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Las pasiones humanas: heroísmo, amor y muerte en un pasaje del canto VI de Ilíada

por Luis Quintana Tejera
Artículo publicado el 27/09/2019

Artículo publicado originalmente en la revista
La Colmena, UAEMEX, 2007 53, 32-39

 

Resumen
La permanencia del pensamiento homérico es indiscutible en este siglo XXI no sólo en las obras que lo han intertextualizado, sino también en la existencia de los hombres. La voz de Héctor y la enseñanza de Andrómaca siguen vivos en tantos ejemplos de sufrimiento compartido que presenciamos a cada instante. El hombre no cesa en su empeño de vivir y ser feliz a pesar de las trabas que el destino continúa imponiéndole.

Palabras clave: Homero, Andrómaca, tragedia

 

En torno a la Ilíada
La Ilíada [1] es una epopeya tradicionalmente atribuida a Homero, pero teniendo en cuenta los interesantes aspectos que en la denominada “Cuestión homérica” [2] se han planteado y luego de observar diferentes posiciones críticas al respecto se ha llegado a la conclusión reciente de que tanto la Ilíada como la Odisea son obra de autores colectivos, descartando así la existencia de un Homero individual. Al respecto dice Arnold Hauser:

La producción poética, que adquirió una forma más personal al separarse los poetas de los sacerdotes durante la edad heroica, y que era obra de individualidades aisladas e independientes, muestra de nuevo una tendencia colectivista. La epopeya no es obra de poetas individuales diferenciados, sino de escuelas poéticas. Si no es creación de una comunidad popular, lo es ciertamente de una comunidad laboral, es decir, de un grupo de artistas ligados por una tradición común y por métodos comunes de trabajo. Comienza con ello en la vieja poesía una modalidad nueva, enteramente desconocida, de organización del trabajo artístico, un sistema de producción que hasta ahora sólo era habitual en las artes plásticas y que en lo sucesivo hace posible también en la literatura una distribución del trabajo entre profesores y alumnos, maestros y ayudantes.[3]

Esta epopeya homérica comienza con una invocación -“Canta oh diosa”- seguida del planteamiento de los dos temas centrales de la obra: “la cólera de Aquiles” y “el cumplimiento de la voluntad de Zeus”.

La invocación involucra determinados motivos implícitos, tales como la búsqueda de la verosimilitud, la imparcialidad del narrador frente a los hechos contados, la modestia del genio y el poeta considerado como medio entre los dioses y los hombres, por señalar sólo algunos de los aspectos más relevantes.

A partir del instante en que el narrador omnisciente de esta epopeya invoca a una diosa intenta expresar, por un lado, la verosimilitud de los hechos contados desde el momento en que la fuente procede de los mismos dioses; por otro, se ve en la necesidad de mostrarse imparcial ante lo relatado, porque a él se lo han contado y él simplemente  lo  transmite  a  los  demás  hombres  restándose  de  este  modo responsabilidad individual; como consecuencia de lo anterior, queda expresada la “modestia” del genio creador al verse el poeta a sí mismo tan sólo como un transmisor de contenidos poéticos que han sido elaborados por los mismos dioses. Y, precisamente, en este último sentido se vuelve únicamente una especie de intérprete de la palabra divina.

Los temas señalados se ubican en dos terrenos espaciales diferentes: el humano y el divino y, el narrador, adelanta los hechos mediante intensa prolepsis mediante la cual expresa la suerte corrida por muchos de los aqueos como consecuencia inevitable de la furia del Pelida. Esta ausencia de expectación ante los hechos ocurridos resulta explicada en el momento en que confrontamos lo argumental con los valores artísticos y estéticos; el poeta homérico consideraba que no había ninguna necesidad de disfrazar el argumento -ya conocido por todos los contemporáneos- y su anticipación tiene como objetivo poner en primer lugar lo estético: no importa la anécdota en sí misma, sino la manera intelectualmente exquisita con que se ofrezca a los oídos de sus ávidos oyentes.

