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Tres Historias de Gustavo Espinosa

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 17/07/2018

 “No es fácil mantenerse impoluto”
Gustavo Espinosa

Gustavo-EspinosaEn estos últimos años han aparecido varias novelas de un escritor uruguayo, no demasiado conocido —salvo en el ambiente literario—, a pesar de haber sido reiteradamente premiado. Se trata de Gustavo Espinosa, oriundo de Treinta y Tres (en la zona este del país), escritor, docente (es profesor de literatura) y músico (ha integrado bandas de rock y blues, la última es Gustavo Espinosa y los pisapapeles). Ha publicado el libro de poesía Cólico Miserere (Trilce, 2009), así como artículos de crítica cultural en varios medios nacionales (La República de Platón, Posdata y el suplemento Culturas, del diario El Observador, y en el semanario Brecha. Es colaborador, además, de la publicación semanal Tiempo de crítica de la revista Caras y Caretas). Después de haber editado en el año 2001 China es un frasco de fetos, ha publicado Carlota podrida (Premio Nacional de Literatura, 2011), Las arañas de Marte (Premio Bartolomé Hidalgo, 2012, y segundo Premio Nacional de Literatura, 2013), y Todo termina aquí (Premio Bartolomé Hidalgo, 2016). Estas últimas tres novelas, publicadas por Casa Editorial HUM, tienen en común el territorio, la ciudad de Treinta y Tres (donde se desarrollan, principalmente, sus tramas), así como el ambiente casi pueblerino de sus personajes, que están siempre al margen, orillando la periferia de la cultura, a menudo transgresores o poco civilizados. La época histórica en que se anclan estas tres novelas de las que vamos a hablar, es la de la dictadura, como marco referencial, es decir los años setentas (principalmente entre 1977 y 1979), pero con amplias notas sobre la década anterior. La música es una constante obligada, ya sea desde sus personajes —que son músicos—, o desde la “banda sonora” que atraviesa los textos. El lenguaje es doble, ya que mientras la narración se da de una forma bastante llana, sin demasiadas metáforas (aunque la misma no es lineal, por lo general, sino que da varios saltos temporales y se adelanta y se atrasa en el tiempo), en el otro texto, con el que dialoga como contrapunto, con el uso de las bastardillas para reflejar ese otro discurso o de los versos gauchescos en Las arañas de Marte, adopta un estilo más barroco, con abundancia de metáforas trabajadas, es decir que no son las clásicas metáforas, sino rebuscadas y con conceptos muy afinados. Podríamos decir, con cierta licencia poética, que el estilo que utiliza es de una precisa “afinación escritural”.

La inoculación del veneno
En Las Arañas de Marte hay una búsqueda sobre la verdad histórica al volver (y revolver) sobre el pasado. Desde la anécdota (ahora) conocida de la detención y tortura, incluida la violación, de un grupo de cuarenta jóvenes entre 13 y 20 años que entre el 12 y el 13 de abril de 1975 fueron detenidos y torturados en el Batallón de Infantería Nº 10, como parte de un operativo contra la Unión de la Juventud Comunista (UJC) local, ordenado por el general Gregorio Álvarez, entonces comandante en jefe de la División de Ejército IV (el periodista Mauricio Almada habla de la detención de veinticinco militantes, todos menores de edad, pertenecientes a la Unión de Juventudes Comunistas de la ciudad de Treinta y Tres —algunos de los cuales hicieron, hace algunos años, la denuncia ante la justicia y que, recientemente, no se pudo ubicar a los denunciados por lo que no se formalizó dicha instancia judicial—), Gustavo Espinosa nos cuenta sobre el mismo episodio desde un lugar periférico al mismo, pero con la clara intención de desmontar la supuesta inmoralidad con que la dictadura, y sus personeros periodísticos(1), quisieron justificar dicha acción sobre esa “célula subversiva”. Por supuesto que en dicha novela todo está en clave literaria, y un hallazgo interesante se da en el contrapunto de la poesía gauchesca, de gran factura formal (aunque la rima no sea perfecta). Porque “la veta artística, cuando es auténtica y profunda, se impone sobre las obligaciones del diario vivir. Siempre se impone aunque no quiéramos” (pág. 62). Todo, el deseo o el dolor, pasa por la literatura.

