, todo está escrito en él”, pero Oliverio no sabe qué dice —y sospecharemos que ni siquiera sabe leer, a pesar de la mínima enseñanza de Federico, enseñándole los colores de las letras y algunas nociones mínimas—. Pero claro, Federico se ha ido a las guerrillas,
“como dicen los diarios, que lo han visto en las montañas, después que se había atravesado como dos o tres ríos a nado y andado a pie una distancia como de medio mundo”. (p. 128)

Ese Federico que escribía a máquina, apoyando los dedos “salpicadamente” en una u otra letra, como si estuviera tocando el piano (he subrayado el como si, para señalar una recurrencia de la autora en esta novela: el uso reiterado de tal fórmula para las oraciones comparativas condicionales).

Cuando se fue, una mañana, dejó “un silencio duro, de monasterio” (como si se hubiera muerto alguien, diría). Y el narrador dice, además, esto, tan particular: “sólo sabíamos que él estaba remoto, ido de nosotros, en larguísimo viaje”.

Me quiero detener en este “ido de nosotros”, puesto que entonces, necesariamente, Federico ya forma parte de “los otros”, los que se aventuran a ir a las guerrillas de la vida, arriesgando su vida —equivocadamente o no, pero arriesgando su propio pellejo por una idea quizá demasiado utópica, y eso le da cierto valor a esa determinación—. Eso siempre se debe respetar, esa voluntad, cuando es determinada por la conciencia (aunque también por la necesidad, en determinados casos, y pienso en guerras, invasiones, etc.), a toda prueba, conforma a aquellos “que se la juegan”, que no son —ni quieren ser, o ni quieren ser más— entes pasivos, lerdos mirantes de la lluvia tras la ventana, y pasan a ser sujetos, sujetos de la historia, de esta historia —y de la Historia—.

Lo cierto es que “la casa, sin él, era una viuda llorosa”, y nuestro narrador se agarra a algo que él una vez dijo: “Lo importante es lo otro, y tú te darás cuenta con la edad”, esa edad en que
“me comía cada día un día más, hasta que un día pudiera saber aquello que se guardaba para mí quien sabe dónde”. (p. 130)

Y lo otro es la vida, plena. Si bien ya sabemos de las dificultades de nuestro narrador, tiene una sensibilidad especial para con quien lo ha tratado bien, como a un igual a pesar de sus inconvenientes:
“Yo no entendía bien las cosas que él me decía, pero de corazón estaba con ellas”. (p. 130)

Habrá una investigación por parte de la policía (y de la policía política también), y los miembros de la familia reaccionan de distinta manera ante el mismo hecho. Pero claro, nos dirá que “yo no quería decirles, yo no sabía nada…” sobre dónde podría estar Federico. La tía Lucrecia reza, para “que no le pase a él, que no le pase a él”, y ese él ya no es Federico, sino Oliverio, que se vaya a las guerrillas o a cualquier otro lugar, puesto que dice:
“… yo no sé qué era lo que no debía pasarme a mí mientras ella rezaba velozmente vorazmente, y yo pensé en un momento que tenía tanta hambre de que aquello no me pasara que se iría a comer aquellas cuentas de vidrio redonditas de su rosario, salpicadas de eslaboncitos de metal…” (p. 131)

Y además, agrega:
“Yo quería preguntar si eso (las guerrillas) era muy lejos, pero no me animaba a quién”. (p. 131)

Alejandra, y aquí veremos al personaje que representa al artista, en este caso relacionado a la pintura (¿y quizá un alter ego de la autora?),
“se paseaba en bata de dormir por los patios, mirando libros de pintura. A ella le gusta mucho la pintura, siempre discutían sobre eso con Federico, que él le decía que eso de que le gustara tanto la pintura estaba bien, pero había otras cosas en qué pensar primero, y que no era posible pasarse la vida mirando las cosas hermosas que veían unos pocos, porque eso que ella veía había tantos que no podían mirarlo, y que eso no era justo”. (p. 131)

Aquí el relato “dispara” hacia otro costado, relacionado sin duda con la desaparición de Federico —hecho que es vivido como una calamidad por esa familia tan especial—, y cómo se va abriendo camino la idea de haberse ido a las guerrillas, los interrogatorios a que son sometidos y la visita de un señor general “encargado de algo, no me acuerdo de qué”. La abuela Clara, por ejemplo, les remite la genealogía entera y menciona a su madre (la del general), que fue “compañera mía en la Sociedad de Amigos de los Necesitados”, explica para lograr un acercamiento, “usted comprenderá”, se disculpa, “estamos tan apenados”, se lavan las manos. “Algo se hará”, por supuesto, buscarán por todas partes y finalmente su fotografía saldrá publicada con un cartel donde establecía “su nombre, su edad, sus características físicas, y trataba de imaginar su itinerario: si había atravesado este río o no, si iría al norte o al sur, si se uniría a tal o cual grupo”. De ahí la existencia de las guerrillas, y no únicamente una —por lo menos dos—, aunque la autora le da un significado genérico, el de tomar las armas para combatir a un gobierno que merece —según el análisis de esos grupos— ser combatido.