En cuanto al tema divino -“cumplíase la voluntad de Zeus”- volvemos a citar a Lesky quien señala al respecto:
La epopeya homérica se desarrolla en grado considerable en el ámbito de los dioses, de cuya intervención en la acción no podemos prescindir. La sociedad de los olímpicos, que bajo la autoridad de Zeus se hallan congregados en una comunidad poco rígida, se ha convertido a través de la epopeya en un elemento constitutivo de la poesía griega. [4]

Por lo tanto, la noción de fatalismo se ubica en un primer plano, porque no sólo nada de lo que suceda en la obra acontecerá sin que Zeus lo autorice, sino que además el destino de los hombres está fijado con anticipación y el poderoso Zeus -con su balanza olímpica- sólo confirma lo que el hado siniestro ya tiene preestablecido.

Andrómaca
La figura de Andrómaca cumple un papel intertextual de gran relevancia, papel que comienza a ejercerse desde la Antigüedad -en particular a partir de la literatura homérica-, tiene su propia interpretación en la tragedia de Eurípides [5], luego será enfocada por la literatura romana, específicamente en la tragedia Las troyanas de Séneca [6], hasta llegar a la famosa obra homónima de Racine [7]. En todos los casos vemos a una mujer castigada por el destino y víctima de la enorme pasión que siente por su esposo, Héctor: el guerrero troyano que será exterminado por Aquiles en el marco de los acontecimientos contados en la Ilíada de Homero.

Análisis del encuentro entre Héctor y Andrómaca
En el desarrollo de los hechos narrados en esta obra queremos detenernos en el canto VI y, particularmente, en el encuentro entre Héctor y Andrómaca. El diálogo que sostienen los esposos nos permitirá analizar temas y motivos -en particular el tema de la pasión inmensa que los une-, así como también características del lenguaje empleado que no siempre ha sido traducido de la manera más adecuada. Creemos que el mensaje homérico es muy rico, pero sostenemos también que es posible encontrar muchos elementos en el dialecto griego utilizado que nos conducen a una reflexión analítica superior.

Andrómaca en Homero es concebida como la mujer que sustenta el matrimonio y que ha hecho de la vida en pareja un verdadero mito, mediante su entrega sin reservas; está allí ante el hombre que ama intensamente y debe despedirse de él sabiendo -en lo más íntimo- que éste es un momento desgarrador y terrible, debido a que el valor del guerrero lo ha de conducir inevitablemente a la muerte. Ella desea egoístamente conservarlo a su lado y por eso su discurso persigue -desde el inicio- este objetivo.

Por lo anterior, cuando dialoga con Héctor la voz que se escucha es la de una mujer desposeída por la fortuna, abandonada y sola en un mundo de hombres; mejor aún, a punto de ser abandonada por obra de la nefasta desdicha que le arrebatará -de eso no queda ninguna duda- al floreciente esposo amado.
En su discurso el narrador pone en su boca un término inicial polémico: “Daimonie, éste tu ánimo te destruirá, y no compadeces” [9]

Daimonie ha sido traducido de diversas maneras por los estudiosos de la obra. Leconte de Lisle 9] y Emilio Crespo Güemes [10] coinciden en la palabra “desdichado” para interpretar este vocablo; Luis Segalá y Estalella [11] emplea “desgraciado” y Bonifaz Nuño utiliza “Numen”.[12]

Es evidente que uno de los primeros conflictos que se le plantean al traductor consiste en tener que optar entre una versión más o menos textual y otra poética; lograr el término medio es lo complicado. En este sentido los vocablos “desdichado” y “desgraciado” no son los más próximos en el orden textual; pero ambos conllevan una visión poética que rescata la idea de alguien abandonado por los dioses, de alguien que tiene que sufrir su condición presente como les sucedía a esas divinidades secundarias del panteón griego que no estaban caracterizadas por la dicha y la felicidad. Si recurrimos a un diccionario griego allí encontramos:
Daimonie- onos dios, diosa;(…) divinidad inferior, genio, espíritu; espíritu de los muertos (…); espíritu del mal, demonio.[13]

Queda definida una divinidad diferente a las otras que constituían el primer plano del panteón helénico; y es en este sentido que Andrómaca le habla a su esposo.

