La mirada de Federico, de José Luis González Olascuaga, editado por el Consejo de Educación Técnico Profesional – Universidad del Trabajo del Uruguay, volumen 24, 2009, Uruguay, 230 páginas.
José Luis (Joselo) González Olascuaga, es escritor, periodista y dramaturgo, y ha incursionado en el género definido por Chandler como “novela popular de misterio” con Chau Bogart (1989), Las Luces del Estadio (1992), Gardel antes de Gardel (1996), La mirada de Federico (2001), Rompiendo la historia (2001), Identikit (2003), El código Gardel (2005), Vayan pelando las chauchas (2009), Misterios chinos (2014), El exilio de Artigas (2012), entre otras, aunque muchas de ellas pueden catalogarse como “nouvelle”. En ensayo ha escrito El gol en el barro (2000), La Historia prohibida del fútbol uruguayo (ensayo, 2002), y Casal vs Damiani (2006). Obtuvo premios o menciones en once concursos literarios, entre ellos Feria del Libro (3 veces, por Los dados ya están echados, de 1985, Como miente Eydie Gorme, de 1993, y Aunque el olvido, 1995) y fue uno de los doce finalistas del Premio Planeta 2001 por La mirada de Federico. Crítico teatral de La Onda Digital.
En esta novela, publicada originalmente en el año 2002, reconstruye la vida del amigo español de su padre con motivo de su muerte y la reducción de sus restos en el Cementerio Central, y habla tanto de España, removiendo algunos rescoldos de la República, sus contradicciones entre rojos y rojinegros, y las razones de su derrota por el franquismo, como, a su vez, del propio personaje que contará la historia suya con relación al Uruguay y a la pérdida de su calidad democrática primero, y a la impunidad después (en relación, pues, con la memoria histórica).
En el país de Sansueña.- Empezará por el final, es decir por la muerte de ese Federico, y en retrospectiva sabremos, capítulo a capítulo, quién fue, qué hizo y cómo vivió este personaje. “Ya era casi el mediodía y cuando dejáramos el cajón y abandonáramos en silencio el cementerio, terminaría para mí la mañana, esa en la que volví a estar junto a ella, desde la separación” (pág. 22). El uso de la primera persona le permite hablar desde los recuerdos y extraer de ellos lo que sirva al propósito de la novela, contando la biografía del gallego en forma de autobiografía, mostrando las distintas épocas por las que va atravesando la historia. “Federico llegó a Montevideo el 30 de noviembre de 1950, con lo puesto”, y en esa época el ministro del Interior era Héctor Gerona, siendo presidente Juan José de Amézaga. Y nos lo muestra de una pincelada: “era un hombre alto, flaco, de cara huesuda, nariz roma, ojos azules intensos y risueños, maliciosamente ingenuos, piel curtida. Caminaba igual que si calzase zancos. Reía candorosa o socarronamente” (la descripción va de lo estrictamente físico a los aspectos exteriores de su personalidad). El que cuenta, a su vez, es hijo de un despachante de Aduana que trabaja como cadete (es ahí, con catorce años, cuando toma contacto con Federico), y cuenta como testigo directo de algunas de sus anécdotas, pero también aprovecha para contar de él (de su propio crecimiento y su transformación en periodista) y su ansia de escritor contagiado por “el viejo” (Onetti), “no por como escribía, sino por cómo enamoraba”. La irrupción de Onetti se da en toda la novela, y funciona como paradigma de la misma, mostrándosenos incluso hasta en párrafos escritos como si fuera aquel, pero además porque —se dice— Juan Carlos quiso enrolarse para luchar por la República y no fue aceptado por sus defectos visuales (miopía), es decir que tiene relación con esa España herida que es la que nuestro personaje debe abandonar. Uno de los personajes secundarios, Grissel Díaz, parece salida de algún cuento o novela onettiana.