Los comentarios no se hacen esperar: “Cómo ha podido sucedernos esto”, lloraba mi prima Yolanda, “que siempre ha sido la más boba de todas las primas y cualquier cosa le da por llorar”.

Y ante el (discreto pero exhaustivo) allanamiento que hace un hombre del ejército, llevado por el tío Andrés, al ir al cuarto de Federico, él se enoja, y se enoja tanto que, siguiendo el esquema prefijado, nos enumera la acción realizada:
“y yo me puse furioso, porque no me gusta que le anden revolviendo las cosas a Federico, que si se fue no tienen porqué andar con sus cosas, tocándole los libros y los cuadernos y las colecciones de cosas y levantando los zócalos y desarmándole los muebles a ver qué tenía escondido, y me enojé tanto que me subí a la mesa del living y empecé a tirar al suelo todo lo que encontraba y tiré al suelo el florero de ópalo la tetera china el vaso de loza la jarra de porcelana el bock de barro cocido el alhajero de cuarzo hialino el camafeo de ónix el cenicero de coralina recuerdo de mi tío el marino la fuente de Bavaria y las uvas vidriadas que fueron cayendo una a una al suelo, rodando debajo de las mesas” (p. 133),
y luego sigue con la destrucción:
“los relojes que colgaban de la pared, que eran de la colección de Ludovico y estaban todos ordenados por su tamaño, de mayor a menor, y yo los tomé del cabo y los tiré al suelo, empezando por la clepsidra que paso a paso deja caer su agua su tiempo sin detenerse nunca y los tiré todos al suelo; sonaron y rodaron las áncoras palpitantes como corazones desarraigados los péndulos dorados en frenético torbellino las espirales los caracoles las ruedas de Santa Catalina y la leontina de plata de tío Rafael, todo rodó por el suelo y las manecillas y los segunderos y el volante y las esferas de cristal y las tapas de oro porque yo estaba furioso y arranqué las cosas de las paredes que colgaban lustrosas y ordenadas, en fila, como soldados en campo de batalla” (p. 133),

todo por ese Federico que
“se había ido para un lugar que ellos llaman las guerrillas, que yo no sé dónde queda pero seguramente es un lugar que a ellos no les gusta…” (p. 134)

—y anotemos que el fenómeno de la guerrilla, desde el foquismo y el guevarismo, principalmente, en ese momento estaba en auge en toda América Latina. Hay una necesidad, una pretensión, de tocar los temas propios de Latinoamérica, y la guerrilla se había extendido en todo ese territorio provocando opiniones divergentes y reacciones de todo tipo, que trasuntan en el fondo un concepto ideológico, una concepción filosófica y una forma de ver las cosas—. Además, para ver el contraste, dice:
“es el segundo que se va de la casa, pero él no se ha ido como mi primo Javier que se fue a ganar dinero a un laboratorio en el extranjero, sino que se ha ido a unas guerrillas que andan por ahí…”. (p. 134)

Lo cierto, entonces, es que
“Si Federico se fue, la casa quedará muy grande, vacía, aunque esté llena de muebles, de tijeras, arañas, cristales, espejos, sillones, colchas, roperos, vitrinas, candelabros y consolas”. (p. 134)

Ir “al camino de los cipreses”
Y como nos tiene acostumbrados, con motivo de sacar a relucir más objetos, en este caso fotos antiguas —y de paso contar sobre una parte de la familia, siguiendo una vieja costumbre narrativa que consiste en que cuanto más cerca se halle la historia del final es cuando se mencionan algunos aspectos constitutivos del principio de la misma, además de contarnos sobre otro tiempo anterior a este en que Federico se ha ido a las guerrillas—, porque ¿y para qué ha de volver” si recién se ha ido; no volverá entonces para mirar, y allí estarán las instantáneas de “la colección de viejas fotografías de Tía Celina donde se guarda memoria de todos los parientes, aún de los muertos”. Y son los muertos apuntalados por los vivos, junto a los vivos y al recuerdo que tienen del recuerdo de la foto —como recuerdos que están dentro de otros recuerdos y son parte de un recuerdo más amplio, general—.

