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REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
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La literatura como remedio ante la derrota (primera parte)

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 20/04/2022

“La oscuridad será luz, y la quietud, danza”
José Donoso
 El jardín de al lado
de José Donoso, Editorial Seix Barral, 1981. Barcelona, España, 264 páginas

 

En El jardín de al lado, Donoso traza una primera línea divisoria en su propia aceptación como escritor frustrado, hijo de la derrota política que significó el ascenso de Pinochet y la caída de Allende, y una segunda sobre el papel del escritor —o más bien de un escritor: él mismo— en los temas relativos a la política, es decir a la acción de protesta o de denuncia, si esta debería ser un requisito también a la hora de escribir o participar en contra de la dictadura pinochetista.

 Sin embargo, consideraciones previas a la novela en sí, me llevan al diseño de portada, sobre una obra de René Magritte. La variante, basada en Los amantes, que en la obra del pintor se dan un beso, se unen en el beso, aquí están juntos aunque representan, en síntesis, uno de los dramas modernos de la represión social y política: la desaparición de personas, el ocultamiento de la verdad y la cobardía de quienes se suponían —a sí mismos y ante los demás— los valientes salvadores de la patria.

En torno al título mismo, si bien precisa lo contiguo, y por ello de alguna manera niega lo que se posee —es decir, apenas el recuerdo de otro jardín, el de la infancia, que está relacionado a la familia de aquel entonces, a su madre y a su padre diputado que quedó cesante tras el golpe de Estado y que, como diputado, “jamás hizo otra cosa que dormir la siesta en los sillones del Congreso”—; en realidad, en el transcurso de la obra, superpondrá ambos jardines, hasta ser uno solo: el de la libertad y, sobre todo, la felicidad, ya para nunca más recobrada. Lo diverso del jardín de al lado, invita a asomarse al muro, y ver, como un voyeur eterno.

Un amigo rico, pintor, les deja su casa de Madrid. El plan es vivir, estar, sonreír, sin embargo, está —o estuvo, por séptima vez— un verano en el que quedaron “atrapados en el infierno de Sitges”, más allá de los argentinos o chilenos más o menos amigos y por extensión todos los exiliados que andan por la vuelta, y a los que Sitges les parece el Paraíso mismo.

Pero el verano tiene esa cosa de los cuerpos corrompidos, “embutidos dentro de su piel enrojecida brillosa de crema Nivea cuya pestilencia corrompía el aire”. Y la palabra corrupción, pestilente, además, nos hará fruncir la nariz.

En medio de todo eso, del calor y la pequeña invasión de turistas ansiosos del rostizado veraniego, el escritor duda. ¡Cómo no dudar cuando el calor abomba y nos deja drogados, de sol! Trabajar, trabajar es la disyuntiva: novela, o bien la traducción “que proporcionaba ingresos modestos pero seguros”.

No hay apuro, las cosas deben tomarse con calma. Para eso están los amigos: Cacho Moyano lo invita a un asado “a la argentina, con guitarreada…”, y ni qué decir que ante estupendo plan no hay nada que decidir. Por lo tanto vivir, ser, experimentar. Ya llegará el tiempo de la recogida, de recoger lo sembrado, lo alentado. Lo esperado.

Pero los contratiempos se suceden (en ese sentido la obra es una novela de contratiempos o de tiempos alterados): “fue la pobre Gloria (esposa del narrador) quien, por fin, tuvo que preparar el mítico asado a la argentina, porque los hermanos Zamora, hierofantes especializados en este sacrificio no aparecieron hasta muy tarde, acompañados de dos noruegas casuales y neumáticas que los  acapararon”. (p. 13) Extranjeros todos limitan las diferencias, o algo así.

“Sí, cuando hablo con Pancho (Salvatierra, el amigo rico) me siento opulento, exitoso, todo un Scott Fitzgerald vestido de blanco almidonado, libre de la tiranía de mi superego, la cerveza tibia de mi vaso de cartón convertida en mágico gin-tonic en vaso de cristal cortado, y hasta joven, y desembarazado de mi discreta panza. Y Gloria, hambrienta de halagos que yo no le proporciono con la frecuencia debida, se siente bella y deseable con sus cumplidos, que, hay que reconocer, son justificados cuando se trata de ella porque Pancho la sabe demasiado inteligente para engañarla con las guirnaldas de flores de papel pintado con que decora a sus amigas más incautas” (p. 15), es decir que acepta que el trato sea desigual, subordinado. Pancho es una especie de mecenas, un salvador, cumple esa función: dotarlo de un lugar gratis durante los tres meses del verano, que él podrá utilizar para escribir su novela.

Allí, para convencer al escriba, para que se quede tres meses en su mansión, le cuenta que debe pasar la temporada de verano en Corfú —para poder acostarse con Carlota de Teck—, y, también: la tal Carlota “que es idéntica a la Gloria, el primero de tantos amores no correspondidos de mi adolescencia, que es la pura verdad: tal vez así Carlota logre por fin un orgasmo y baje el precio de su palacio”. (p. 20)
O sea que su magnanimidad tiene un fin, después de todo, y sus dineros están a buen recaudo.

Como si estuviésemos hablando al unísono —a pesar de la diferencia de años en que las distintas obras fueron escritas—, también aquí aparece La muerte y la doncella, último movimiento en versión de Schubert, tarareada por Gloria bajo la ducha, y entonces podemos volver la vista a Peri Rossi y los vínculos ineludibles con su última novela (Todo lo que no te pude decir). Parece que todo girara en la misma rueda, compartiendo españolísimos exilios y algunas miradas coincidentes. Y, al igual que habíamos dicho en Peri Rossi, y acaso sea una de las coincidencias mayores, ambos han vuelto la mirada a La muerte y la doncella, de Schubert —tratado aquí como un trauma de colaboración con el enemigo para salvar el pellejo, a pesar de pasar a ser señalado como traidor (a la causa)—.

Hasta aquí podríamos designar la introducción de la novela, para que vayamos entrando en calor, de a poco, familiarizándonos con algunos personajes y las pequeñas circunstancias que ocurrirán en esos meses veraniegos. En última instancia no es más que una novela de verano cuyos coletazos aterrizarán en el otoño (como si fuera una manifestación vital), sólo que esta vez es para dos personajes que pasan de los cincuenta años, y eso hace la diferencia. Son chilenos, tuvieron que huir por la situación política, ella, hija de un diplomático, escribe artículos feministas (y no lo hace mal, nos dice su esposo) y él puede convertirse en el más grande escritor chileno, aunque se siente traicionado por el papel que han asumido los otros escritores del boom, del cual Donoso parecería ser o sentirse algo así como el furgón de cola.