Por lo anterior, la connotación de “numen” que emplea Bonifaz Nuño es la más adecuada en el orden textual y si bien es cierto que algo se pierde de ese carácter poético que debemos conservar, es verdad también que no podemos alejarnos demasiado del contexto original.

Pensamos que el término Daimonie bien podría aludir a “pequeño dios” y esto dicho con un alcance tierno y cariñoso por parte de la esposa; o, al menos, así podría resultar caracterizado según nuestra propuesta. Porque Héctor -a pesar de su naturaleza humana- también posee mucho de divino; lo problemático radica en que ese carácter que lo saca de lo meramente humano actúa de una manera contradictoria y le exige el pago de tributo que tiene su asiento en la muerte. Héctor sabe que su destino es grande, pero conoce también la ineludible condición trágica de éste.

Andrómaca continúa diciéndole:
No te apiadas del tierno infante ni de mí, infortunada, que pronto seré tu viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si mueres no habrá consuelo para mí, sino pesares; que ya no tengo padre ni venerable madre. A mi padre le mató el divino Aquiles cuando tomó la populosa ciudad de los cilicios, Tebas, la de altas puertas: dio muerte a Eetión, y sin despojarle, por el religioso temor que le entró en el ánimo, quemó el cadáver con las labradas armas y le erigió un túmulo, a cuyo alrededor plantaron álamos las ninfas monteses, hijas de Zeus, que lleva la égida. Mis siete hermanos que habitaban en el palacio descendieron al Hades el mismo día; pues a todos los mató el divino Aquiles, el de los pies ligeros, entre los flexípedes bueyes y las cándidas ovejas. A mi madre, que reinaba al pie del selvoso Placo, trájola aquél con otras riquezas y la puso en libertad por un inmenso rescate; pero Artemisa, que se complace en tirar flechas, la hirió en el palacio de mi padre. Héctor, tú eres ahora mi padre, mi venerable madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo. [14]

Andrómaca posee desde sus orígenes como personaje esa capacidad tan peculiar para amar entregándose, para amar sin reservas; pero al mismo tiempo es dueña de un sexto sentido, de un don profético que la acompañará en prácticamente todas las reinterpretaciones que seguirán a Homero. Las palabras que pronuncia en el discurso citado supra están llenas de una amargura incontenible. Ella sabe, con esa sabiduría que sólo le puede dar su corazón enamorado, que la muerte ronda; la muerte ha sido siempre la gran enemiga de los seres que se aman y que ahora pretende interrumpir esta cadena de afectos que ha unido a los esposos durante tantos años. Y precisamente porque lo sabe, trata de impedirlo con todas las armas que tiene a su alcance; igual que el náufrago se aferra al último leño que flota en el mar de la existencia.

Hay dos temas que se ofrecen como puntos estratégicos en el discurso de esta mujer: la viudez y la orfandad. Ambos motivos atentan -desde su condición despojante y cruel- contra el amor.

Ella no quiere ser viuda, porque las consecuencias sociales son dolorosas; ser viuda es hallarse nuevamente en una condición inferior respecto a sus semejantes. En la concepción griega una madre es la fuente de las capacidades naturales que conducen a un héroe a ser lo que es. En este sentido señala un conocido crítico de la obra homérica:

Un niño puede ser esclavizado como lo fue Eumeo; era joven y pudo ser criado con vida, pero un hombre adulto ya no es tan manejable. Pero sí lo es una mujer; ella ha sido de un hombre y puede ser de otro. En este limitado sentido la mujer es un niño toda su vida. Las mujeres, los niños y los esclavos son iguales en tanto que son dependientes, por lo tanto, distintos de los guerreros activos en los que todos ellos deben confiar. En conjunto, así como las demás posesiones materiales, constituyen la hacienda del guerrero, que combate por su bien. [15]

Andrómaca es dueña de una personalidad dominante en donde el sentimiento de pareja monógama ocupa un primero e impostergable lugar. No desea pensar en un futuro sin Héctor, porque sería esta circunstancia la enorme prolepsis [16] de sus tormentos infinitos. Por eso lucha con todas las armas que el discurso le da para elaborar una argumentación que convenza a su esposo de lo inútil del sacrificio que piensa llevar a cabo regresando al combate.