Si bien la historia se remonta a 1950, que es la fecha en que llega Federico a nuestro país, “con lo puesto”, hablará de unas “largas vacaciones del 73”, premonitorias de todo el aluvión fascista que cayó sobre el país. Y nos dará algunos detalles relacionados al narrador (que suponemos que es el mismo que el autor, ya que adopta, a medias, alguno de los habituales seudónimos), como por ejemplo que su padre “era nacionalista de izquierda, estaba a favor de los estudiantes que manifestaban… y no le gustaban nada los militares”, era demócrata liberal y antimarxista, y hablará sobre los sucesos que acaecen en ese verano, como los famosos comunicados 4 y 7, y la confusión que, premeditadamente, infundieron, con amplia demagogia, los militares. La historia transcurre en el balneario La Floresta, donde está la cabaña en que vivirá Federico y la casa de Onetti (en El muro, novela posterior, del 2015, vuelve con un inmigrante español, Imanol Vilas, que podría ser un alter ego de José Bergantín, y transcurre también en este balneario). Tanto Federico como “el viejo” nunca volverán a su país de origen, porque “…en ese país manda Medina” (y pareciera como si se refiriera al Medina (Hugo) que fuera el último militar antes de la vuelta a la democracia); Onetti había dicho, en el año 1989, que no volvía “porque sabía que ya no existían los sitios donde fue feliz y porque a las mujeres que amó no quería verlas viejas”. Es el alternar del tiempo, que salta hacia atrás y hacia adelante, y Federico es la excusa para poblar las páginas de lo que es Uruguay y los uruguayos, candombe y barrio Sur incluido, ya que ese es el barrio donde vivirá el gallego. “Federico llegó con un salvoconducto de un comité de ayuda republicano con sede en Suiza y aquí le dieron documentos para fijar residencia sin más trámites. No a todos les fue igual; muchos debieron realizar años de gestiones para llegar a Uruguay. Hubo épocas en que tenían que ser reclamados por algún español residente en el país de inmigración” (pág. 39), y no sólo nos cuenta cómo llegó a estas tierras, sino, de paso, el drama de los inmigrantes y la generosidad de este país en acogerlos antes como ahora (y el hecho que algunos se hagan los distraídos y cuestionen a los nuevos inmigrantes como que van a sacarnos o sabotearnos oportunidades laborales).
Sansueña, el país imaginario de Darnauchans, es el nombre con el que denomina a este territorio, nombrado como un sueño seguramente porque, como los sueños, lo que pasa refiere a otras cosas, no tan literales, que se deberán interpretar; pero también donde la felicidad, como sueño a alcanzar, puede ser posible. “Yo no quería ser como Federico… (porque trabajaba demasiado, como para olvidar que) había perdido a su mujer en Francia y a los hijos en Madrid”, más allá de que Federico era el despachante más respetado: “O Federico” (como lo llamaban) “era el personaje obligado de las conversaciones, por su humor y por la lucidez de sus críticas al sistema y a las autoridades”. Es por su intermedio que el interés por España va creciendo para nuestro narrador-personaje (deslindaremos el personaje-objeto, que es Federico, y el personaje-sujeto, que es el narrador, un alter ego de Olascuaga, que se hace llamar Eloy Martínez Olascuaga que, además, tiene un defecto de desatención, una especie de autismo). Además, la República de Sansueña es un sentimiento, humanista y solidario, tierra de paz (y amor), descanso obligado de la batalla.
La odisea de Federico quedará sintetizada así: “Natural de Arnoia, Orense, se había afiliado, siendo estudiante de Artes en Santiago de Compostela, en 1932, con dieciocho años recién cumplidos, al Partido Galleguista, que ese mismo año impulsó el proyecto de autonomía gallega que fue aprobado en referéndum, en 1936, con el nombre de Estatuto de Autonomía, por casi un millón de votos contra poco más de seis mil. Pero el Partido Galleguista entregó el texto del Estatuto aprobado en referéndum al presidente de las Cortes el 14 de julio de 1936 y cuatro días después, se produjo la sublevación militar franquista y las autonomías perecieron ante la “España una, grande y libre” de la Falange. Federico fue detenido junto a la mayoría de los dirigentes y militantes del Frente Popular en Galicia, escapó milagrosamente de una ejecución “en paseo” y marchó al monte, luego al exilio” (pág. 60). Y aún algo más, la continuación de su odisea, para redondear la idea: “en esos años de exilio seguía la lucha hasta el punto de no preocuparse de sí, seguro de que ningún desterrado trabajaba tanto recopilando denuncias sobre niños secuestrados, republicanos desaparecidos, torturas y fusilamientos”. [En estos tiempos en que España reabre la discusión sobre las autonomías, a partir de la independencia, o no, de Cataluña, una relectura de estas páginas nos da una mirada más global del asunto.]
