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Sartre y el ateísmo.

por Pedro Miras Contreras
Artículo publicado el 14/11/2004

Texto escrito y leído en el marco del Coloquio internacional: Jean-Paul Sartre, Una filosofía del compromiso: Fenomenología, Crítica y Dialéctica organizado por la universidad ARCIS y desarrollado en Agosto de 2004 en Santiago de Chile.

Esta intervención lleva por título “Jean Paul Sartre y el ateísmo”. Sin embargo, no será, más allá de una muy breve referencia, ni exégesis ni comentario sobre texto alguno del filósofo. Tomo su nombre –en este coloquio a él dedicado- sólo como pretexto y evocación de un hombre público que hizo de la filosofía más un método que un fin y del anarquismo menos un fin que una actitud de sospecha. Y de la polémica una relación no siempre cómoda con los demás. Si no hay, entonces, alusión plena al pensamiento sartriano, quisiera, al menos, revivir en este texto su iconoclastia soberbia.

1.-El tema de esta intervención será, entonces, el ateísmo. Pero entendido no como ideología del no ser o como pura imposibilidad lógica, sino más bien como enfrentamiento e intento de explicación del notorio abandono por parte de la divinidad de sus responsabilidades; como negación, en fin de cuentas, que Dios ha hecho de sí mismo.

Una de las formas contemporáneas de esta negación es, desde luego, la sartriana. En “El ser y la nada” muestra el filósofo –dentro del juego dialéctico entre el “en sí” y el “para sí”- la contradicción lógica interna del concepto de Dios; cito: “Dios, ¿no es a la vez uno que es lo que es en tanto que es todo positividad y fundamento del mundo y un ser que no es lo que es y que es todo lo que no es, en tanto conciencia de sí mismo y fundamento necesario de sí mismo?”

Otra forma de la actual negación de la divinidad es la que contiene la expresión “Dios ha muerto”. Aquí, a la negación puramente abstracta (negación conceptual de un concepto) se antepone, de modo dramático, la caída en los vastos espacios de la nada de un ser viviente, de alguien eminentemente existente, origen y fundamento de toda forma de vida. “Dios ha muerto!” exclama Nietzsche en el apartado 108 del libro tercero de la “Ciencia Jovial (o Gaya Scienza). Y añade: “así como sucedió con el Buda, su sombra se mostrará al hombre durante milenios.”

Empero —y ésta es nuestra tesis— este Dios estaba ya definitivamente muerto hace sesenta años, en Auschwitz.

2. -El filósofo alemán Hans Jonas, publicó en 1984, un pequeño libro que tituló “El concepto de Dios después de Auschwitz”. Aunque este escrito parece colocarnos en el aspecto meramente teológico, en la problemática de un Dios trascendente, hay allí referencias al concreto Dios de Israel, al de la Alianza, al que exclamó “Shema Israel, escucha Israel, los términos de nuestro contrato: si tu cumples tus obligaciones para conmigo, tu único Dios, yo haré de ti mi pueblo elegido y acudiré a salvarte cuando estés en peligro.”