Así es como hablará de Margarita, “que murió de tisis siendo tan joven” y se había casado con el tío Julián (“Haces muy bien casándote con ella porque es una buena muchacha que te hará dichoso”), sentencia que no se condice con “aquello de ser infértil”, a las pruebas se remitirán esos dichos, y la palidez no era causa del embarazo sino de la enfermedad. Es otra persona que se ha ido, ¿a dónde? “Al camino de los cipreses, al camino de los cipreses”, grita mamá, y es la muerte que anda dando vueltas, impertinente.

Luego surgirá la tía Emilia en otra foto con los ojos un poco llorosos,
“porque ella se emociona de nada, y le caen lagrimitas, unas lagrimitas chiquitas que recoge en el pañuelo, las mira un poco, al fin son lágrimas de ella, le da lástimas perderlas, me parece, después dobla el pañuelo y suspira” (p. 135).

Él pregunta, insistente, dónde queda el lugar de las guerrillas, pero nadie sabe responder, ni siquiera el inspector, que ha vuelto a inspeccionar lugares y posibles secretos, que ha venido “a averiguar, a buscar huellas sitios cosas de Federico por la casa”.

Pero de pronto llega un telegrama de la mano del tío Alberto y éste convoca a todos, a:
“mamá lustrando, cuidando los muebles, Elvira cosiendo y bordando, Alicia ensayando unas escalas en el piano, de ésas que son tan fáciles y ella ensaya entre bostezo y bostezo porque se duerme arriba del piano…” (p. 138),

y también a “abuela Clara (que) estaba balanceándose en su sillón de hamaca…” —y se desvía la atención, justo cuando vendrá la noticia que todos estamos esperando, hacia el recuerdo de otro foto, en la que la abuela era una niña —foto tomada por su bisabuelo “con una vieja máquina de fuelle”— donde la abuela estaba sentada sobre la sillita de la hamaca, y tiene una cara muy cómica, “que yo no sé si es de reírse o de llorar, de alegría o de miedo”.

Van todos al comedor, entonces, “que es el lugar reservado para las reuniones de la familia”, y en la mano el tío Alberto trae el telegrama que habla de Federico. Es allí, cuando dice que “uno de la inspección del ejército”, con el “que habían sido compañeros en el colegio inglés”, le escribe y lee, aunque no textualmente: “se decía que Federico había sido visto en tal y cual pueblo, acompañado por un reducido número de hombres que lucían uniforme verde, que no se trataba más que de un grupo de seis o siete hombres muy cansados que habían atravesado la montañas y que estaban llenos de piojos, de hambre, de frío, y que la gente de los poblados no les hacía caso”, y que, obviamente, “serían juzgados por un tribunal militar cuando los detuvieran”, aunque se hubieran internado en una sierra. Además,
“nos podía asegurar que ya había salido para el lugar un contingente armado, de los que habían estado practicando en el extranjero para cazar hombres rebelados como Federico, y que habían recibido una muy buena instrucción” (p. 140),
y uno piensa en los 200 Rangers entrenados por la CIA y el ejército norteamericano que capturaron al Ché, por ejemplo.

Las reacciones no se harán esperar, la más obvia de ellas que dice que “no saldrá vivo de allí”, sentencia proferida por abuela Clara y los años encima que hacen pesar la experiencia; “se lo merece por aventurero”, dice Emilia; “siempre fue un inadaptado”, reprocha tía Ernestina —que tampoco pudo sacar hijos de su vientre (y sirva como anotación sobre la convención social que ve lo necesario que debe ser la fertilidad en la mujer, como si esa fuera su única condición, como paridora, y que si no lo es disminuye su posición y por tanto entra en una categoría de mujer de segundo o tercer orden)—,
“Tiene una panza enorme, como un gran lío de ropa, una panza que comienza en el estómago y termina cerca de las piernas, pero que no le sirve para nada, porque nunca ha podido exprimir de ella un hijo, un carozo, una simiente; una gran panza vacía, llena de agua, llena de agua. Panza, panza, panza. Solamente panza” (140),
y la repetición de panza panza panza tiene la estructura similar a la onomatopéyica, pero además cumple la función distractora en la que cae nuestro narrador, que ve cómo crece el temor a que a él le crezca la panza de improviso, y la molestia que le ocasionará, porque
“con el vientre tan crecido voy a ocupar más lugar, y es seguro entonces que los asientos no me sirvan, ni la ropa que ahora uso, y me exhiban en el circo como un mono”. (p. 141)

Lo importante, por supuesto, es que Federico se ha ido, ahora está confirmado, y no se puede más
“ni jugar en el patio, ni mirar por las ventana, ni esconderse en el altillo, todo es lo mismo, todo es igual, ni las estatuas parecen las mismas y todas las plantas se han secado. Se han secado. se han secado. secas. secas” (p. 141),
y aquí vuelve a utilizar el mismo procedimiento ya señalado.