Federico se ubicará como un inquilino permanente en el café La Libra (mesa 2) —como si fuera un territorio literario al estilo Macondo de García Márquez, o la Santa María de Onetti e incluso el distrito Yoknapatawa de Faulkner—, y ginebra inglesa mediante desnudará las contradicciones de la República que se dieron entre comunistas y anarquistas, pero sin tomar partido por ninguna de las dos, y más bien culpándolas a ambas de haber roto la unidad indispensable. Y allí quedará, momentáneamente, mientras el autor vuelve la mirada sobre el narrador, y va contando, desde la profesión de periodista, sobre las informaciones más o menos recientes, sobre algunos hechos anteriores y posteriores a la dictadura, e incluso sobre el oficio de periodista, sus dimes y diretes: “me había especializado en redacción de crónicas y reportajes tomados como género literario”. Y es por ese oficio que acude a la entrevista con un general que le pide que haga volver al redil a la mujer de un amigo suyo (Andrea), brigadier desertor y ex general ya que, al parecer, la mujer en cuestión está enamorada de él. Por supuesto que establecerá una relación con Andrea, será algo inevitable, y se enterará, con sorpresa pero sin preconcepto alguno, de que “Karenina fue el primer amor de Andrea para sí misma”; antes había sido para presumir ante los demás. La noche “que logró seguir de largo sin volver a sí misma después del amor, fue la noche que decidieron hacer del suyo un amor ejemplar, un amor de adultos libres y sin pasado, al margen de los prejuicios de una sociedad ensimismada, al azar de los amores prohibidos, de la clandestinidad compartida, de que el otro nunca sea de uno por completo y la explosión instantánea de la felicidad no parezca una condición indeseable sino la propia vida de los amores ejemplares” (pág. 89). Y esa Andrea, Andreíta, es una mujer fatal, pero no por su belleza, que la tiene, sino por su atrevimiento: “…le fracasaron dos matrimonios que habían sido dos mañanas en que creyó en un juzgado tocar el cielo con las manos y terminaron siendo dos tipos destruidos, olvidados de deberes y labores, empecinados en una especie carnívora de droga que les devoraba cada instante, y por último, truncó la campaña electoral de un destacado senador que dejó de comparecer en los estrados proselitistas por no poder separarse de ella los fines de semana. El secreto estaba, quizá, en sus amores ejemplares, el paradigma que Karenina había impuesto de libertad y condición deseable” (pág. 170-171), y aún más: “cuando yo la conocí, ya no proponía. Pedía, sollozando en el hombro del imposible amante sin apremios insufribles, aquella propuesta de “sólo sexo, por favor”.
Los “fuxidos”.- “Fuimos los primeros en luchar contra el fascismo y éramos los últimos en sufrir la tiranía de un cómplice. Los aliados habían traicionado a su muertos” (pág. 106), porque en determinado momento quedaron solos, aislados, diezmados, sin apoyo, y sólo quedó la muerte o el exilio. El capítulo 11, por ejemplo, cuenta las tribulaciones de ese Federico preso, luego escapado, guerrillero en el monte hasta su exilio y su venida a Montevideo, la búsqueda infructuosa de su mujer (perdida en Francia) y posteriormente su muerte, “del modo más imprevisible y desconcertante, acaso un suicidio, pero tal vez ritual” (y también alude a la despolitización de los españoles tras el convencimiento de que habría Franco para rato). Y del mismo modo que luego, tras el Pacto de la Moncloa, que intentó “dar vuelta la página” y “sacar los ojos de la nuca”, no resolvió el problema de la verdad y la justicia (y que aquí el ex presidente Sanguinetti, principalmente, es quien usa de las mismas expresiones para que nos quedemos sin saber qué, cómo, cuándo y, sobre todo, por qué sucedieron todas las atrocidades del terrorismo de Estado), la impunidad, por un lado, y la verdad escondida, por otro, siguen siendo más que un escollo para las víctimas e incapaz de lograr la tan ansiada reconciliación y “la paz de los espíritus”. Es por eso, quizá, que Federico acopia datos sobre los españoles desaparecidos, los muertos, los torturados. Pero también, al darse cuenta que ya nada puede hacerse para recuperar la República, vuelve a sus primeros pasos, acondiciona la cabaña de La Floresta y se dedica a pintar. “El arte no es una suma de conocimientos, es una suma de fidelidades”, dirá. Intentará hacer la adaptación de El perseguidor, de Cortázar, en teatro, y ponerla en escena, porque allí está él, del otro lado, como perseguido por sus propios fantasmas. Huido, “fuxido”, hasta de sí mismo. Será por ello que buscará reencontrarse en el arte.