Por otro lado, la condición de huérfano de Astianacte implica otra limitante para el amor que en este presente los une; el niño es la consecuencia hermosa del enamoramiento que los identifica y por eso abandonarlo a su suerte es un modo implícito de negar este mismo amor. Andrómaca conoció en su pasado lo que implica la condición de desamparada; ser huérfano es no tener un padre que lo defienda y ampare de la maldad del otro. Recordemos a Asterión, al mítico Asterión quien, huérfano en su laberinto inescrutable, fue abandonado a su destino expósito para evitar la vergüenza de la familia. [17]

Al mismo tiempo, Astianacte es ya un símbolo del padre glorioso que lo engendró y, en el futuro -cuando el Priamida ya no esté- todos querrán desquitar sus odios en el pequeño Hectoreida. Permitir que esto suceda será una forma de no velar por la suerte de su hijo. Al menos es lo que piensa la mujer que -dominada completamente por la pasión que la acerca a su esposo- no puede ni quiere concebir un mañana sin él; egoístamente, con ese egoísmo que sólo este cariño inmenso sabe dimensionar, se aferra a una argumentación que su marido refutará cuando se dirija a ella.

La doble hipérbole expresada a su vez en términos de prolepsis: “Los aqueos te acometerán todos a una y acabarán contigo” y “Preferible sería que al perderte la tierra me tragara”, no hace más que reflejar los temores de esta mujer, quien ve la amenaza que representan todos y cada uno de los griegos unidos en el odio que sienten por el guerrero troyano, al mismo tiempo que se descubre sola y desesperanzada al encarar un futuro sin Héctor, un mañana sin amor, un porvenir vacío.

En cuanto al hijo, el nombre Astianacte alude etimológicamente a “aquel que salva la parte baja de la ciudad”; en su nombre va implícito un canto al padre amado, que es al mismo tiempo un grito, una exigencia: “Quédate en la torre”, allí es donde la táctica militar más apropiada indica que debe estar. Pero la voz silenciosa de Astianacte no será tenida en cuenta, porque Héctor más que un padre, es un soldado; un soldado que cree en su areté [18] y que morirá si es necesario para mantener muy en alto su condición honorable.

En la visión española del areté, dirá Calderón de la Barca siglos después: “La honra es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios” [19]. Cuando en Grecia se creía en muchos dioses la historia se complicaba aún más; y no porque el dios cristiano representara mayor benevolencia y dignidad que las múltiples divinidades del panteón helénico, sino simplemente, porque estas últimas parecían tener un mayor poder de convencimiento, apoyado fundamentalmente en el miedo generado en torno a ellas. Algo más, en el marco de los principios que se escondían bajo el término “paideia” se incluía la noción de constante superación personal; por ello, abandonar el combate implicaba perder areté, y regresar a la batalla, aumentarlo, hacerlo digno de un verdadero héroe, deudor a su propia conciencia, a su familia, a su patria y a su esposa amada.

A pesar de esto último desoye la voz de Andrómaca cuando le dice: “Héctor, ahora tú eres mi padre, mi venerable madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo”. No pueden existir términos de mayor entrega, que en el reconocimiento de la situación presente de Héctor revelan el amor intenso que la une a él.

En el pensamiento homérico, la idea de la “madre” es reveladora de una enorme fe en la mujer, quien en esencia se yergue como la dadora de vida. Andrómaca permite que su pasión amorosa actúe en doble punta de lanza: por un lado, es esposa tierna y sufriente; por otro, es madre desolada de un hijo pequeño.

En términos lingüísticos concretos no puede dejar de llamarnos la atención el hecho de que el sustantivo “madre” [20] aparece en este contexto y en otros de la Ilíada -no en todos- acompañado del modificador directo “venerable” o también “soberana, reina” [21]. Este vocablo adjetivo parece que ha resultado fosilizado y que por alguna razón histórica permanece allí, diferenciándose así del sustantivo “padre” que emerge -en la mayoría de los casos- sin acompañamiento morfológico que lo modifique.