Con una estructura de collage literario, el relato es el que un viejo amigo le hace a otro, de algunos hechos ocurridos cuarenta años atrás. Está el escritor, inválido y que está por fuera del mundo; el guitarrista y cantor Román Ríos que no tiene más remedio que ganarse la vida en lugares sórdidos, viejo cantante y tímido poeta militante, totalmente por fuera del estereotipo, desaparecido y engullido en lo popular del canto; Quique Segovia, el músico y narrador, con diecinueve años y que quiere continuar esa tradición musical, y sobre todo Viali Amor, una femme fatale dispuesta a todo, paradigma de lo erótico femenino y personaje casi pornográfico. Hay resonancias en torno a campamentos donde el alcohol y el sexo predominan; hay simetría entre el músico malogrado y el que quiere seguir su camino, como una vocación y un destino a su necesidad de hacer algo, de darle un rumbo a su vida; hay objetos póstumos y banales convertidos en “testimonio único de un contexto muerto” (pág. 69), como si se los quisiera resucitar. Hay un barroquismo pintoresco, aunque a veces no del todo claro en lo que quiere decir, como por ejemplo: “…como una criatura singular y anfibia que sólo podía haber emergido en la excentricidad de los márgenes, en una intrincada frontera donde se tocaban chisporroteando algunos universos de sentido radicalmente heterogéneos”; hay claras referencias a la ciencia ficción, sobre todo inglesa (Olaf Stapledon o Ballard) así como a la literatura fantástica argentina, pero no como una literatura escapista sino afincada en un futuro posible (en todo caso necesitada de que haya un futuro), hasta quizá deseable en su extrañeza; hay la música de rock, sobre todo argentino, de la década de los setenta, para ser transgresor al menos en algo. Todo eso junto forma un cóctel explosivo y hasta cierto punto ridículo. Además, el autor cuenta sobre lo que cuenta como una forma de contar, una ficción dentro de la ficción, y también habla sobre él, pero afirmando que él es él mismo pero como si fuera otro, como si pudiera estar fuera de su propia piel, de las ideas y sentimientos de aquel tiempo de su vida.

Porque en el fondo hay un miedo latente, subliminal, y un miedo que se apoya en la almohada antes de dormir; y la certeza, terrible, que la posibilidad de la tortura era mejor que la suposición paralizante (y estadística) de la próxima caída y el suplicio consiguiente. Es por ello que hay, entonces, una inconciencia militante, y existe un terror, también, a la degradación pequeño burguesa que se llevará consigo el ideal puro que es lo único que parecerá (o merecerá) sobrevivir. Todo eso terminará por arrojarlo al exilio como única manera de salvarse, y al volver ya no necesitará de su Treinta y Tres natal, ésta deambulará por la memoria como si fuera un ancla. “Me pasé aquellos días del primer regreso entrevistándome con secretarios políticos, con secretarios docentes, con secretarios de cultura… (pero) noté que algunos de ellos se escandalizaron, más o menos disimuladamente, de que yo usara zuecos y un piercing en la oreja”, como si ello significara ya no ser revolucionario. Y claro, vendrán las noticias del desastre donde se anota la caída de casi todos los militantes de la época, de los que no pudieron salvarse, como él. No sólo es el exilio, sino el doble o el triple exilio, el de su país, el de su patria chica, el de su organización. Y el de su amor, como un veneno fatal, para siempre perdido.

Escritura de un paria
Antes de empezar el análisis debería decir lo siguiente, que es la síntesis de un sueño que tuve como reflejo de la lectura de dicha novela, como homenaje: “Yo soñé con Anita Culo, por supuesto que en mi sueño no se llamaba así y en realidad eran dos personas fusionadas. Una, que sí se llamaba Ana, era levemente culona; la otra se llamaba de otra forma pero tenía flor de culo, enorme como para abrigar un asiento doble. No eran lindas, ninguna de las dos, pero tampoco feas”.