A todo esto dice Tolomeo —y es una conclusión bastante lógica que se señala incluso hoy día— que “los libros le llenaron la cabeza de ideas raras”. Aunque, por supuesto, fue la realidad la que se le mostró, desnuda, injusta e hipócrita, y encontró en los libros y en la discusión con pares alguna respuesta que si bien no total, por lo menos le mostró un camino a recorrer.

“Hombres en transición”
Y por fin llegamos, como si la travesía atravesara una isla ineludible donde hacer pie en medio del naufragio, al diario de Federico, ese que deben estar buscando los de investigaciones. Aquí, en la novela, se anuncian algunas páginas. Por ahora, eso. Y antes de intentar transmitir el intenso erotismo del primer párrafo, que habla de Alejandra y su ímpetu amoroso (“El amor con ella se parecía a la tierra, a cavar un pozo, hasta hallar el agua”), semi escondida en la frondosidad del extenso párrafo, una teoría que se esboza y que, estoy seguro, nos explica y nos determina la forma, el método, de esta misma escritura:
“Formaba parte de su teoría circular del universo, donde el tiempo nunca acababa, recomenzaba, donde existían principios ni finales, sino vueltas y regresos, procesiones hiperbólicas, todo giraba, empezando y terminando al mismo tiempo” (p. 143),

porque soy de la misma idea, de que, hablando del universo en continua expansión, no existe un principio ni un final, como nos han hecho creer, sino que todo está en permanente movimiento y cambio constante (es cierto que una de las teorías que tiene credibilidad y respaldo científico es la del big bang, señalado como origen —hace 13.800 millones de años—, pero incluso así se plantean dudas. Lo cierto es que no hay ninguna razón para pensar que todo debe tener un comienzo y un final, porque el universo no está sujeto a las coordenadas o leyes humanas, antes bien, los seres humanos somos una de las consecuencias de ciertas condicionantes que hicieron la vida en este planeta).

Pues bien, empezando por la descripción inicial:
“Alejandra era morena y de piel de hoja verde oscura, intensa; hacía pensar en plantas y en humedad…” (p. 143)

Luego, dice Federico en esa página del diario,
“Difícilmente se cansaba de hacer el amor y siempre parecía esperar más, como si solamente el agotamiento pudiera finalizar aquella profesión de caricias y de paseos por los ángulos y rincones del cuarto, en los cuales ella iba a nado de sábanas sombrías, cabalgaba sobre cuerpos desnudos que la aprisionaban gozosamente”. (p. 143)

Su actividad de amar era incesante, salvo requerimientos cotidianos, que interrumpían el acariciar y aproximarse, poseer y poseerse.

Algunas diferencias hay, ya que “Aurelia era diferente”, y es aquí cuando vemos esa parte que se nos había escamoteado, la parte política, la complicidad política que explica, de otro modo, ese haberse ido a las guerrillas:
“Le gustaba quemar los papeles en el patio, aquellas libretas llenas de direcciones que era imprescindible ocultar de los parientes y del registro, o quemaba documentos, los papeles apresurados en que habíamos anotados citas, colaboraciones, nombres falsos y consignas, las servilletas de los bares en que rápidamente habíamos dibujado un croquis, un camino, la señal de un encuentro, y en el patio encendía aquellos fósforos de madera y cabezas escarlatas con delectación, mirándolos arder, elevándolos encima de la cabeza como fuegos artificiales, como luces de celebración y de festejo, decía que era piromántica, el fuego lamía los bordes de las libretas, echaba a volar al viento las cenizas que se desmadejaban dispersándose por el aire donde mínimas, inestables, inconsistentes, azules, el aire las borraba”. (p. 143-144)

Si durante el capítulo de las estatuas era la tierra donde estaban afincadas, o el capítulo del llanto era el agua, la lluvia, y las tías convertidas en gallináceas y otras aves de mal agüero, o de mal aliento, y era el aire por donde vuelan con aleteos breves, aquí —lo siento venir por el párrafo que antecede— está el fuego, todo el fuego: “Aurelia y las fogatas las hubiera llamado yo, de tener tiempo” —dice, pero evidentemente ya no lo tenían, o el que tenían era complicado para ser joven en ese momento—. Y como el discurso se complace en lo exagerado —en la desmesura—, todo cuadra:
“y le hubiera hecho una gran fábrica de papeles inservibles, un gran campo de restos retorcidos, de desechos, le hubiera construido un gran baldío de papeles para que en la madrugada, cuando amanecía, vestida de doncella, entre el amanecer y el frío, con sus largos brazos desvestidos, riéndose y apoyándose en los pies de mis poemas favoritos, hubiera encendido el campo, les hubiera prendido fuego, hubiera hecho con ellos una gran montaña ardiente, desde la cual, sacerdotisa en las ciudades, me hubiera convocado”. (p. 144)