Palabras y giros
Una característica, ya señalada en análisis sobre obras anteriores, es el uso de palabras no usuales o que se han dejado de utilizar, pero que tal refieran al tiempo real que se quiere relatar —es decir: como espejo de la realidad de ese momento histórico, en el que se utilizaron esas palabras—. Por ejemplo: Peana: base o apoyo para colocar encima una escultura u otro objeto, en especial una imagen religiosa. Gaveta: cajón corredizo de un escritorio. Breteles: tira estrecha de tela que sujeta a los hombros algunas prendas de vestir, tanto masculino como femenino. “Coronamiento de espejo isabelino”, que en estos casos son del orden de lo ornamental, recargado por cierto, junto a elementos de la época: opalina, usado en la fabricación de objetos decorativos finos, y las infaltables apolilladas libreas de los lacayos. Elementos trasnochados del rococó.

También palabras raras, arcaísmos o chilenismos: Curahuilla: es una gramínea como el maíz, se utiliza en la confección de escobas y su semilla se utiliza para alimento de aves. Rábido: violento, airado (viene del latín rabῐdus). Búcaros: recipiente más alto que ancho, para poner flores. Arriates: franja de tierra, generalmente acotada, de forma alargada y situada junto a la pared de un jardín o patio, donde se cultivan flores y plantas de adorno. Gárrulo: que canta, gorjea o chirría mucho, en el caso de un ave, o una persona que es muy habladora o se extiende demasiado al explicar las cosas. Esmerilado: pulir una cosa con un esmeril, que es un tipo de roca. Rielar: resplandecer o brillar con luz trémula una cosa. Híspido: áspero, duro, tieso. Tiñosa: que padece de tiña, que es una enfermedad infecciosa y contagiosa de la piel, causada por hongos parásitos, que se caracteriza por producir escamas y costras amarillentas que despiden un olor peculiar; afecta sobre todo al cuero cabelludo y, en ocasiones, produce la caída del cabello. Crotos: lenguaje bajo, slang. Oquedad: aunque es una palabra más común, y que pareciera hablarnos de una especie de barril o hueco, donde tus palabras pudieran ser repetidas por el eco. La doble definición, sin embargo, satisface cierta curiosidad en torno a Donoso: espacio hueco en el interior de un cuerpo sólido. Pero también la insustancialidad de lo que se dice o escribe, cuestión que está en el discurso de la novela.

Tiene expresiones, giros, como este chilenismo de utilizar la expresión “mala cueva” que denota “una connotación de fin irremisible y descarnado”, y es igual a ser desafortunado, tener mala suerte, pasar por un mal momento, sufrir contrariedad, o una racha de mala suerte.

Además de esto, suele proponer nombres de plantas menos conocidas pero sin embargo muy características de ciertas zonas, como “tuyas”, que son coníferas de la familia de los cipreses, originarias de las regiones templadas del Hemisferio Norte.

A todo eso se le agregan palabras españolas, que no son de uso generalizado en América (aunque sí quizá en algún país o en algunas regiones), como “chatos de vino tinto”, que de todas formas podemos hacernos a la idea, así como expresiones extranjeras, en otros idiomas, como: “la allure”, el encanto; o, en el dialogado, en general breve, que se manifiesta cada tanto: “Cést rigolo…”, es divertido. E incluso C´est chouette, es genial, que dice un niño Bijou —remarcando sus pocos años y por tanto su poca experiencia, aunque no se nota—, sobre un cuadro de Pancho que “sobre un campo de aluminio bruñido, muestra un paquete de papel Manila con su minucia de manchas, y atado con cuerdas” (p. 161), y yo pienso en las Filipinas y por qué ese papel.

El mismo viene del cáñamo de Manila o abacá, que es originario de las Filipinas, por cierto, y cuyas fibras son útiles para la industria textil (del cáñamo se obtienen tantos productos y subproductos, que la represión moral revestida de salud en el uso recreativo del mismo —demonizado en los Estados Unidos en las primeras décadas del siglo XX como culpable de asesinatos y todo tipo de “desórdenes”, y que benefició a los productores de algodón, apalancados por el conglomerado Hearst y su industria periodística para obtener determinados precios al papel que utilizaba— ha impedido el desarrollo del cáñamo para evitar o aliviar ciertas enfermedades o dolencias, e incluso lo relativo al uso de las flores hembras, tanto sativa como índica, que alivia las tensiones y desarrolla la imaginación hasta cierto punto. (Para la sociedad estadounidense de principios del siglo XX el cannabis era la causante de la «depravación» de negros y mexicanos. El magnate de la prensa William Randolph Hearst utilizó todos sus medios de comunicación para publicar artículos desarrollando la teoría de que los negros y mexicanos se convertían en bestias desesperadas bajo los efectos de la «marijuana». Extraído de elDiario.es)

Por lo pronto Donoso nos habla del tema pero en realidad no parece saber de qué estamos hablando, y eso es un prejuicio muy a tono con la conciencia crítica de la época, de izquierda, pues el movimiento hippie, con todo lo contestatario que fue, exigiendo paz y justicia social y humana, no pudo modificar el concepto de que esa generación eran subversivos en potencia y que la marihuana, en especial —también el lsd— los podía transformar en violentos y quedaban “fuera de la realidad” (y mucho más subversivos fueron cuando el movimiento estudiantil del Mayo francés del 68, o de otras explosiones estudiantiles de esos años de rebeldía).

El discurso de la derrota política
Lo que está debajo de la narración puntual sobre la pareja, sus vaivenes sentimentales y sus relaciones de convivencia, es el motivo del exilio: político, y el cual debe ser resuelto de igual modo. La pareja no anda del todo bien y las discusiones, que a veces son por política, o que derivan hacia ese lado, choca de frente con la total indiferencia del hijo de ambos (Pato, que va a ser fotógrafo, dice) que parece pasarla mejor fumando marihuana que enredarse en las disquisiciones que tratan de las causas por las que se dio el golpe de Estado en Chile, algo que quienes formaron parte de ese gobierno, o que estaban de acuerdo y lo apoyaban, no pueden evitar hacerlo. (Sirva como mínimo recordatorio de mis propios tiempos de exilio, las diferencias entre los exiliados argentinos, chilenos, uruguayos, brasileños; en cuanto a los chilenos siempre los vi discutiendo y echándose las culpas unos a otros; los argentinos, en tanto, era una mescolanza difícil de desentrañar; los brasileros, por cierto, con esa alegría natural que tienen, y la barrera del idioma, parecían estar sambando todo el tiempo y era raro encontrarles una mueca de dolor. Los uruguayos también tenían sus discusiones, pero eran más sobre las nuevas tareas a emprender, a saber principalmente el tema económico para sostener la clandestinidad y asistir, a la vez, a las familias de los presos políticos, y sobre todo la muy buena utilización de los contactos personales sobre el tema de los derechos humanos, pero también una tristeza al saber de los que caían presos, y la impotencia de no poder hacer mucho para aliviar el dolor.)