Y entonces habremos de saber sobre su mirada, que se expresa en los autorretratos que va haciendo: “…era una mirada tan de ver llover en el monte eternamente, cuando parecía mirar al mundo de una vez y para siempre, una mirada parecida a aquellas del viejo, con el mismo aire de vaca con anteojos, ausente, perdida, ya escribí que indiferente, la mirada de cuando ya no importa” (pág. 129), como si fuera, tal vez, la mirada de un derrotado. Es una mirada “ausente y desapegada, una mirada “ajena”. Incluso más, porque allí estará un espejo roto y la visión se transformará en una mirada partida. El espejo mostrará algo de lo que ya nunca más verán sus ojos, y en ese sentido será la mirada de la muerte. Porque, en definitiva, “la imagen en la tela y la imagen en el espejo no sólo no son la misma sino que se hacen cada vez más diferentes y cada vez más distintas, también, de la mía” (pág. 184).
Y en medio de esas ojeadas españolísimas, surge el ingeniero Bermúdez, argentino, casi de la nada, como otra forma de alternidad, y llega a la Bagdad de Sadam Hussein para operar la central termoeléctrica. “Bagdad era una mezcla de antiguas mezquitas y hermosos alcázares, cúpulas y arcos de variado colorido y los altos edificios de última generación, que se levantaban sobre las ruinas causadas por las bombas” (pág. 135). Esas bombas son las que caen durante la guerra Irak-Irán, cuando Occidente apoya —y arma— a Sadam contra el fundamentalismo islámico del Ayatolah Jomeini. “Cada tren iba a la guerra y pasaba repleto de jóvenes adolescentes… Cuando volvían, pasaban cargados de chicos tullidos” (lo que nos muestra la imagen circular de la guerra, o decir que la guerra es esto: la muerte y el desmembramiento corporal pero también social que conlleva en sí misma). Luego el mismo ingeniero irá a Tayikistán, un nuevo destino, para montar una fábrica de producción de aluminio. Y allí se interpone, otra vez, la guerra. En este caso es por la independencia de Tayikistán de Rusia, y llega un momento en que el ingeniero y sus ayudantes deberán irse, como puedan, para salvar la vida. Cuatro meses después volverán para terminar la fábrica, como si fuera un asunto personal. [En el primer momento no entendí qué tenía que ver esta irrupción del ingeniero Bermúdez, hasta que comprendí que el fondo del asunto de esta novela es la guerra, sus circunstancias y las consecuencias que se derivan de ella. Es la guerra que hace nuestro Federico en contra de los falangistas, es la que sucede bajo el telón de la segunda guerra mundial, y es, en definitiva, de la que logra salvarse cuando todo se ha perdido.] En ese sentido, formalmente, alternará las historias, haciendo una construcción por partes, o por bloques, de la novela.
Y veinte años después de haber escapado de Europa, volverá a Marsella para hallar a su mujer: “el reencuentro no funcionó. Tampoco el alma nos reconocimos. Después de algunos meses nos separamos. Ella no podía hablar de los hijos y yo, sólo por estar presente, se los recordaba. No sé qué culpas, qué miedos, qué fantasmas guardaba ese silencio más atronador que cualquier reproche… Me di cuenta que tenía que volver. Ya me habían robado una geografía y para siempre. Yo ya no tenía donde ubicar el dolor de más pérdidas ni como aprehender más recuerdos sin perder los que quería conservar” (pág. 178). Porque habían sido: “veinte años de “ablandes”, de palizas, desde las rústicas a palazos a las más sofisticadas de nuestra época, las psicológicas. De ese laboratorio nadie salió hecho un bicho, pero ninguno salió ileso. Los que salimos, salimos mal. Otros no salieron” (pág. 177), y eso nos da una medida del horror que ha quedado atrás, en todas las épocas, y sin embargo presente, adherido a los párpados de la memoria.
Por último, anotaremos la constante de la lluvia en la novela, como si todo fuera un llanto continuo, pero no de lástima, sino de rabia, de impotencia, por esa muerte tan sentida que exhala, en su último suspiro, los ecos de la República Española (y por todas las muertes ocurridas), trasladada, en fin, a la tragedia uruguaya que aún no terminamos de resolver y asimilar del todo.
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