Aurelia, en definitiva, era tierna y a veces sombría, con ella todo era suave y severo al mismo tiempo. El contraste —el juego de contrastes, permanente— es casi obligatorio:
“Con Alejandra, era la audacia y los golpes violentos, la aventura inesperada; con Aurelia me quedaban las noches de paz, el tránsito dulce y acariciado hasta el alba, la voz que se remansa suspirando nuevas canciones y la tarea medida, justa, necesaria, que debemos realizar con precisión”. (p. 145)

Esa dicotomía —las personalidades bien diferentes de las dos mujeres— es expresada por su agitación ante océanos de agua diferentes, de corrientes contrarias, una con corrientes húmedas de agua, que no se detienen nunca, y la otra sujeta a su corriente retornante, mansa, de lumbres. Pero de Aurelia tiene la seguridad que
“cuando todo terminara, sería la única sobreviviente”. (p. 146)

El poema que sigue a continuación, “A ella”, no resuelve esa dicotomía —en realidad no tiene por qué elegir, siendo diferentes, y de algún modo son complementarias y no contradictorias—, sino que se funden en una sola mujer ambas sensibilidades, aunque íntimamente sabe que
“…ella me mira/ yo la miro/ en la secreta complicidad de lo que existe”. (p. 147)

El capítulo XV es desconcertante a primera vista (hube de hacer una pequeña trampa y ver cómo empezaba el siguiente capítulo), porque es, lisa y llanamente, un capítulo de transición (incluso se reafirma, aunque desde otro ángulo, en la cita primera de Roberto Fernández Retamar: “Usted tenía razón, Tallet: somos hombres de transición”). Se refiere al escritor cubano José Zacarías Tallet, poeta y periodista.

Con el devenir del tiempo —y el trabajo de los que se toman a pecho el re-escribir la historia, a tal punto de volverla irreconocible— se ha caricaturizado, para considerarla como falsa, la idea del hombre nuevo. Quizá porque fue expresada por el Ché Guevara (el concepto expresa a “un completo revolucionario que debe trabajar todas las horas de su vida; debe sentir la revolución por la cual esas horas de trabajo no serán ningún sacrificio, ya que está implementando todo su tiempo en una lucha por el bienestar social”, o “el hombre sobre el cual ya no pesen formas de dominio alguno”, y “que no se considere ya más instrumento de otros hombres” —dos definiciones distintas sobre el hombre nuevo, una en webs.ucm.es, y la otra ru.ffyl.unam.mx de la UNAM—, que se complementa con otra frase atribuida al Ché: “Hay que endurecerse sin perder la ternura jamás”), y toda la carga ideológica que conlleva. Pero mientras esto no llega, mientras el socialismo no haya resuelto los problemas materiales de la revolución, lo que hay es un hombre en transición.

Sin embargo el punto del hombre nuevo, es uno de los puntos clave de toda filosofía, bajo distintos nombres: es posible que sociedades enteras, países, naciones, regiones o toda la humanidad, ¿puedan aspirar a crear el hombre nuevo, el super-hombre nietzschiano y similares conceptos? Pero, ¿qué o cómo han de ser los hombres y las mujeres nuevos? Convengamos que, para empezar, sin creación no se produce “lo nuevo”, y que, en segundo lugar, debemos crear desde “lo viejo”. Es crear entonces el hombre social, cuyo interés personal coincida con el interés general e interaccionen en ambas direcciones, hasta llegar a un grado en que el trabajo deja de ser un esfuerzo para transformarse en algo que se hace con satisfacción, por una necesidad interior.

La referencia al Ché Guevara no es gratuita, corresponde porque la propia autora pone una cita de su diario guerrillero (“Diario” 24 de agosto) donde dice: “yo bastante bien, pero con hambre atroz”.

Poiesis
“Pablo poetiza y eso no está bien”, comienza el capítulo XVI. Habla Alina, es junio 1966. Hablará sobre Federico, claro —renombrado Pablo, “como se llamaba uno de los nuestros, que cayó en la ciudad”— y de las dificultades que suponen será para él acostumbrarse a las guerrillas.