La interacción de los exilios, que de eso también debe hablarse, lograba más afinidad cuando estaban todos juntos, ya no importaba de qué partido era cada uno, cuál la ideología, sino que las circunstancias eran para todos iguales, exiliados en un país que, más mal que bien, no entendían del todo.

Ese exilio se transformó, después de un tiempo de aclimatación, en comilonas tradicionales y mucho vino, “terminando como siempre, en una somnolencia de porros, vino y milongas, deshilvanándose en la noche en que jamás hubo nada que decir” (p. 39). El exilio adopta otros modos, quizás para atemperar el dolor, el dolor por la pérdida del país, y la pérdida de la esperanza (algunos incluso tienen pérdidas familiares o de amigos o compañeros y compañeras, que en estos últimos casos es casi como decir ellos mismos).

Las rencillas entre los exiliados chilenos, donde unos, más duros, o más curtidos, que incluso habían llegado a combatir —y en honor de los que murieron combatiendo— criticaban de blandos a los otros, que se habían replegado (y allí estaba el MIR por un lado, y por otro lado el Partido Comunista Chileno y el Partido Socialista, el Partido Radical, el Movimiento de Acción Popular Unitario, PSD, Acción Popular Independiente, Izquierda Cristiana, MAPU-Obrero y Campesino, el Partido de la  Izquierda Radical —lo que formó la Unidad Popular, UP—. En los últimos años del pinochetismo, hubo un intento guerrillero más bien urbano, de acciones armadas puntuales, como el intento de eliminar a Pinochet, algunos secuestros o el asesinato del senador Jaime Guzmán, por ejemplo, por parte del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, fundado en 1983 e integrado a su vez por algunos comunistas chilenos y apoyado hasta 1987 por el PCCh como parte de su aparato armado en la creencia de la necesidad de adoptar todas las formas de lucha contra la dictadura militar, pero con aliados entre los MIR-EGP-PL, y el MJL).

El hecho es que todos se pasaban cuentas entre sí, cruzamientos, diferencias de opiniones que, una vez ubicados en el exilio, terminaban careciendo de sentido y eran, a su modo, imposibles de resolver. Y más teniendo en cuenta que la vuelta se acercaba, el tiempo de las dictaduras se iba terminando y había que decidir. Algunos decidieron no volver —ni siquiera en pensamiento—, otros esperarían un poco, pero los años que demoraba en caer Pinochet —sostenido por el pretendido milagro chileno, de la mano de los Chicago´s Boys y el neoliberalismo— parecían alargarse, como si los chilenos estuvieran aletargados, dormidos, anestesiados. Lo bueno del tiempo, del tiempo histórico, es que, treinta años después (que en términos históricos es apenas una guiñada), en Chile parece que la última bota que pisoteaba a la nación va a ser demolida por una asamblea constituyente y finalmente se podrán borrar todos los actos con los que Pinochet quiso perpetuarse, incluso después de muerto.

Pero es inútil, lo que pasó sigue ocurriendo dentro de nosotros, y nosotros sabemos que está allí. Como estuvo Allende, hasta el último momento. De pie. (Se podrá argüir que estos comentarios no son parte del análisis, sin embargo la novela habla de todo ello, por acción, por reflejo o por omisión; está en el sustrato, en la raíz del discurso. Si no se sabe de qué lado está la buenaventura, mal abrigo la neumonia.)

Es cuando surge Núria Monclús —versión novelesca de la agente literaria catalana Carmen Balcells— , aunque en realidad ha sido nombrada como al pasar, y adquirirá un importancia crucial, porque a ella “le pasaban información sobre los originales y hasta le soplaban lo que tenían para decir” sobre la obra, el dictamen fatal. Es una entidad, una mujer de influencia en el mundo editorial, la que decide si se habrá de publicar o habrá que venir con otra cosa o irse al garete. “Era triste sentirse humillado al reconocer la derrota en sus manos, culpable y vulnerable por el odio y el terror que la Monclús me inspiraba. Tuve que recurrir al recuerdo de las leyendas innobles que circulaban alrededor de ella —su avaricia, su frialdad, su oportunismo— para apaciguar mi furia, lo que me hizo sentirme aún más débil y más humillado por tener que hacerlo con esta mujer de tan numerosos ángulos, pero que al mundo de los débiles como yo sólo mostraba su carnívoro sadismo”. (p. 30)

Con el tiempo iremos sabiendo detalles, algunos importantes, “yo había pasado seis días en un calabozo a raíz del Once (de setiembre), donde no me torturaron ni me interrogaron siquiera”. (p. 30) Hay que tener en cuenta que “esos días eran un pasaporte al triunfo, la identificación que me iba a permitir salir de la sombra” (p. 31), donde aquí vemos una voluntad de hacerse conocer —y hacerse acreedor al éxito, vanagloria—. Pero volviendo al momento actual “¿Sería yo ahora, capaz de transformar esos seis días míos, con esta fuerza nueva descubierta en mí por el odio a esa mujer, en mi derecho al salto hacia la trascendencia y la salvación?” (p. 35)

Cacho Moyano, es el anfitrión, el asador argentino, que cumplirá, puntualmente, su papel. Y sobre los cortes argentinos hay una historia que conocemos quienes estuvimos exiliados, porque para pedir algo similar al asado de tira, se pedía corte argentino (uno no se pone a pensar en esas cosas, pero cualquier bicho puede ser cortado de las diferentes maneras que se le ocurra a uno, sean a favor de los cortes tradicionales de cada uno de los países, porque parece que hay diferentes tipos de cortes, si sabrán los susodichos).

El que narra, que por cierto podemos identificar con el autor, aunque en ningún momento lo dirá a ciencia cierta, dice: “Yo, a veces, harto de Gloria o sintiéndome insoportablemente culpable por haber castigado a Pato, o cuando una noticia política especialmente lúgubre llegaba de nuestros países esparciendo el pavor como fuego líquido entre los latinoamericanos, yo huía a la calle Dos de Mayo, y por decirlo de algún modo, me sentaba en la última fila de mis cincuenta y tantos años para contemplar —ya que raramente para compartir— la alegría de tanta carne inconsciente y, por lo menos en lo que se veía, tan sin problemas”. (p. 41)

He adelantado que esta obra tiene mucho de pictórica. Las referencias son pertinaces. Dos de Mayo es un cuadro de Goya, basado en un hecho histórico: es la fecha del primer levantamiento popular ocurrido en España contra las tropas de Napoleón en 1808. El cuadro muestra el fusilamiento de un hombre que ofrece su vida en defensa de su territorio y modo de vida antes que servir al emperador.