En el texto citado anteriormente resultan adjetivados los sustantivos “madre” y “esposo”; consideramos de acuerdo con un planteamiento crítico que ya hemos encontrado en otros autores [22] que dos fuerzas operan en el canto del aedo cuando utiliza los adjetivos mencionados, pero lo hace con alcance e intención diferentes: “Venerable madre” puede esconder la potencia profunda de un pasado en donde la madre destacaba por su papel dominante, llegando inclusive a estar al frente del clan mediante su condición de “mater familia”, y de esta manera el matriarcado habría funcionado como un estatus anterior al propio patriarcado. En segundo lugar, “floreciente esposo” expresa tan sólo la emoción presente de la cónyuge que se ve en la obligación de alabar las virtudes del marido, a quien no sólo ama con entrañable entrega, sino que también le ofrece su tributo como lo que él representa: el eje de la casa y la guía constante.

De esta forma el matriarcado de ayer constituye una especie de nostalgia referida a un pasado que se ha marchado definitivamente y que pervive todavía en estratos lingüísticos de alguna manera arcaicos, y que al mismo tiempo constituyen fórmulas que no sólo autorizan al narrador a expresar su tributo y veneración a la madre, sino que también lo orillan a utilizar esto que resulta como un producto gramatical de condición ritual y constante, a pesar de que el hecho histórico que lo originó haya pasado ya.

Por lo tanto, si “venerable madre” alude a un ayer que se pierde en la noche de los tiempos, “floreciente esposo” refleja la estructura actual dominante, el “pater familia”, concepción que se fundamenta en la clase guerrera que conformaban los griegos. En fin, Andrómaca no podrá sobrevivir si falta la base y el fundamento de esa familia, a pesar de que ella sabe cumplir a la perfección con su papel de “madre venerable” y así lo reconoce Héctor cuando al iniciar su discurso le habla con profunda ternura:
Todo esto me da cuidado, mujer, pero mucho me sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de rozagantes peplos, si como un cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita a ello, que siempre supe ser valiente y pelear en primera fila entre los teucros, manteniendo la inmensa gloria de mi padre y de mí mismo. […] Día vendrá en que perezcan la sagrada Ilión, Príamo y el pueblo de Príamo. […] Pero la futura desgracia de los troyanos […], no me importa tanto como la que padecerás tú cuando alguno de los aqueos, de broncíneas corazas, te lleve llorosa, privándote de la libertad. […] Pero ojalá un montón de tierra cubra mi cadáver, antes que oiga tus clamores o presencie tu rapto. (p. 120).

El equilibrio controla las pasiones humanas en el hombre griego; por eso Héctor sabe qué es lo que le corresponde hacer y no acepta las sugerencias de su esposa en cuanto a permanecer detrás de los muros y defender desde allí a Ilión.

Es un excelente guerrero y un destacado líder y por eso debe dominar en él el heroísmo, aunque éste sea el camino cierto que lo conduzca a la muerte. Curiosamente aquello que aterroriza a Andrómaca, a Héctor lo obliga a actuar. Su ánimo está compenetrado por lo que los griegos denominan “Némesis” es decir, la desaprobación moral de los otros. Él sentiría vergüenza si como un cobarde tuviera que huir del combate; y éste es el tema que aparentemente lo mortifica en mayor medida, porque siempre ha sido valiente y ha peleado en primera fila. Pero, sólo aparentemente, porque por encima de todo el dolor que le provocaría ver morir a los seres queridos, le conmueve todavía más la futura desgracia de su esposa. Sus palabras poseen en este momento un terrible carácter premonitor, porque el narrador ha puesto en su boca justamente todo lo que en la realidad va a suceder. Héctor está próximo a morir y presiente, con la lucidez que sólo los moribundos poseen, aquello que acontecerá. Su discurso se refugia en los términos: “Pero ojalá un montón de tierra cubra mi cadáver, antes que oiga tus clamores o presencie tu rapto”. No desea ser testigo de la desgracia de aquella a quien ama; he aquí un auténtico tributo de amor de quien contempla con horror el futuro e, impotente, baja los brazos ante lo irremediable.