En Todo termina aquí, la historia sucede, nuevamente, en la ciudad de Treinta y Tres. El método que utiliza Espinosa en cuanto escritor para averiguar el paradero de la realidad, que llamaremos de excavación escritural, es como si fuera el oficio de peón de arqueología, emparentado con el tatú, que agujerea ciertas (maleables) superficies para encontrar el nido (y el nudo) del asunto. Aquí el sujeto determina el objeto mismo de la escritura y el modo de hacer, de escribir, la misma.

Es la anécdota primera, a su manera, de las consecuencias que acarrea una broma de carnaval para los tres sujetos de la misma: Fernando y Mondongo, músicos, el último apasionado de la figura femenina, y Ana Armendáriz (Ana Culo de Buje), formando un perfecto triángulo isósceles cuasi amoroso. Sus personajes son insólitos: Mario Arbelo que es El Tarado Arbelo (“traje oscuro, corbata no muy barroca o sicodélica, con el pelo más bien corto y con jopo, aún cuando ya habían empezado a aparecer las patillas y las melenas… Seguramente todo aquello era recibido como una performance de energúmeno o de drogadicto por la mojigatería de entonces: de ahí el apodo clínico”), y cuya obsesión nuclear de su existencia es Anita Culo (además, “lo confundía el deseo de que ella hubiese estado siempre en todos los lugares”). Los bluseros Heber Mondongo Espel (Mondongo o Hebercito), quien toca la guitarra, y el profesor de Física Fernando Larrosa (Electrón), en la armónica, más la bella Ana Cecilia Armendáriz Cruz (más conocida como Ana Culo de Buje o Anita Culo). Una carta de la prima (mencionada en el texto como “autora intelectual” de cierto libro o librillo, “Enciclopedia de Educación Sexual para la mujer moderna”), nos agrega algunos datos para cerrar la historia. Hay, allí, un tono distendido y “dispensioso” (esta última palabra le gustaría al escritor Espinosa, entre dispendio y despacio; ergo: el lento, y oblicuo, discurrir de la trama), que rezuma jocosidad y prontitud, y no tiene segundas intenciones. La ficción y la realidad se dan la mano; una y otra parecen ser lo mismo. Y es que, en puridad, en literatura todo es real y verdadero, hasta la mentira. Se cuenta, entonces, una visita que realizará el personaje que asume una identidad similar a la del autor, a Fernando y Ana Culo, y desde allí remontará hacia lo anterior de la historia, y luego, en bastardilla, contará las memorias de Fernando Electrón de un viaje a Puerto Montt y el concierto mítico en la tierra que inmortalizaron Los Iracundos.

Son obvias las referencias a la ciudad de Treinta y Tres, expresadas en los lugares clásicos de toda ciudad del interior. El club El Democrático, que es un club popular donde “ensayan grupos de danza folclórica, se reúnen agnósticos o se dan clases de Aikido” (entre otras), fundado allá por los años veinte, tiene en oposición al cajetilla exclusivo del Centro Progreso. Pero inevitablemente, “después, no hace mucho, cuando la civilización comenzó a apagarse como las luminarias de un viejo cine en bancarrota, solo fue quedando la penumbra de carcasas inexplicables diseñadas para ritos que dejaron de practicarse”. Hay una diferenciación social mostrada no sólo en los clubes sino también en los bares (el Yaro´s y el London). Y también cierta crítica al carnaval, que nos muestra lo que la modernidad ha hecho con el verdadero espíritu de las cosas (de antaño): “hoy el carnaval es un espectáculo geometrizado y bombástico, auspiciado por cadenas de ventas de electrodomésticos. Hay funcionarios municipales que cuentan las lentejuelas y cronometran los cuplés como si fueran alejandrinos de Racine”, pero en Treinta y Tres el desfile de carnaval “era un toletole miserable y gozoso que irrumpía detrás de un camión de la intendencia, sobre el que los milicos del cuartel desuniformizados tocaban marchas brasileras”.