“Comprenderá que es un trabajo duro, que no podemos distraernos, que la disciplina es nuestro principal recurso, y si no es lo suficientemente fuerte, si no es lo bastante apto, sucumbirá a la presión cotidiana”. (p. 150)

Allí hay otros tres personajes, Rafael, Manuel y Alina. Manuel, por ejemplo, recela de Pablo, antes Federico, porque escribe en un cuaderno y saca fotografías, pero Rafael le pide que tenga paciencia ya que “él solo está haciendo su camino”, acostumbrándose a su modo. Es cierto que a veces “discute demasiado, quiere estar siempre convencido”, para actuar a conciencia. Rafael ve en las condiciones de Federico, ahora Pablo, una oportunidad para utilizarlas a su debido momento.

“El comprenderá, entonces cuál es la función de su cámara”. (p. 152)

Hay en esta parte, una reflexión ajena, es decir de alguien que ve las cosas desde afuera, y que no entiende su utilidad —porque en las guerrillas lo que importa es lo que puede ser útil a la misma—: “No entiendo bien a los escritores, y prefiero tenerlos lejos. ¿Cuántos podrían apreciar, captar el sentido de ese arte? (p. 152),

lo que, con cierta ironía, alguien le podría espetar a la propia autora (alguien que dudara de la utilidad de la escritura, si es que ha de tener una), y responde Pablo:
“Para eso mismo estamos haciendo la revolución. Para que todos tengan los medios para entender y para apreciar”. (p. 152)

Rafael, quien parece ser el líder, está de acuerdo, de una u otra forma, y opina que
“En el camino, las diferencias (entre él y los demás que conforman la columna guerrillera) se abreviaría y hombro con hombro lo importante serán las coincidencias, no las discrepancias”. (p. 152)

La continuación de la novela nos depara dos finales y un último agregado, lo que le agrega otro elemento de ruptura a lo tradicional. De todas formas, siendo objetivo, siempre la obra tiene UN final, justamente lo último que se escribe (y que se lee) de la novela. Es ineludible, nuevamente, escuchar el eco cortazariano a lo Rayuela.

En este primer final, los primos juegan a soldados y guerrilleros (variante actualizada de policías y ladrones) con armas de juguete y un plano sobre el suelo (y vuelve aquella expresión, aquí es “como si fuera una flor despetalada” —me quiere, no me quiere, me quiere…—.

Habrá una lógica —infantil, sí, pero lógica—:
“Hay que jugar de verdad: nosotros nos quedamos con casi todo, los fusiles, las ametralladoras, los aviones y el cañón. Ustedes con las granadas y los palos. Así el juego es de veras. A ver quién gana”. (p. 154),
David contra Goliat, y enseguida se contesta:
“¿Quién va a ganar así”. (p. 154)
Y sin embargo David…

Y mientras nuestro personaje se encarama a lo alto del peral, dispuesto a bajar de un hondazo —los bolsillos llenos de piedras— a Gastón, apenas asome la cabeza castaña de su escondrijo, y ve a todos los que están, y nos lo cuenta, el discurso se entona con ardor guerrero, y el leit motiv pasa a ser: “le parto la cabeza de un tiro” (con el fusil del abuelo), y sobre todo apuntar a la cabeza de Alfredo, que es un año menor que Federico. La razón es que le vio “mirándole las piernas a Alejandra”, y sabemos que nuestro narrador la admira y la defiende —como defiende la memoria de Federico aunque el resto de la familia parezca despreciarlo, augurándole la peor de las suertes—. Y con ese motivo, porque Norberto “ha empezado a quererlo un poco” a Federico, ahora que se ha ido, la historia se afinca en África —como medida distractora de la historia pero llena de memoria histórica— y nos recuerda su triste y largamente hedionda historia de esclavitud y muerte:
“¿Qué hacen nuestros compatriotas en el África? “Compran y venden cosas” “¿Qué compran y venden nuestros compatriotas en el África?” “Negros y negras, pues”. “¿Y para qué sirven los negros y las negras?” “Sirven para alcanzarte las cosas, los zapatos, las medias, la ropa, la comida, el agua, las cosas que están lejos o tú no tienes ganas de hacer, y además, para hacerles porquerías sin que nadie proteste” “¿Es lindo hacer las porquerías con los negros y las negras?” “Es más lindo porque cambia el color de todo, el color del cuerpo, de la piel, de las cosas que tocas y miras: el olor también es diferente, y además, nadie protesta” “¿Y cuándo se acaben los negros y las negras para comprar, ¿quiénes van a alcanzarnos las cosas y dejarse hacer las porquerías sin protestar?” “Ya aparecerán otros. Siempre hay. Cuando se acaben unos, empiezan otros”. (p. 156)

Y desde el peral, imagina todas las posibilidades de apuntar a uno u otro miembro de la familia para descubrir —y hacernos descubrir, es decir mostrarnos— todas las miserias de tías y tíos, abuela y otros.