Cacho, que jamás leía nada, me presentaba como “el gran escritor chileno” (p. 41), pero lo cierto es que en esas reuniones se evidenciaba una falta de proyecto común. Adriazola, otro de los circunstantes, va vestido de huaso, como un pintor de protesta, parece caricatura…

Núria Monclús de a poco va tomando forma (hasta convertirse en fobia), “legendaria capomafia del grupo de célebres novelistas latinoamericanos en ese momento respetados con el mítico nombre de boom, esa literatura con alardes de experimental que ahora interesa poco a las nuevas generaciones que miran más allá del puro esteticismo”. (p. 44) Esa mujer, “sostenida por un lacito de terciopelo en la nuca, la telaraña negra con motitas que velaba apenas las agujas de luz de sus pupilas, parecía impedir que emoción alguna moviera ni un solo pelo de su blanco peinado de repostería, disciplinando todo en ella”. (p. 45) La rigidez, entera.

Así es como va a Sitges a reescribir la novela, “cuya elocuencia e inmediatez echaría su sombra monumental sobre todo el resto de la novela latinoamericana contemporánea, que había caído en lo repetitivo, estetizante y pretencioso”. (p. 46) Y va porque cree que tiene una “ventaja” al respecto con los demás escritores del boom, él lo ha vivido en carne propia. El haber sido detenido y el haber vivido en la entraña del monstruo, cuando los otros “desconocían la experiencia de primera mano como participantes en una tragedia colectiva”.

La aparición de personajes se hace presentándolos en acción, un poco a la manera de contar de Cortázar, oblicuamente, pero tal vez sea que estén en un balneario, de reminiscencias francesas, y eso nos recuerda a Julio. Pero, a decir verdad, todos pasarán por esta novela, recriminados porque este autor —Donoso, ¿quién más?— de alguna manera los culpa por no haber podido ser, él, uno de los más grandes, incluso dentro de ese periodo del llamado boom. Pero Donoso olvida que el boom fue un producto editorial, y las editoriales marcaron cierto perfil para un sector del público lector con determinadas obras y autores cuyas ventas, traducciones y regalías se hacía cada vez mayor.

Pero claro, nada es demasiado simple con Donoso. Sitges no es tan tranquilo como parece, porque “se veía constantemente asolado por las querellas y envidias de los latinoamericanos que habían llegado a avecindarse en ese escenario que era como una caricatura de la paz, para hacer un hiato en sus complicadas vidas y tener tiempo de pensar y lamerse las heridas que los hicieron huir de sus países”. (p. 48)

Habremos de decir que sobrevuela el tema del regreso, explorado en otra de sus novelas (recuerden a Mañungo Vera en La desesperanza), y a toda la fantasía que, entre los exiliados, tenía ese tema, incluso la aventura de ingresar clandestinamente al país. E incluso como una forma de la traición a la causa, ya que volver en ese momento, en que aún estaba Pinochet, podía ser una especie de traición (a menos que uno ingresara por artes ilegales e hiciera las acciones políticas encomendadas de antemano), del mismo modo como también eran traidores, declaró (el narrador, personaje que hace de Yo, y que reiteramos que podemos asimilarlo al autor de la obra, aunque eso es discrecional y, en definitiva, poco importa), “todos los intelectuales que permanecieron en el país después del golpe porque su presencia allí refrendaba el régimen” (p. 50-51), aunque no tome en cuenta a quienes no pudieron escaparse o quienes consideraron que era mejor quedarse, a pesar de todo. Los zapatos, en definitiva, aprietan a cada uno en un lugar determinado, único. Dolorosos sabañones. O como diría un amigo, a medio camino entre la prevención y la risa: “por eso siempre utilizo zapatos uno o dos números más grandes que el tamaño de mis pies”.

El exilio, y el chileno fue el más largo de todos en Latinoamérica —exceptuando el Paraguay stroessnerista—, duró diecisiete años, y los exiliados, o muchos de ellos, terminan aceptando el país donde están, es decir renegando, o dejando de lado, de alguna manera, al país de sus padres que, como generación, no habían sabido preservar. Un muchacho, exiliado a su pesar (es decir como hijo de exiliado), puede decir: “tengo dieciséis años, uno menos que Patrick. He crecido y he ido al colegio en Francia, con compañeros franceses, viviendo como viven los franceses de mi edad. Hay chicos chilenos que no son como yo y se interesan por las cosas de allá. Supongo que será porque sienten más sinceridad en las posiciones de sus padres. Pero yo no. En todo caso, Chile está pasado de moda” (p. 53), y habrá un intento de conservar algo tan inasible como las raíces nacionales, lo que nos identifica como de tal o cual país. Mientras unos vivían del recuerdo —y de la culpa o de la mea culpa— los hijos de los exiliados vivían al día, y creían mucho más en lo que estaban viviendo que en ese sueño justo y redivivo que ya no les decía nada.

Si Donoso no fuese él, nadie como él pudiera imaginar —y realizarlo con palabras— el cuadro de una fiesta que termina mal (¿o no hay fiestas que terminan mal?), mostrándonos, de paso, cómo actúan los personajes, desnudándose incluso en sus facetas más negativas. Claro, ese Chile ya no existe, ya pasó, ya no está de moda (como al principio), y todo eso desencadenó un alud de acontecimientos que arruinan el encuentro y les muestra, además, una cara del terror, del miedo y sus propias deshumanizaciones en pos de conservar la vida. Ya se sabe, todo aquel que no piense en la patria, en la patria excluida, es un traidor, y como traidor —él lo sabe y en realidad lo sabemos todos— puede recibir cualquier castigo, incluso la muerte.

“Uno sueña con el regreso a su país, abstracción materializada más que por lo fortuito del lugar de nacimiento, porque el sueño del regreso se refiere a cierta ventana que da a cierto jardín, a un tapiz de verdes entretejidos de historias privadas que iluminan relaciones de seres y lugares” (p. 66), pero todo eso ha quedado atrás, es el jardín cincuenta años atrás.