El humor, desopilante, irreverente, a menudo corrosivo, se nos muestra en, por ejemplo: “la intrusión del tamaño de su esplendor siempre era una catástrofe en cualquier parte”, que alude al tamaño del trasero de Ana Culo; y aún más: “segregaba… una fiebre fría o un campo magnético de distancia o estupor”. El tiempo es el de la dictadura y los milicos, pero se retrotrae a los años 1966, 1967 y 1968. Una manera de expresar esa distancia temporal está dada por los nombres de los distintos grupos musicales de aquella época: empezando por Los Iracundos, pero además Los Bravos, Los Blue Caps, Los Tábanos, Los Angeles Negros, Los Modernos, Billy Cafaro, El Club del Clan, Los Trémeloes, Nueva Generación, Patrulla Juvenil, Alta Tensión; o bien la película El extraño de pelo largo, que se estrenara por esos días.

En la narración se intercala, destacada en bastardilla, el relato íntimo, para sí mismo, de lo que va sucediendo en el viaje de avión a Chile (y luego hasta Puerto Montt), el miedo a volar, los pensamientos en torno a la muerte y a la enfermedad. Ese viaje en avión es “una cinta sin fin”, proyectada al infinito (como todo viaje), y tiene referencias que saltan en el tiempo y nos trae el recuerdo de otros viajes, esta vez motivados por la enfermedad de Anita y el viaje a Aceguá para visitar a un pae cuando ya no hay esperanza de recuperación: “volvía a pensar que no hay nada más excluyente que el dolor físico”, porque ella “estaba en el dolor” como si fuera en un territorio prohibido. Y allí intercalan, también, letras de canciones, inventadas o no. Es Aceguá trip, la letra de un blues “que Fernando estrenaría en público bastante tiempo después”; esa letra que tiene “pormenores inventados con un propósito estético” (no solo era documental y catártica). Y en el medio del viaje, que es a su vez el “viaje” de la morfina que calma el dolor, ella larga un alarido que “sonó como una ola sucia”. Ese viaje es, se transforma en alucine. Fernando dijo “que no era cierto que el optimismo y la esperanza fueran eficaces para combatir el cáncer. Eran, más bien, síntomas del cáncer: unas ganas de vivir bestiales, una adicción viciosa a la vida”. Además, “los veranillos siempre desencadenan secuencias de inarmonía”, y “todo parecía raro, como infectado de una fertilidad inopinada”. Es en esta parte, donde la realidad parece (y es) irreal, cuando hay una clara referencia a Joseph Conrad y a El corazón de las tinieblas, tanto por lo incoherente —opiáceo— del discurso, y toda la acción, afiebrada por la enfermedad pero, sobre todo, por le horreur que despertaba la situación. Que Ana Culo muera no será más que la consecuencia indirecta de la vida; que lo haya hecho más temprano no es más que una injusticia de la que no hay a quien culpar. Y que recuerde, por siempre, un cunnilingus de antología, será una moderna forma del calvario.

Pero además el viaje de avión que nos cuenta Fernando Electrón Larrosa, que sucede después en el tiempo lineal de la novela, no hace más que recordar con mayor fuerza la Anita Culo vital, y nos predispone a su segura muerte y a la perplejidad de que él haya sido el afortunado de tener (poseer) a Anita Culo: “era curiosidad acerca de por qué ella (el animal más hermoso del mundo, como se dijo apresuradamente sobre una actriz de Hollywood) estaba a mi lado”, y a la seguridad de no merecerla. Y el hecho de volver, una y otra vez, sobre su recuerdo, le hará pensar: “que ella me siga provocando pensamientos nuevos no deja de tener algo de milagro continuado” (hay, un poco más adelante, una antisolemnidad de la muerte: “…el largo ataúd cerrado y rojizo, como un cohete lustroso a punto de ser lanzado”, como otra forma de la certeza de toda inutilidad de esas ceremonias luctuosas que lo único que buscan es el regodeo del dolor). Porque entonces vendrán las reacciones ante la muerte, la caminata en círculos de Heber Mondongo, caminata que buscaba “producir la resurrección de Ana o de modificar el pasado”, o la trivialidad del duelo de Electrón, “la imperdonable cautela con que inauguraba su viudez”, e incluso la justificación absurda de que él había hecho todo lo posible “que podía hacerse”. “Pero de todos modos, no puedo apagar la memoria, no tengo un conmutador que pueda parar las imágenes muertas de Ana, ni abrir las compuertas…”, y es por eso que durante el viaje seguirá recordándola. Y al llegar a Puerto Montt, y al objetivo final de esta novela, verán “monstruos marinos de portland perenne” en el clásico monumento a la pareja de enamorados que refiere la canción de Los Iracundos, mientras en la ciudad la construcciones serán de madera o lata y desmontables. Y el recital, aunque es técnicamente bueno, incluso el mejor de todos, finalmente trae la catástrofa, para decirlo de este modo (a tono con los tiempos actuales).