En seguida, el sensible guerrero tiende los brazos a su hijo amado quien se refugia asustado en el seno de la nodriza al no reconocer a su padre. La actitud de Astianacte funciona ahora también como una suerte de prolepsis, de nefasto augurio de lo porvenir. El niño no ve al padre, sino al soldado; mediante el atuendo bélico Héctor es portador de la máscara del caudillo, el rostro del padre está oculto. Y el pequeño no quiere aceptar que su progenitor se halle aparentemente presente. Sólo cuando aquél se quita el casco lo reconoce y se echa en sus brazos.

El Priamida consternado y lleno de emoción eleva una plegaria a los dioses:
¡Zeus y demás dioses! Concededme que este hijo mío sea como yo, ilustre entre los teucros e igualmente esforzado; que reine poderosamente en Ilión; que digan de él cuando vuelva de la batalla: “¡Es mucho más valiente que su padre!”. (p. 121).

Sus palabras no parecen adecuarse a lo que en verdad está ocurriendo y menos aún a lo que va a suceder. Desde lo más hondo de su corazón de padre impotente formula un buen deseo, y así se lo implora al inmutable Zeus. De acuerdo con el principio aristocrático de la superación personal y familiar, el hijo debe ser mejor que su padre; Héctor lo ha conseguido en relación con Príamo; desearía también que Astianacte lo alcanzara en relación con él. Sus palabras están revestidas de dolor, y de nuevo se yergue la imposibilidad de alcanzar aquello que se desea.

Se dirige ahora a su esposa amada a quien le dice:
“¡Desdichada! [23] No en demasía tu corazón se acongoje, que nadie me enviará al Hades antes de lo dispuesto por el destino; y de su suerte, ningún hombre, sea cobarde o valiente, puede librarse una vez nacido. (p. 121).

Si el amor puede expresarse en términos lingüísticos nada mejor que este momento para demostrarlo. Héctor comienza su discurso con el mismo vocativo -sólo cambia en su adecuación al género- que ella había utilizado para aludir a él. “Desdichada” le dice, y con ello subraya el demoledor poder del destino que la ha hecho de esa manera. El hombre y la mujer en este caso, no tienen la capacidad de oponerse a aquello que el hado funesto ha determinado. Andrómaca perdió en el pasado a toda su familia a manos del temible Aquiles y, ahora -en este presente desgraciado- los hechos se repetirán, y Aquiles reaparecerá nefasto en su existencia.

La exhortación que sigue en nada puede remediar, ni siquiera atenuar, la pena que embarga a esta mujer. De acuerdo con los términos religiosos del fatalismo nadie podrá enviarlo al Hades antes de lo dispuesto por el destino. El hombre marcha ciego hacia su final, porque no le es dado saber con certeza cuándo será ese momento en que el hado funesto determine su extinción. El vuelo poético que alcanzan las palabras del héroe resulta estéticamente bello cuando dice: “De su suerte ningún hombre, sea cobarde o valiente, puede librarse una vez nacido”. Todos los seres humanos están identificados en lo que al encuentro con su destino refiere. Todos han nacido predeterminados y no habrá fuerza -ni humana ni divina- que pueda impedirlo.

El encuentro que ha sido revelador del lado humano y heroico de estos personajes termina de la siguiente manera:
Dichas estas palabras, el preclaro Héctor se puso el yelmo adornado con crines de caballo, y la esposa amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando en cuando y vertiendo copiosas lágrimas. (p. 121).

Han concluido los discursos y ahora le toca el turno a la acción. El preclaro Héctor abandona para siempre su condición de progenitor y recupera nuevamente la máscara del guerrero: el yelmo adornado con crines de caballo. La esposa amada regresa a su casa; de alguna manera ella también deja de ser esposa para transformarse en la guardiana del hogar, en la guía única que ha quedado al alejarse el marido heroico. Pero su faceta humana reaparece con toda su fuerza a través de las lágrimas que escapan de sus ojos.