“Nada de todo aquello (de esta Alianza), seguirá vigente después de ese acontecimiento que lleva el nombre de Auschwitz”, empieza diciendo Jonas en esta larga cita que ahora leeré: “Aquí (en el universo concentracionario del que Auschwitz es el símbolo), no encuentran lugar ni la fidelidad ni la infidelidad, ni la fe ni el descreimiento, ni la falta ni su castigo, ni el testimonio ni la esperanza de redención, ni siquiera la fuerza o la debilidad, el heroísmo o la cobardía, la sumisión o el desafío. No, nada de esto se supo en Auschwitz, que devoró incluso a los infantes. No fue por el amor a su fe –como fue el caso de los Testigos de Jehová- ni a causa de ésta, ni por alguna orientación de su voluntad personal que todos fueron asesinados. A las víctimas de la solución final no les fue permitido ningún destello de nobleza humana. Ni siquiera en esos fantasmas esqueléticos de los al fin liberados. Y sin embargo, ¡Oh paradoja!, se trataba del viejo pueblo de la Alianza –en la que ya seguramente no creían ya ni víctimas ni victimarios. ¿Cuál es la relación entre esos buscadores de Dios, los antiguos profetas, y sus descendientes, que fueron seleccionados y traídos de todos los rincones de la dispersión y reagrupados en una muerte común? Y Dios así lo permitió. ¿Quién es este Dios que permitió todo esto? Para el judío, que a diferencia del cristiano, ve aquí, en la inmanencia del mundo, el sitio de la creación, de la justicia y de la redención divinas, Auschwitz pone en cuestión toda la experiencia judía de la historia y de la promesa hecha a Abraham de que su pueblo se elevaría a supremas altitudes de señorío, ¿Qué Dios pudo haber tronchado esta promesa?”. Hasta aquí la cita. Estas cruciales preguntas de Jonas han sido hechas y a veces respondidas por muchos teólogos judíos y cristianos. Si resumiéramos, podríamos decir que, del lado judío, dos posiciones extremas ofrecen una misma respuesta. Por una parte los ultraortodoxos , para quienes la shoah no es sino el cumplimiento cabal de la Alianza, el castigo de una culpa infìnita; para los ateos, un problema que no se resuelve metiendo a Dios de por medio: Las soluciones intermedias van desde la reforma radical de un Dios que no cumplió su cometido , que es la posición de Jonas , hasta la de centrar el problema en el esquema de víctimas –victimarios, salvando sobre todo a las víctimas que cumplieron con el Shabatt y con los deberes de respeto hacia todos los seres vivos, incluyendo a los asesinos y condenando a éstos a representar la máxima miseria humana. Del lado cristiano, donde sería de pésimo gusto, aunque acorde con su propia lógica histórica, recordarle al pueblo judío las consecuencias de desconocer al Dios verdadero, ha existido una cierta apertura hacia el sufrimiento de las víctimas –de todas las víctimas- a partir del postulado de que Dios –y Jesús- estarán siempre del lado de los que sufren. Sin embargo, una pura consideración estadística nos puede llevar a afirmar que nuestro Dios cristiano bien pudo estar del lado de los victimarios. Ya que si pensamos que entre comunistas, socialdemócratas y judíos alemanes debe de haber estado la mayoría de los no-cristianos de esa nacionalidad, los victimarios de los campos deben haber sido en su mayoría luteranos y católicos. Reconozcamos, empero, que una lógica maniquea nos retrotrae a la imposibilidad de postular una clara geografía del mal. ¿Quiénes dan testimonio? ¿Qué territorio reconocerá como suyos y a cuales mártires? “Dios reconocerá a los suyos” fue la respuesta que un capitán español diera a su ayudante que le hacía ver que la carnicería que estaba desatando abarcaba por igual fieles e infieles. Pero el problema está aquí, entre víctimas y victimarios. Y, aun a riesgo de ser injustos, podríamos extender el concepto de víctimas hasta lo victimarios, ellos también víctimas del poder. En este punto, y con razón, el sentido moral se indigna. Pero no el sentido político, que reconoce en la inmanencia del poder el subterfugio de proclamar una culpa trascendente.

3.- Tratemos de ordenar nuestro tema. Podríamos proponer dividirlo en tres situaciones diferentes. En primer lugar, Dios como Ser Supremo, como concepto puro. En segundo término, el Dios señor de la Historia, el que mediante milagros, admoniciones y premoniciones se reserva un lugar activo, primordial y poderoso en el desarrollo de las aventuras colectivas e individuales del ser humano. En tercer término, el Dios vivo, aquel con el cual, a través de la oración y la plegaria establecemos una relación de persona a persona. ¿Tres perspectivas diferentes y un solo Dios no más? ¿O tres personalidades diferenciadas según su esencia o de acuerdo a su función? Veamos.