Antes que me olvide —que nos olvidemos— a Donoso le gusta observar, le gusta observar todo, la naturaleza, el decorado, y las personas, y, sobre todo, a las personas interactuando con la naturaleza. Porque estando en esa situación, las personas actúan de forma más instintiva, más que la mente es el cuerpo quien guía los pasos, el olor de ciertas flores que le llevan de la nariz, el color de los verdes aguando la memoria. Digamos que entonces están al natural, conflictuados y en conflicto permanente consigo mismo y con los demás. “Desde el otro dormitorio, el jardín aparece denso como un bosque. Desde las ventanas de la cocina contemplamos arriates de flores mezcladas, evidentemente para cortar y poner en búcaros. En el salón, dos ventanas simétricas, desnudas, que descubren sólo cuadrados de verdura como si fueran tapices, y entre ellas, de exactamente las mismas dimensiones, un cuadro que reproduce los cortinajes blancos de toda la casa…” (p. 67). La casa es grande, como le gustan a Donoso, sabemos de la preponderancia de casas señoriales, aristocráticas, rodeadas de vegetación, en algunas de sus obras (Casa de campo, El obsceno pájaro de la noche, Coronación), siguiendo la línea de los escritores ingleses del siglo XIX. Hay, en ese sentido, una reminiscencia de Guimarães Rosa o de Carpentier en el uso de la naturaleza para describir emociones humanas —y sobre todo el barroquismo, a veces recargado— junto a una denominación “culta”, como en el párrafo señalado, palabras como “arriates” o “búcaros”, palabras que suenan antiguas o que nos trasladan a otra época.

Usando un modo que, aunque escaso, aún pervive, trata a la mujer de usted, e incluso habla de él como en tercera persona, de modo que sus juicios puedan adquirir cierta distancia y no sean —o no quieran ser— tan subjetivos.

Quizá sea reiterativo, pero hay una idea del fracaso, del fracaso literario —y para quien la literatura es todo, eso significa la vida entera—, evocado en la figura de Núria Monclús, que se interpone en su libertad creativa. Ella la quiere dirigir hacia el puerto comercial, munida de críticos amigos y elogios —o diatribas— al por mayor. Lo mismo sucede con su patria, a la que no puede ir, pero su sentimiento es ambivalente, ya que por un lado siente una necesidad, una necesidad política, de ir y pelear contra la dictadura de algún modo, aún a sabiendas que lo mucho que pueda hacer es bien poco, y por otro lado el miedo se le ha metido entre ceja y ceja, y ni siquiera que su madre esté por morir le hará regresar. Por eso, también, el fracaso.

Sabido es que Donoso no oculta nada, ni el intento parricida en el que el padre encuentra los motivos del odio de su hijo hacia él: “Hay que decir la verdad, Julio, fui un representante harto deslucido, asistiendo poco a los debates y comisiones, bostezando en los bancos mientras los oradores daban sus razones que no era necesario dar, porque nadie ignoraba que muchas veces era cuestión de embarcar a los peones de los fundos de la parentela para llevarlos a votar por el candidato del patrón…, y después me reunía con otros representantes igualmente indolentes que yo, alrededor de la mesa de brisca”. (p. 72) Porque ¿de qué sirve ser diputado de esa forma?, ¡y además sólo por los pesos, las rupias, los patacones, y las palmaditas en la espalda de los adulones de siempre!

Pero lo cierto es que nuestro personaje, Julio, tiene terror de volver a Chile, pero un terror muy especial: “terror que se prolongue la agonía de mi madre…”, lo cual haría que él quedara en un limbo no demasiado claro hacia donde se inclinaría la balanza. Dice (y se me perdone lo extenso del párrafo, pero en él están todos los temores presentes):

“Temo no ser capaz de despedirme de ella, de vender la casa, de rematar los muebles. Temo que día a día se anuncie su muerte para el día siguiente, y yo espere, y día a día vaya quedando atrapado en Chile, lejos de mi pareja, en un matrimonio que a veces me parece tan mediocre como todos los matrimonios, pero al que no puedo negarle fuerza, lejos de mi hijo que fue en mí un tirano porque no soy el padre que él quiere que sea, lejos del “muro blanco y el ciprés erguido” de Europa —el ciprés del duque es una edición de lujo—, lejos de la esperanza irracional que da la cercanía de las editoriales barcelonesas que inventaron a los novelistas latinoamericanos, o éstos las inventaron a ellas, o Núria Monclús lo inventó todo, englutido allá por lo inmediato, por la falta de visión por encima de los acontecimientos locales, de los gustos locales, de las exigencias locales, devorado por la ahogante familiaridad de todo porque llevo mis señas de identidad escritas sobre mi persona entera, y allá no aceptan que persona sea sinónimo de máscara, una de mis tantas máscaras que aquí puedo cambiar libremente y que allá no podré cambiar a mi gusto por ser clasificable en seguida por mi atuendo, por mi léxico, por mi acento, por mis maneras y preferencias, no, allá no podré elegir ser quien soy, ni qué, como aquí en Europa, pues, mamá, donde tengo que pagar la cuenta por el lujo de ser libre con la moneda de no pertenecer a nada, con la soledad aterrorizante y estupenda de que a nadie le interese clasificarme, extraño en todas partes, en asados a la argentina, en pasteles de choclo a la chilena, en anticuchos a la peruana, en paellas a la valenciana, aunque invitado a todas…, por eso, y porque me da miedo su fin, mamá, por eso no voy a cerrarle los ojos”. (p. 74)

Esto es, realmente, el leit motiv de lo inconcluso, de lo que no se puede realizar, salvo que pudiera romper con todo y aceptara las heridas…

El fracaso, la sombra del fracaso, entonces, los deja malheridos tanto a su mujer, Gloria, como a él mismo, dependientes de estimulantes y somníferos, usados alternativamente, como pequeñas muertes somatizadas, “explicándole —a Carlos, que se interesa por su interlocutor y a su vez hace confidencias— que Gloria y yo, aterrados con el insomnio que proyecta las sombras agigantadas de nuestros fracasos sobre un paisaje de fantasmas, en vez de adormecernos en forma natural en la noche, o de aceptar la vigilia,  nos suicidamos simbólicamente todas las noches tomando un Rohipnol antes de apagar la luz” (p. 76); y también, “Gloria, angulosa y deprimida pasada la menopausia, despierta cada dos horas a pesar del medicamento: cada vez se levanta para tomar un largo trago de vino blanco fresco en el verano, o de áspero vino rojo en invierno. Yo, en cambio, bebo durante el día para estimularme y no temer a mi máquina, o para matar mi lucidez insoportable, a veces mi odio, siempre mi incertidumbre, y como todo esto sólo consigue agravar mi desasosiego tomo Valium hasta quedar idiotizado frente a la televisión”. (p. 76)

“Al hablar con él bajo el quitasol verde pensé que Carlos no estaría ahora frente a mí bebiendo su whisky si una noche un paciente agradecido, pero que mantenía estrechos compromisos con la reacción argentina, no le hubiera avisado que al día siguiente lo irían a buscar. Esa misma noche Carlos cruzó la frontera con su mujer y sus hijos. Por eso reconoce en la nostalgia un quehacer estéril, y se encuentra, en cambio, abierto a lo actual y al porvenir” (p. 76),

este desarraigo repentino, y violento, es el tema de fondo, lo que acompaña y compone el cuadro total, el término exilio que le sigue a ese desprenderse de la patria cuando esta ha pasado a ser el peligro, el terror, y la muerte real.