Todo ha concluido, aunque en el interior de cada uno de ellos ha de quedar la pálida esperanza que pretende decirles que el destino aún no ha establecido cosa alguna. Cuando Héctor enfrentado a Aquiles -según se narra en el canto XXII- comprende que su hermano Deífobo ha sido tan sólo un engaño de Atenea, en ese instante el velo del porvenir cae para él y se expresa con total lucidez al decir:
Ya la parca me ha cogido. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria, sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros. (Volumen II, p. 122).

Ahora sí, la esperanza deja de batir sus alas y la realidad se impone: va a morir; sólo le queda el consuelo de querer hacerlo a lo grande, valiente, decididamente.

Andrómaca contemplará desde la muralla el desenlace y en medio de abundantes lágrimas se prepara para cumplir ella también con su destino. Había prometido una total fidelidad al esposo muerto y así lo hará. Héctor ya no estará con ella físicamente, pero su recuerdo permanecerá vivo a cada instante. Cuando en la tragedia de Racine [24], Pirro -el raptor, su nuevo dueño- perdidamente enamorado le pide su cuerpo y su amor a cambio de la vida de Astianacte, ella simulará el acto de entrega únicamente para salvar a su primogénito y, llegado el momento de la acción, no le dará absolutamente nada. Su pasión seguirá anclada en Ilión y su amor por Héctor será una muestra irrefutable de esa fidelidad con que las grandes mujeres de la historia, de la literatura y de la realidad saben pagar cuando están plenamente convencidas de la misión que en la tierra les toca cumplir.

Conclusiones
Las grandes pasiones del hombre afincan en la vida misma. Hemos analizado en el presente ensayo un testimonio elegido de la tradición homérica y éste -no por lejano en el tiempo- resulta poco vigente. Todo lo contrario, la permanencia del pensamiento homérico es indiscutible en este siglo XXI no sólo en las obras que lo han intertextualizado, sino también en la existencia de los hombres, en sus excesos, en sus búsquedas, en sus matizados equilibrios. El ser humano de hoy tiene otras consignas probablemente menos heroicas que las de ayer, pero igual se entrega, igual sufre y se desgasta al preguntarse si hay un destino que lo guía y mortifica o si está solo en este universo aferrado también él a la adusta esperanza que nunca lo abandona.

La voz de Héctor y la enseñanza de Andrómaca siguen vivos en tantos ejemplos de sufrimiento compartido que presenciamos a cada instante. El hombre no cesa en su empeño de vivir y ser feliz a pesar de las trabas que el destino continúa imponiéndole.