4.- La primera de las vías propuestas nos conduce a esa concepción de un ser supremo y todopoderoso que según formas diversas aparece en casi todas las culturas. Tal vez Parménides el primero, pero con toda seguridad Platón (Theus, o el Demiurgo) y Aristóteles (el motor inmóvil) constituyen, en nuestra tradición, las formas primeras de un “super ser” que preside la escala valórica en que todas las cosas parecen insertarse. “Rex regum, dominus dominorum, in saecula saeculorum, et regnabit in aeternum” como lo define la versión latina del Aleluya del Mesías de Haendel. Un ser supremo que parece requerir, sin embargo, de una prueba racional, universal, de su propia existencia. Y cuyo máximo exponente parece ser la proposición de San Anselmo que, tautológicamente, obtiene dicha prueba de la propia definición de ese Dios. Demás está recordar que a todas las pruebas de la existencia de Dios, Kant terminó metiéndoselas en el bolsillo junto con los táleros que le sirven de símbolo.

La segunda perspectiva nos lleva al Dios Señor de la historia, que, para nosotros, hace su primera aparición en el Génesis. Aquí, muestra el Creador del Universo una gran familiaridad con los recién creados hombres. Reta a Adán y Eva, con su propia voz reprende a Caín, recomienda a Noé cómo salvar su vida y la de todo el mundo natural viviente –excepto quienes sabemos- frente al diluvio inminente. Entre paréntesis ¿Qué fue de todos aquellos que desaparecieron bajo las aguas, como ratoncillos de laboratorio o conejillos de Indias? Luego, Jahvé se aparecerá en sueños a Abraham para anunciarle su amplia descendencia y su glorioso destino y, posteriormente, lo hará en persona para anunciarle el nacimiento de su hijo Isaac y para informarle de la próxima destrucción de Sodoma y Gomorra, Se hace presente, entonces, por primera vez, ese espíritu indagatorio y moralmente inquieto del pueblo judío. Pregunta Abraham, ¿si apareciesen 50 justos, castigarías aun así a todo el pueblo? Jahvé replica negativamente. Abraham insiste en el número de justos que pueden salvarse y salvar al resto del pueblo hasta llegar a diez. Podemos inferir que no hubo siquiera 10 justos en Sodoma y Gomorra, pues fueron destruidas.

Parece que una vez asegurada la dependencia del pueblo elegido con su Creador, las relaciones mutuas se fueron relajando y sólo algunos Profetas, lograron mantener una vía de comunicación. En todo caso, Jesús dejó bien en claro cómo en su época predominaba esa forma vacía e hipócrita del culto representado por los Fariseos –“sepulcros blanqueados”- . La recomposición de la relación de los hombres con Dios requirió entonces, el envío de su propio hijo, a fin de redimir pecados y crear una nueva relación, más íntima y verdadera, entre Dios y todos los hombres, aun a riesgo de aumentar –como sucedió- el número de intermediarios que ocupan el cielo. Así, la nueva religión amparará no sólo a un pueblo elegido sino a toda la humanidad. Como dirá San Pablo, “no hay judío ni griego, no hay siervo ni libre, no hay varón ni hembra” (Gálatas, 3,2).

5.- No podemos negar el inmenso peso histórico del Dios tanto del antiguo como el del nuevo testamento. ¿Quién sino Él sacó al pueblo de Israel de su doble cautiverio, en Egipto y en Babilonia? ¿Quién sino ese mismo Dios logró que la avanzada del pueblo elegido se atreviera a pisar las aguas del Mar Rojo y hacer que ellas retrocedieran y abrieran paso a la muchedumbre? ¿Quién sino esa misma fuerza divina signó los estandartes de las huestes de Constantino y logró que éste convirtiera a Roma y su Imperio; quién envió a la conquista y a la muerte a cruzados y templarios en busca del dominio cristiano de Jerusalem? ¿Quienes sino Dios y el Apóstol Santiago acompañaron y guiaron a aquellos valientes que- con sus brazos rojos de la sangre de los infieles -como relata el romancero del Cid- reconquistó España y, después conquistó América? ¿Quien sino Dios mismo pudo guiar o inspirar a los tercios españoles que tomaron y saquearon Roma, matando a sus compañeros de religión? ¿Quién sino el mismo Dios lleva a esos bravos cristianos –aun cuando luteranos y reformados- a surcar el Océano en busca de su libertad y luego a conquistar el salvaje y lejano Oeste bajo la divisa “in God we trust”. Y podemos, ahora, preguntarnos, ¿a quienes guió y protegió Dios en Auschwitz, a víctimas o a victimarios?. ¿No pudiste, Señor, así como lo hiciste con el brazo de Abraham, dispuesto a matar a su hijo Isaac, paralizar el brazo del asesino nazi? ¿No hubo entre las víctimas ni siquiera diez justos para salvarlas? Hace ya mucho tiempo que la sabiduría popular supo responder a estas aparentes incongruencias. En tiempos de mayor incumbencia divina en los destinos humanos surgió una copla que aun conserva la memoria popular: “vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios protege a los malos cuando son más que los buenos”. De modo fácil, directo y además en verso, el pueblo da su opinión sabia. Primero al problema metafísico por excelencia del mal en lucha contra el bien, y su trascendente solución. En segundo lugar, de que los criterios divinos son simples y muy comprensibles desde el punto de vista humano: la cantidad, es decir, el poder.