Lo que sobrevuela es la íntima sensación de que ya nunca más verán a Federico, a lo sumo un ataúd o, mejor, para que no queden rastros de torturas, un rostro desdibujado, un cuerpo hecho pedazos, las cenizas que alguno de la familia se apurará en deshacer (o el registro de una desaparición más de la que apenas quede memoria). Aunque también cabe la posibilidad que tía Emilia, “que es la más sentimental, lo guardará en un frasquito, y en secreto lo llorará… “, porque al final de cuentas “un hijo es un hijo”, y mirará ese frasquito todos los días y lo recordará de cuando era chico (por cuanto, como ya hemos dicho, al acercarnos al final más sabremos del principio),
“cuando andaba en bicicleta, cuando tenía cinco años, cuando aprendió a cazar, cuando montó a caballo, cuando recibió la comunión, cuando le regaló una planta, cuando se dedicó a la botánica, cuando escribió una poesía…” (p. 158)

La afición de Federico por las plantas nos hace repasar algunos nombres que el narrador —Oliverio, quién más— recuerda en las clasificaciones a las que nos tiene acostumbrados: níspero cadápano aguacate aliso homero palto baobab enebro ciclamor rosadelfa abey, urundey…”.

El final del primer final es una sucesión de pequeñas, pero simbólicas, destrucciones que terminan por provocar la decadencia total de la familia (y, metidos a símbolo, a toda una generación, la de los mayores de quienes fueron jóvenes en los 60´s y estos, propiamente).

Es evidente que, como dice en el segundo final (Capítulo XVIII): “Algo amenaza el orden de esta casa, de este país, de esta nación, de esta familia”, lo dice expresamente, para que no quepa ninguna duda. Y además, “la posibilidad de salvación parece remota”. Lo primero, ese orden roto, incompleto, astillado, que es lo que el término “subversión” quiere ejemplificar, con toda la connotación negativa, criminal, política y militar del término. Es subversión porque —se me permita la repetición, por esta vez— subvierte (altera transforma perturba aturde) el orden establecido. No solo lo cuestiona, sino intenta por medios que están fuera del statuo quo, por medios llamados ilegales, subvertir revolver trastocar conmocionar y hasta revolucionar todo en una destrucción que puede ser total y de la que luego campo estéril no pueda volverse más.

Y en segundo lugar han pasado decenas de años de aquellos hechos —que entre otros generaron esta novela—, como seis decenas, ¿otras dos generaciones?, y más que hechos que por otra parte han sido y siguen siendo controvertidos, manipulados y nada unánimes, todos los elementos de la novela configuran una época determinada, una época histórica dentro del curso de la Guerra Fría —que era la lógica imperante, incluso hasta por la necesidad de crear una Tercera vía—; fue la época de las guerrillas, el foquismo y la vanguardia. Ese quiebre sesentero —por llamarlo de algún modo— aún no ha podido ser visto con el distanciamiento necesario puesto que no ha sido superado aún el trauma generado a la sociedad toda y no lo será hasta que se restablezca la justicia para aquellos que fueron ajusticiados impunemente y quienes que, con el concurso de abogados —que debiéramos calificar de “diabólicos”— ponen trabas artimañas chicanas tretas y ardides, una y otra vez, para que no puedan ser juzgados quienes en nombre de una patria y una libertad supuesta subvirtieron —ellos también, en sentido inverso— todas las garantías individuales de la convivencia democrática. Y no lo será hasta que se sepa la verdad, puesto que recién entonces podremos pensar el futuro.

Evidentemente, al principio parecieron desencantados —los tíos— y si los otros no encuentran la solución, dice piensa Oscar —“vamos a ser cercados y atrapados y nos enterrarán entre nuestras propias ruinas, las ruinas de nuestra casa y de nuestras propiedades”. Y aclara:
“Nuestra situación ha variado radicalmente desde un momento que yo no puedo precisar en el tiempo, a partir del cual hemos sido paulatinamente sitiados por los extraños, por los ajenos, por los intrusos, seguramente debido a nuestra propia debilidad, a ciertos desajustes que permitimos por sentimentalismo o dejadez”. (p. 167)

Luego nos confiesa el grado de control que se ejercía:
“Como consiguió evadirse Federico pese a nuestra vigilancia, gracias a la debilidad de alguno, vaya a saber de quién, pero lo hizo, se escapó, se fue, nos traicionó, traicionó a nuestra casa, a nuestra familia, a sus parientes y a su lar”. (p. 167)