Luis Quintana Tejera
Artículo publicado el 27/09/2019

Notas
[1]  Para obtener más información sobre Homero y la Ilíada sugerimos consultar dos buenas historias de la literatura griega: C. M. Bowra. Historia de la literatura griega, trad. de Alfonso Reyes, 7ª. reimpresión, México, F.C.E., 1971 y Wilhelm Nestle. Historia de la literatura griega, trad. de Echauri, 2ª. edición, Barcelona, Labor, 1959.
[2]  De acuerdo con Albin Lesky “Se supuso la existencia inicial del plan del poema y se consideró que una Ilíada primitiva de poca extensión se habría acrecentado con el correr del tiempo hasta alcanzar las proporciones conocidas de la obra (teoría de la ampliación)”. [Gottfried Germann (1772.1848) defendió esta teoría]. “Su contemporáneo Karl Lachmann partía del Cantar de los nibelungos y dividió la Ilíada en unos dieciséis cantos individuales (teoría de los cantos) […] Afectó gravemente a la teoría de los cantos el hecho de que los germanistas subrayaran la diferencia sustancial entre canción y episodio épico. Por consiguiente, se trató de probar que los componentes de la Ilíada no eran canciones, sino pequeñas epopeyas de pequeñas proporciones y valor diverso (teoría de la compilación)”. (Albin Lesky. Historia de la literatura griega, versión española de Díaz Regañón y Romero, 4ª. reimpresión, Madrid, Gredos, 1989, p. 54).
[3]  Arnold Hauser. Historia social de la literatura y el arte, trad. de Tovar y Varas Reyes, 2ª. edición, Madrid, Guadarrama, 1968, pp. 92-93.
[4]  Albin Lesky. Op. Cit., p. 39.
[5]  Cfr. Eurípides. “Andrómaca” pp. 585-622, en Trágicos griegos. Esquilo, Sófocles y Eurípides, trad. por Enriqueta de Andrés Castellanos et. al., Madrid, Aguilar, 1978.
[6]  Séneca. Tragedias completas, trad. de Lorenzo Riber, México, Aguilar, 1976, 69-116.
[7]  Jean Racine. Andrómaca Fedra, 3ª. reimpresión, edición de Emilio Náñez, México, Rei, 1996.
[8]  Rubén Bonifaz Nuño. Homero, Ilíada, I- XII, México, UNAM, 1996 [Biblioteca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana], p. 113.
[9]  Homero. Ilíada, traducción nueva del griego por Leconte de Lisle, versión española de Germán Gómez de la Mata, México, El libro español, p. 85.
[10]  Homero. Ilíada, introducción general, traducción y notas por Emilio Crespo Güemes, Madrid, Gredos, 2000, p. 123.
[11]  Homero. La Ilíada, trad. de Luis Segalá y Estalella, prólogo de Pedro Enríquez Ureña, Buenos Aires, Losada, 1971, p. 119.
[12]  Rubén Bonifaz Nuño. Op. cit., p. 113.
[13]  José M. Pabon S. de Urbina. Diccionario manual griego español, 15ª. edición, Barcelona, Bibliograf, 1967, p. 125.
[14]  Homero. Ilíada, traducción de Luis Segalá y Estalella, dos tomos, 2ª. edición, Buenos Aires, Losada, 1968, pp. 119-120. (A partir de este momento todas las citas de la Ilíada serán señaladas únicamente con la página que corresponde a esta edición; entre paréntesis y a continuación de la cita).
[15]  James M. Redfield. La tragedia de Héctor. Naturaleza y cultura en la Ilíada, trad. Antonio J. Desmonts, Barcelona, Destino, 1992, pp. 221-222.
[16]  Situación que se cumplirá en un futuro. Cfr. Gérard Genette. Figuras III,
trad. de Carlos Manzano, Barcelona, Lumen, 1972, pp. 95, 121, 131, 138.
[17]  Jorge Luis Borges. “La casa de Asterión” en Obras completas, tomo II, Buenos Aires, Emecé, 1989, pp. 569-571.
[18]  El término “areté” aparece íntimamente asociado con el concepto de “Paideia”. “El castellano actual no ofrece un equivalente exacto de la palabra. La palabra “virtud” en su acepción no atenuada por el uso puramente moral, como expresión del más alto ideal caballeresco unido a una conducta cortesana y selecta y el heroísmo guerrero, expresaría acaso el sentido de la palabra griega”. (Werner Jaeger. Paideia: los ideales de la cultura griega, trad. Joaquín Xirau y Wenceslao Roces, México, FCE., 1957, pp. 20-21).
[19]  Cfr. Pedro Calderón de la Barca. El alcalde de Zalamea, 20ª. edición, México, Espasa Calpe, 1978 [Col. Austral # 39].
[20]  En griego mthr ((José M. Pabon S. de Urbina. Diccionario manual griego español, 15ª. edición, Barcelona, Bibliograf, 1967, p. 396).
[21]  En griego el término es Potnia que tiene varios significados: dueña, soberana, reina; sagrada, venerable. (Ibidem, p. 495).
[22]  Braida Berreta. Apuntes de clase, Montevideo, 1966.
[23]  El término griego es daimonie.
[24]  Cfr. Jean Racine. Op. cit.
Bibliografía
Borges, Jorge Luis. “La casa de Asterión” en Obras completas, tomo II, Buenos Aires, Emecé, 1989.
Bowra, C. M. Historia de la literatura griega, trad. de Alfonso Reyes, 7ª. reimpresión, México, F.C.E., 1971.
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