La visita de “un antro de perdición” según su escala de valores, de la mano de Bijou (su sobrino, quien le había pedido dinero para reencontrarse con Patrick, su hijo, que lo consideraba un tirano), un bar donde la clientela era “preponderantemente homosexual” lo hace poner incómodo. Pero Bijou se manejaba como pez en el agua, y este paso por un nuevo paisaje hace que la atmósfera del relato cambie, hay un nuevo ambiente, y modos distintos de ver la realidad (que eso es lo que nos ofrecen los escritores):

“…llegamos a un Sitges distinto, popular y nuevo y no turístico, con pequeños bares donde bebían los obreros murcianos, talleres de reparaciones de coches, cerrados a esta hora, viejos y viejas sentados en sillas de paja a la puerta de casas de pisos aún más modestos que el mío, pero que a ellos, que venían de la tierra y del hambre, debían parecerles un ascenso que los acercaba al cielo. Otros, apoyados en los alféizares de las plantas bajas miraban hacia el interior de esos pisos donde aún vociferaba “la tele”. En cuanto terminara la emisión, la gente se iría a dormir y las calles quedarían repentinamente desiertas: todo esto, observó Bijoú, “hacía muy pueblo” ”. (p. 80)

Hay unas páginas, terciando el libro, donde cuenta una anécdota sobre los teléfonos pinchados (páginas 81, 82 y 83). Cada tanto aparecían ciertos teléfonos públicos a los que se les ingresaba una serie de números y se obtenía una línea para llamar al país de origen. ¿Cómo fue descubierta y por quién fue hecho el truco?, nunca quedó claro, un hacker de la época. El hecho fue que se formaron largas colas, y se podía hablar bastante tiempo, digamos todo el que se quisiera dentro de ciertas coordenadas. (Yo estuve en México, el exilio me tocó ahí en la adolescencia, y dio la casualidad, o quien sabe qué, que el teléfono público de la calle Campana haciendo esquina con Patriotismo, a media cuadra de mi casa, estaba habilitado. Sólo era cuestión de paciencia. Claro que había quienes pasaban datos de los que estaban “funcionando”, y alguna vez acompañé a un amigo hasta otro teléfono en otro lugar, aunque cuando llegó a ser evidente hubo controles y, finalmente, cerraron la canilla).

Eso —en la novela— integra la pulsión cíclica sobre el volver a la patria pero también a lo que uno vez fue, a recuperar sus sueños, y sobre todo su necesidad de decir algo, algo interesante, algo único, algo irrepetible, que lo une a su patria y a la vivencia que se tuvo sobre ella como territorio común. Los ciclos climáticos, asociado al lugar propio donde se vive, se transforman en únicos, microclimas, y en ellas las reglas son otras. Eso es lo que busca Donoso y el escritor de la novela de Donoso, la libertad total. No estar atado a nada, ni a nadie, ser.

Anorexia nerviosa
Cuadro clínico complicado, expectativa de vida poca, la madre se va yendo y, como siempre, traerá aparejado otros problemas y otros dolores, a pesar que la madre dijo que “no se proponía morir antes de que nosotros llegáramos. Quería verme a mí, a Patito, mijito lindo, a la Gloria, antes de su muerte, y que iba a esperar”. (p. 86) Pero la biología funciona de otra manera, por lo pronto no a impulsos. Será por eso que irá a la calle Dos de Mayo, al bar “Sandra”, y se verá con Cacho Moyano, que “continuamente saludaba a un sinnúmero de personas que lo besaban, lo abrazaban, o lo invitaban, o le palmoteaban la cabeza, o le tapaban los ojos preguntándole: “Guess who?”: una inglesa jovencísima y flaca con aspecto de viciocilla, francesas desfachatadas, exigentes, con el pelo teñido color zanahoria, hombres jóvenes y bronceados y alegres como él, que salían y entraban de otros bares y seguían calle abajo, gente, pensé, aún más alejada que el satélite del jardín invernal circunscrito por la cordillera blanca que mi madre veía desde su cama”. (p. 87-88)

El amigo de Bijou, Patrick, es su hijo, y él teme que sea homosexual, pero Cacho le informa que no, lo tranquiliza, y él se da cuenta de su propia homofobia inconsciente, al parecer un poco lo lamenta como parte de cierta educación recibida (la de su familia y la que permea en la sociedad, de tipo heteropatriarcal).

De paso anotaremos que hay un asunto generacional, también, como de quien ha quedado anclado en el pasado, y quiere recuperar esos momentos, esos años. A menudo nos ha pasado que los mejores años que vivimos pasaron rápido, y cuando nos dimos cuenta ya pasaron. Así sucede con el narrador de la obra de Donoso, que se siente que ha perdido ya de antemano toda pelea y que más le vale ir por otro lado. Porque ese escritor que trabaja continuamente su novela, no es un escritor menor, no puede serlo, porque quiere ser, y hacer, la “gran” novela sobre el golpe en Chile. Conoce todos los hechos, los vivió, estuvo allí y hasta estuvo detenido seis días en un calabozo —aunque no lo torturaron, aclara—, y los demás escritores, esos que ganaron la fama, no han vivido tan de cerca la derrota ni, mucho menos, han mordido pólvora.

El yo narrativo es a menudo irónico, incluso contra él mismo, y se siente disminuido, como si —solo si— no sirviera para nada, sólo enredadera, organismo simbiótico parasitario. Y también contra, o sobre, su esposa:

“Me avergüenzo de haber pensado mal de ella: sí, cuando está contenta, como parece estarlo en Madrid, cumple con todos sus deberes domésticos sin chistar, y más aún, como por ejemplo haber sacado a Myshkin esta mañana y haber colgado mi ropa. Es posible que esto presagie una temporada de paz” (p. 93),

(sacando el desgaste patriarcal de la frase, y lo de los deberes, lo que queda de sustrato es lo de temporada de paz, que falta, evidentemente).