5.- Claude Lanzmann, en su film Shoah, cita la carta del Rabino Jacob Schulmann, del pueblo polaco de Grabow, en 1942, que informa a sus correligionarios de Lodz: “Queridos amigos, no os he respondido hasta hoy pues no sabía nada de preciso sobre lo que me habían relatado. ¡Ay! Para nuestra gran desgracia ahora lo sabemos todo gracias a un testigo ocular que se ha salvado por azar. El lugar donde han sido exterminados se llama Chemno, cerca de Domble y todos han sido enterrados en el bosque de Rzuzsow. A los judíos se les mata de dos maneras, mediante el gas o por fusilamiento. Después de algunos días se han llevado miles de judíos de Lodz y con ellos han procedido de igual forma. No crean ustedes que esto lo dice un hombre atacado de locura. ¡Ay!, ésta es la trágica, la horrible verdad. ‘Hombre, desgarra tus vestiduras, cubre tu cabeza de ceniza, corre en medio de las calles, y danza poseído por la locura”. Estoy tan cansado que no puedo siquiera escribir. Creador del Universo, ¡ven en nuestra ayuda!”

Al final de esta lectura, Lanzmann añade: el Creador del Universo no vino en ayuda de los judíos de Grabow. Junto con su Rabino todos murieron en los camiones a gas de Walter Rauff en Chemno.

Richard Glazar, sobreviviente de Treblinka, siempre en el film de Lanzmann, recuerda : “a fines de 1942, en la parte del campos que llamábamos “el campo de la muerte” surgieron inmensas llamas de todos los colores imaginables. Repentinamente, dentro de nuestras barracas surgió una voz potente –era de quien había sido cantor de la Opera de Varsovia- que comenzó a salmodiar un canto que me era desconocido:

“Dios mío, Dios mío,
¿por qué nos has abandonado?
Ya en otra ocasión nos has librado a las llamas,
sin embargo nunca hemos renegado de tu Santa Ley.”
Entonces supimos, continúa Glazar que a partir de entonces, los muertos no serían ya enterrados, sino quemados.

El escritor franco-español Jorge Semprún relata en su libro “La escritura o la vida” que cuando su inolvidable profesor de filosofía en La Sorbonne (Maurice Halbwachs) está muriendo en la barraca, le recita a modo de plegaria el poema de Baudelaire,” Oh mort, vieux capitaine, il est temps, levons l’ancre”. Versos que nos traen a la memoria aquellos de su contemporáneo Walt Whitmann: “Capitán, mi capitán el espantoso viaje ha terminado”. Un año más tarde, continúa Semprún, junto al lecho de muerte de Diego Morales, un joven combatiente republicano español, fraterniza con el agonizante con un poema de César Vallejo:

Al fin de la batalla
Y muerto el combatiente
Vino hacia él un hombre
Y le dijo “no te mueras, te amo tanto”
Pero el cadáver, ¡Ay! Siguió muriendo.

Y también estos versos parecen enlazarse, de rara manera, con esos del Neruda joven que dicen:

Amiga no te mueras
y escucha estas palabras
que nadie las diría
si yo no las dijera:
Amiga, no te mueras!