Y la constatación, certera y eterna:
“A partir de ese momento, todo ha comenzado a funcionar mal…”. (p. 167)

En realidad, se sincera,
“preferimos pensar que lo de Federico era un capricho, una particularidad, una rareza, un hecho casual e intrascendente, que jamás minaría nuestro poder” (p. 167), en tanto afuera, en el exterior, en el mundo, todo cambia vertiginosamente, a una velocidad inalcanzable, y ya es difícil prever qué acontecerá” (p. 169)

Sin embargo,
“la abuela Clara continúa meciéndose en su sillón, hilvanando y deshilvanando lana, construyendo redondas bolas de hilo que deja deslizar sobre la alfombra azul, pensando que nada cambia, que nada cambiará…” (p. 168),
porque por ello se ejemplifica el pensamiento conservador como corresponderá, presumiblemente, a una abuela. Y a propósito se rememorará —como si volviera al principio— la vez que todos pensaron que se acababa el mundo y se refugiaron en las iglesias, y como siempre el recuerdo, entrelazado, va describiendo uno a uno los momentos álgidos de tal situación excepcional, la aglomeración continua, la fuente bautismal “rápidamente consumida por bocas sedientas, ansiosas de ingerir ingresar castamente al seno de Dios y de la Naturaleza”, y después hubo que traer baldes de agua y los bendijeron a granel, del mismo modo que se decidió que todos se confesaran al mismo tiempo, en voz alta, y que ellos “impartirían una absolución general”, y dice la abuela, que estos recuerdos son de ella (y la forma de elaborarlo son de Peri Rossi, ¡faltaba más!):
“el ruido de los pecados era como una tromba, un torbellino en alta mar, cada cual gritaba sus culas con la voz más fuerte que tenía y el remolino de pecados giraba y ascendía como una veleta impulsada por el mistral o por el siroco, los pecadores bramaban sus pecados, a barlovento, una espiral pecaminosa, las ráfagas de confesiones silbaban a oriente y a occidente del gran barco…”. (p. 168)

Y claro, después de esa absolución total, libres (de pecar) otra vez, “cada cual corrió a llevarse lo suyo”, es decir “cada cual quería morir en posesión de un fragmento de santidad”. Es obvio que los términos subsiguientes, que transcribimos aquí, anotan elementos del conservadurismo y son objetos considerados como reliquias por los circunstantes: “un trozo de columna, una madera de la puerta; arrancaron los paneles, las molduras, los gruesos cordones dorados, las aldabas redondas (con su pátina medieval, esa pátina que refuerza lo conservador), trozos marmóreos del reclinatorio, pedazos de columnas descuajadas, la campana…”.

Pero la abuela Clara no permitirá a ninguno de la familia salir de la casa, “trancó todas las puertas, cerró las ventanas y se dispuso a esperar el fin del mundo haciendo labores, como siempre”, y cada uno ocupó el lugar que le correspondía: tío Andrés en el laboratorio, Alberto lustraba las armas de su colección, mamá abrillantando la cristalería, “sin preocuparse de nada”, Julián con la filmadora lista, Oliverio tocó el piano con sordina porque la abuela Clara “no quería perderse los ruidos del final del mundo”. Es el Juicio Final, sólo postergado pero no por ello menos real.

Algún juego postrero se nos presenta —un juego de palabras que nos remonta al inicio, al principio, vaginal, de las cosas—, “circunda, circunrodea, circunvagina, circunvirgina” (la circunvalación y de allí la circunovulación, por ejemplo); o bien se nos da algún dato colgado, de último momento, como la dosis diaria de LSD para Alejandra, “sumida en un delirio afrodisíaco”, y que explica su tendencia a desnudarse y a transformarse en Dánae, que es su nombre otro (Dánae, hija del rey de Argos, Acrisio, fue encerrada en una celda de bronce para que no pudiera darle un hijo que cumpliera la profecía. Aquí, con esta definición final, Peri Rossi parece querer decirnos que este personaje, al identificarse con aquel, siente estar encerrada en una especie de jaula de oro, donde no le falta nada, menos, por supuesto, la libertad. Esa libertad, apenas la obtiene con el LSD. Pero fuera de eso, la nada. O mejor: la opresión).

Finalmente, Federico desgrana recuerdos viejos mientras, con un grupo de compañeros, entra a la ciudad en una noche de verano y luna blanca. Y marchan por la calle, inseguros de haber entrado en la ciudad “con esta felicidad”, la que se da en este particular abismo de paz “en tiempos de guerra”.
Hemos llegado.

Print Friendly, PDF & Email


Tweet



Comentar

Requerido.

Requerido.




 


Critica.cl / subir ▴