De paso, nos sitúa en el nuevo ambiente, donde “sólo viven señores”, en el corazón de Madrid. Paredes altas, porque “hay que defenderse”, defenderse de quienes pueden alterar el orden burgués establecido. De todas formas el verano se encarga de despacharlos a los lugares de veraneo acostumbrados y queda poca gente en el barrio. (Así como Montevideo queda linda en Turismo: no hay nadie y uno puede pasear a gusto, pero a mucha gente no le gusta por lo mismo, porque no hay gente.)

Porque hubo un tiempo, que fue hermoso, claro, “cuando la gente bien vivía en sus palacios”. No hay mayor contradicción que la que se halla en esta breve frase. Porque, por un lado, diríamos que ahora la gente bien ya no vive en palacios, sino en apartamentos de condominios, en pisos como le dicen en España, y ni qué hablar qué dejamos para el resto de la gente, la mayoría por cierto, que no son “gente bien”. ¿Qué son? No son gente. Es claro que esta frase alude al tiempo del Gral. Franco, que es eso otro que está atrás, en la historia de España —incrustada por más de cuarenta años —, historia que quiere ser inamovible pero terca y recordada siempre: la República y su afán de hacer un mundo más justo, una España más solidaria, donde los más pudieran vivir y desarrollarse (y no la dejaron). Que los errores llevaron a callejones sin salida, también, quizá. Podemos ver, a lo lejos, la pretensión pinochetista de perpetuarse, incluso hasta después de muerto, y seguir operando con el fantasma de su recuerdo, casi a espejo de Franco. Ninguno de los dos dejó a alguien como sucesor, pero sí algunas leyes, como la de ser senador vitalicio. La vieja pretensión de que todo empieza y termina conmigo, como dice un viejo proverbio japonés.

El portero —y es interesante su punto de vista, defensor del status quo, y añorante del franquismo, donde todo estaba en orden—, al que irá buscándole la lengua, no es más que uno de esos “porteros franquistas, casi todos ellos guardias civiles jubilados que en tiempos de la dictadura eran los espías y delatores que tenían a Madrid entero en sus manos” (p. 94), en funciones de policía, moral, de la “buena” vecindad.

Altos muros, perros bravos, para estar protegidos. “Las casas de esta parte de Madrid, todas rodeadas de jardines o pequeños parques, son amuralladas como bunkers, impenetrables, adivino que defendidas por sistemas de alarmas y perros sanguinarios, como si la gente que vive aquí estuviera paranoicamente aterrorizada de lo que ella misma es…”. (p. 94)

En Madrid, constata el narrador, “existe un clima político más amenazador que en el tranquilo Sitges”. “Es como una pequeña ciudad amurallada y feudal dentro de la otra ciudad, un baluarte de corazón paranoico, cuyo único signo de agresión, por el momento, es permitir que en sus elegantes muros permanezcan, sin borrarlas, sombreadas por enredaderas cómplices, las pintadas fascistas”. (p. 94)

“Si me fijo —y de pronto comprendemos que hablará del verdadero tema central, ese jardín de al lado que tiene dos casas (y que se proyectará, como las sombras largas del otoño, sobre la casa de su infancia, la que ocupó hasta tener que irse al exilio). Es difícil que ese detalle no sea importante en la historia a contar— me instruye el portero, en el jardín de al lado en realidad hay dos casas: el palacete, con la piscina y el césped y el ciprés, más cerca de la calle, y luego, en el fondo del jardín, disimulada por los árboles, sobre todo los castaños que son tan espesos en esta época del año, otra casa, bonita también, pero más pequeña”. (p. 95)

Y en ese jardín, “la muchacha de la melena rubia, que se mueve como una campana de oro al sol…” (la oscilación nos lleva al movimiento de su cuerpo, el rotar de las caderas) y tras ello, que parece hasta inofensivo, hay entonces una “pulsión” sexual. Y como es verano, el “sonido del chorro que cae en la piscina de la casa del duque” de (Andía), le basta “para desplomarme hasta el fondo mismo del sueño”. (p. 99)

Hemos hablado poco de la mujer del escritor, Gloria, aunque ya llegará el momento de hablar, y decir, cosas importantes sobre ella. Por lo pronto parece afectada de algo difuso en su espíritu, que lo hace levantisco, aéreo: “Gloria siempre pone la radio para oír las noticias y saber qué sucede en el mundo, dice, pero sobre todo para aislarse de los ruidos de la realidad acosadora, tan acosadora que es la parte del día en que Gloria comienza a beber: tiene la presión baja, dice, o le ha bajado después del café y trató de subírsela con un poco de agua del Carmen, pero después, para cocinar, necesita un vaso de vino, y otro, y otro, alegremente al principio, o porque tiene frío, o porque discutió conmigo, o porque no puede tolerar que Patricio ya no me dirija la palabra, y después de su alegría viene la casi imperceptible torpeza, deja caer cosas, le pone demasiada sal o se le olvida ponérsela al guiso de arvejas, se golpea una pierna contra un banco y nada parece tener bordes nítidos y las distancias se calculan imperfectamente…” (p. 101), pero en realidad los dos beben, por distintos motivos quizá, pero engranan en un sistema que los contiene y de algún modo, los ampara. Hay, sin embargo, un temor oculto al alcoholismo y a la locura.

Vuelve al tema del éxito que no se  obtiene, tema recurrente. “El fracaso es de ambos, yo no la arrastré a él, yo tengo esperanza aún, y hasta ella suele tenerla, sólo que a veces todo se torna negro, como si todo ocurriera detrás del antifaz sin ojos, y entonces el vino nos hace creer que uno tiene la culpa de la desgracia del otro: el fracaso es sólo parcialmente nuestro, puesto que uno no se puede identificar en forma absoluta y personal con el fracaso de los  proyectos generales”. (p. 102)

El modo de describir de Donoso, lo hemos anotado de pasada, es tratar las cosas de costado, como si estuviera hablando de algo de lo que lo importante es, en realidad, el cómo decirlo antes de lo que dice:

“Sortilegio es una palabra desprestigiada, ya lo sé, pero debo usarla: de golpe, el sortilegio radiante del exterior avasalla y suplanta mi pobre realidad. Por entre el encaje de unas hojas negras del primer plano, veo la piscina iluminada por dentro: una aguamarina, y focos disimulados entre los arbustos alumbran la facha del palacete, la altura completa del ciprés plano, como de escenografía, la marquesina de lona rayada blanco y negro, los fragmentos clásicos, las sillas de caña, y, oh maravilla, la gran ventana que da a la terraza ahora completamente abierta del comedor del palacete: adentro, alrededor de la mesa en que parpadean los candelabros  —¿existe, entonces, de verdad, gente para quien es habitual dîner aux chandelles? (cenar con velas)—, veo circular a seis personas en traje de baño. Nadie los sirve: ellos, informalmente, se levantan de sus sillas, traen cosas sin duda exquisitas del aparador y los comen de pie, hablando, bebiendo, riendo, variando los grupos. (p. 103-104)

Por supuesto que “la plenitud sexual es directa” y con “una libertad de movimientos, que parece ponerlos en contacto instantáneo con todo lo que los rodea” (p. 104). Pero lo importante, lo que despierta su atención, es esta imagen: “Ella está ahí: la campana de oro, la más Brancusi y depurada y pulida de todas, con sus gestos largos que nada tienen de indolente y la jaula de sus costillas y la escueta suavidad de la pelvis revelada por el brevísimo bikini, transfigurada en un esmirilado objeto de lujo…”. (p. 104-105)

Y sigue la descripción (prosopografía o efección), atónito contemplador: “Los rasgos de su rostro parecen regulares. La sonrisa revela dientes brillantes, como brillan otros objetos en ese escenario, los vasos, la plata, el agua de la piscina en que el constante chorro hace rielar la luz de los focos, un hilo de oro en torno a una muñeca, las velas que han quedado encendidas en el comedor” (p. 105), y, explicando sus reticencias, y resistencias dirá: “Las actitudes de esos extraños bailes de ahora, extraños sobre todo por no parecer particularmente sensuales, o porque la sensualidad está cifrada en un código que yo no sé romper y por lo tanto me excluye”. (p. 105)

Además: “Esa intimidad…, esa espalda partida, cuya línea y resplandores oscilan apenas con el ritmo, y la seguridad con que conduce a su pareja en el abrazo: siento el peligro de su atracción, y quisiera meterme dentro de él, ser él, tener la delgadez de la rubia, cuya cabeza cae sobre su hombro cubriéndolo de oro, envuelta en mis brazos; sí, ser él para cambiar mis códigos y problemas… (p. 106), o más bien para  “borrar mis huellas y huir en busca de otro superego o, mejor, ninguno, solo el placer”. Esa pretensión de ser el otro, el exitoso, el ganador, el que es respetado por todo el mundo, está siempre presente y guía, de alguna manera, el accionar del escritor narrador. Este se siente que pertenece a la otra punta de la cuerda: la del perdedor, la de que haga lo que haga todo va a salir, finalmente, mal. Aunque vaya tirando para no aflojar.

“Lentamente, armónicamente, giran, se desplazan y la luz que riela en el agua rechaza el reflejo de las parejas para brillar ensimismada”, nos muestra la imagen que ve desde su posición. Aquí simplemente quisiera llamar la atención al verbo, rielar, y a la forma poética, visualmente distorsionada, de la imagen de las parejas bailando como deseo y, también, como frustración: ya sus años son otros. No es que no pueda bailar, quizá hasta no resulte tan mal, pero lo expondría a demasiadas miradas y se podría sentir cohibido, torpe. El ver, y el querer ser, cualquiera de esas parejas bailando le produce el deseo de estar ahí, de estar ahí bailando, en esa actividad que tiene el contacto o el roce de los cuerpos —como si estos no fueran parte “del compromiso mayor de la pasión…”—, aunque de pronto esas figuras se tornan caricaturescas, cómicas, de actitudes y gestos exagerados, como representando un papel teatral, y nada que ver con la armonía y el equilibrio.

Quedará una última pareja, la baronesa rubia y otra chica: “exhiben el orgullo de ser lo que son y el placer de sus movimientos y su piel: esos dos cuerpos femeninos reconocen y aceptan la sexualidad que los pone en contacto sin tocarse”. (p. 108) Es curioso, por cierto, como cuando se trata de la homosexualidad femenina el escritor narrador no parece alarmarse, sino que la trata de forma neutra, pero en cuanto el homosexualismo es masculino parece que hay algo que lo perturba, algo que lo incomoda y del que no puede apartarse.
Pero además de todo el narrador se expone al fracaso, sabiendo —como sabe— que su tiempo vital, pasó:

“…me abro en una oquedad de melancolía al darme cuenta de la irreparable exclusión de mi cuerpo y mi mundo del desenfadado vigor de esos cuerpos que continúan nadando, salpicándose, riendo o nadando abrazados en racimos. Al salir del agua vuelven a bailar en la terraza brevemente, desnudos, intercambiándose. Pronto la anfitriona cuchichea reuniéndolos en torno a ella, y, entrelazados, muchachas y muchachos se pierden juntos en dirección a la casa del fondo del jardín. Corro, desatentado, a mi dormitorio: los diviso en la oscuridad del sendero, sus siluetas ensambladas de manera confusa, ahora, muchachos y muchachas, distingo el relumbre de un reloj, de un vaso en una mano, señalándome su rumbo hacia otra intimidad mayor. Queda el resplandor turquesa de la piscina, la terraza sembrada de pareos y bikinis, el ciprés impertérrito, y el comedor del duque donde centellean aún las velas en los candelabros de plata sobre los despojos del banquete”. (p. 109)

Pues es claro, sus más de cincuenta años han terminado, definitivamente, con toda su juventud; si le queda algún resto, es en la línea de flotación de la memoria.

Todo el párrafo anterior testimonia la sucesión de hechos y sentimientos y, por supuesto, su manera oblicua de mirar todas las cosas, adaptando la mirada al conjunto o a lo personal, a lo particular, desde lo cercano o desde lejos, a menudo entremezclando, o distorsionando la visión. Porque eso que sucede afuera de él repercute en su cuerpo, al interior, las vibraciones musicales retumban en un punto del estómago, y todo se siente como agujas, aguijones, incitaciones al cuerpo como un todo, y a su movimiento, al baile.

Lo cierto es que habiendo comprobado lo inútil de su mirada —puesto que descansa en algo pasado, mientras que lo que allí sucede viene con el futuro sobreimpreso—, el dolor se hace sentir. Estar solo, espiritualmente, sin nadie que comparta tu misma mirada, es aterrador. No hay complicidad, ni diálogo, ni esperanza.

E incluso el escribir es apenas como un placebo, “un sucedáneo de la exaltación insublimable que me hace permanecer tieso y como embalsamado en mi silla frente a mi trabajo inútil, la mente confusa, el corazón destrozado”. (p. 109)

Ver segunda parte, próximamente.

Sergio Schvarz

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