Es que, casi siempre, un solo verso basta para convocar a todo el amplio universo de la poesía, que es un universo fraternal y confortante. Entonces, quizá, a pesar de la afirmación de Th. Adorno de que después de Auschwitz no puede haber poesía -de hecho la ha habido- ella puede ayudar a darnos la universalidad de la comprensión.
7.-Las actuales tecnologías nos colocan delante la imagen de un joven musulmán, cintillo en la frente, como la cinta o la rama de olivo en los atletas griegos vencedores o como el nimbo cristiano, señal de fe y martirio, que con tranquila mirada se sube a un camión con explosivos –tan mortífero como los camiones de Walter Rauff- y va en busca de su propia salvación. ¿Víctima o victimario? Qué sentido podría tener esta cruel e inútil dialéctica de la impotencia alienante? ¿Cuál es el bando de Dios?

Dice Zygmuntb Baumann, en su libro Modernidad y holocausto, “la noticia más aterradora que produjo el Holocausto no era que nos pudieran hacer “esto” sino que nosotros también podíamos hacerlo”. Hay algo de incómodo en el dividir el universo concentracionario en víctimas y victimarios, no por que las víctimas pudieran tener algo de victimarios sino más bien porque estos últimos son, en un cierto sentido, también víctimas, o nosotros, victimarios. El gesto del socialista Willi Brandt pidiendo perdón de rodillas en lo que quedaba del Ghetto de Varsovia, también, como en el caso del suicida musulmán, trastrueca un poco los papeles. Alguien que estuvo entre los posibles internados de Auschwitz, se pone el sayo de los victimarios para pedir perdón, en un gesto que nosotros también conocimos. La división entre víctimas y victimarios hace posible discernir entre el bien y el mal, y, por lo tanto, otorgar a la divinidad un lugar seguro, aun a costa de dejar situaciones sin explicación. ¿Quiénes, en fin de cuentas, gozaron, en Auschwitz, de la protección divina?

Con la llegada del poder de la técnica –y vaya si hay algo más propio del hombre que la técnica- el Dios de la historia y de la justicia se ve enfrentado a nuevos dilemas. Por ejemplo, uno frente al cual estamos hoy a diario. Un enfermo para salvar su vida, requiere de un trasplante que sólo un donante (léase víctima o cadáver) puede proporcionárselo. Se organizan, entonces mandas y cadenas de oración por quienes ofrendan al Dios pidiéndole que proporcione al donante. Pero, por tesis, se trata del mismo Dios que debió atender dos plegarias contradictorias y que ante el dilema deberá decidir por una ¿Por cual, con qué razón? En todo caso podemos estar seguros que este dilema divino pronto podrá ser resuelto por el hombre mismo y su tecnología, como, cuando en el caso de otros órganos, no se requiera de cadáveres donantes. El hombre salvará a Dios de su terrible dilema de matar a un ser humano para salvar a otro.

La tercera perspectiva que nos propusimos tratar es aquella que nos coloca frente a un Dios personal y que en cierto sentido transforma su trascendencia en inmanencia, que nos lleva a buscarlo dentro de nosotros mismos antes que en la filosofía, la teodicea o la historia. Algunos profetas fueron los últimos que en el mundo antiguo nos encontramos con atisbos de esa relación interior y plena con la divinidad. Tal vez el encuentro de San Pablo con Dios camino a Damasco fue la última vez que Dios en persona objetiva y ubicable en el espacio y en el tiempo, hace su aparición. Será Tertuliano –o alguien de su entorno- quien descubrirá el camino interior hacia Dios: la fe o la creencia –por absurda que ésta pueda parecer. Pero le abrió el camino a San Agustín para encontrarlo en los “vastos palacios” de su memoria. Esta relación nueva, de persona a persona- es la que expresa tan bien el anónimo poeta de

“No me mueve mi Dios para quererte
el cielo que me tienes prometido…
Tú me mueves, señor, muéveme el verte…

Ni en la teodicea (justicia divina, nueva Alianza) ni en las acciones humanas reside el verdadero encuentro con Dios, sino más bien en la soledad suprema, la del recogimiento. Ni voces dadas o recibidas, ni imprecaciones sino esa nueva forma de vida interior en el mundo cristiano que es la oración, la plegaria y su máxima expresión: la experiencia mística, un encuentro íntimo entre dos individuos, dos personas. En todo caso, una experiencia que se dice inefable, más allá de toda palabra.

De modo extraño, así como los grandes místicos hablan de una comunión total e inefable, así los sobrevivientes de los campos señalan la incomunicabilidad de una experiencia, que suele terminar en un total desencuentro consigo mismo y con la realidad circundante. Como sabemos, su ejemplo extremo son los llamados “musulmanes” en la jerga de los campos. Ahora bien, no deja de ser singular que muchos de quienes han contado su vida de prisioneros, hayan dicho que sólo el silencio pareciera ser la única manera de referirse al horror (entre ellos, Elie Wiessel). En todo caso, un silencio muy diferente del de Heidegger respecto de la misma situación. Tampoco deja de ser una paradoja que los místicos estén entre los grandes cultores del idioma. Baste nombrar a Meister Eckhart, a Santa Teresa de Ávila, a San Juan de la Cruz. En este caso, bien podría entonces sostenerse que la experiencia mística es una forma de experiencia estética, o su antesala. En esta misma relación entre mística y creación, entre entusiasmo (que etimológicamente significa tener a Dios consigo) y arte, el Platón del Fedro y del Ion nos da cuenta de los lazos necesarios entre esa forma de alienación que nos pone en contacto directo con la divinidad, con la Musa, y la obra del creador y del intérprete.

Quien mejor que San Juan de la Cruz expresa la claridad enceguecedora de esa experiencia. O el poema de Santa Teresa de Ávila:.
Esta divina unión
Del amor con que yo vivo
Hace a Dios ser mi cautivo
Y libre mi corazón
Mas causa en mi tal pasión
Ver a Dios mi prisionero
Que muero porque no muero.

Este Dios de la experiencia personal es, entonces, muy diverso del Ser supremo que requiere probar su existencia, o del Dios, señor de la Historia, de conducta más bien ambigua. En la medida en que Él aparece en persona, no requiere de otra condición para existir que aparecer al final del camino de bienaventuranza. En este sentido, sin dejar de reconocer la verdad intrínseca de una experiencia, aparece como discutible que la persona del otro lado de lo inmanente sea verdaderamente un ser trascendente a este mundo.

Pues, también suele suceder que la experiencia mística no tenga a Dios como fin sino a su propia belleza, fuente de conocimiento sublime, como en el caso de Buda o sus seguidores.

Pero la desaparición de Dios no nos deja desamparados La confusión posible entre la experiencia estética y la experiencia nos conduce a valorar ambas como simbiosis de lo inmanente y lo trascendente. Creo, sin embargo que hay una experiencia puramente humana, que no necesita de Dios para ser la más profunda y compartida de la vivencias Es la experiencia del amor, que junta dos sujetos la vez en una experiencia interior, inmanente y compartida en los actos trascendentes, comunes de ambos (ni tu amor, ni mi amor, sino el amor concreto que creamos los dos).

Dios como ser supremo, sujeto de la teología y la teodicea, al fin de cuentas, no necesita de pruebas para constituirse de tema de discusión –y sólo eso- entre quienes tienen fe y quienes no. El Dios de los milagros y de la historia está sometido a un proceso de secularizacón que más y más lo aleja de nuestra existencia cotidiana. En cuanto al Dios personal, como la sombra de Buda a que se refiere Nietzsche, debe tener aun algunos milenios de existencia fantasmagórica.

Bien, aquí doy fin a esta diatriba contra un amigo-enemigo. O, si ustedes prefieren, a una plegaria que podría decirse así: “Dios, resucítate. Así como volviste a la vida a tu Hijo y éste a Lázaro, resucítate”. Pero en todo caso, esto no es más que un deseo, tal vez inspirado por Tertuliano. Pero una tenaz tendencia a la incredulidad me lleva a decir: “Deus, Dómine, requiescat in pace.

 

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