Otro de los personajes accesorios, secundarios, es María Liz da Cruz, amiga de adolescencia, quien en el liceo se le da el apodo risible de la Lid Clamaremos, negra y alcohólica. “Mientras no estuve en el pueblo, me llegaron esporádicamente noticias suyas: que había tomado querosén, que tenía amistades sórdidas, que un año abortaba y al siguiente paría. Cuando regresé, la Lid era una especie de matriarca escuálida y soez de una banda de adictos al antitusígeno mezclado con alcohol y cucumelos, donde figura también el Negro Dubra. Leían a Bukowski y robaban paquetes de arroz y botellas de vino en los almacenes”. Son personajes de la periferia de todo, calificados como “beatnik de pueblo rata”. Y justamente tras la muerte de Anita Culo viene la decadencia junto a la Lid Clamaremos y una serie de personajes al borde (al borde de la locura, de la indigencia, de la misericordia. Es la lumpenización total e inútil). Incluso Gustavo Espinosa se da el lujo de incluir la presencia de Amir Hamed(2) de persona a personaje, como si fuera un invitado de lujo que, curiosamente, desentona en la reunión.

Pero por otra parte, el ombligo de la narración toma la forma de artículos periodísticos que el autor va publicando en una revista llamada Tres puentes. En realidad vienen siendo Cartas al lector y a la dirección de dicha revista, e incluso se hacen aclaraciones sobre partes de la misma narración que pueden, o no, ser suprimidas por los propios editores que, por negligencia o por mera pasividad, estos la dejan tal y cual como viene. “Si la forma en que lo cuento —que me parece la más verdadera y necesaria— llega a los lectores, será una prueba de la entereza de los responsables editoriales de este suplemento. No soy tan idiota como para no comprenderlos en caso de que decidan suprimir o aún modificar esta parte del relato” (pág. 31), y en esto hablaremos de un metatexto. Las réplicas indignadas de la prima de Anita Culo, en favor de la moral cristiana (y burguesa, por cierto), desgrana datos de la susodicha en su relación con Fernando Larrosa y de su entorno familiar, y peripecias vitales sucedidas al irse a vivir a la capital. Esas réplicas darán paso, a continuación, a narrar sobre la vida de la pareja y, sobre todo, a mostrarnos la perturbadora imagen de Ana Culo para el personaje que tiene el mismo nombre que el autor: “permanecer allí, expuesto a la concentración de hermosura de Anita Culo, me pareció desde la primera vez, hace casi treinta años, como estar sumergido en una piscina donde se agita un pescado rabioso” (a propósito del origen del mote, dirá que es: “el apodo resentido, Culo de Buje, que alguna vez, en treintaitresino arcaico, designó a las mujeres altaneras o remilgadas”). Y esos treinta años después nos ubicarían en 1987, en un tiempo de lecturas de Bukowski y blues: “si este relato fuese sobre mí —dirá el propio autor, haciendo una autoparodia de sí mismo—, explicaría que la broma de Fernando era atinada: desde el principio, dar clases me resultaba brutal y estúpido, como la rutina de un frigorífico para el boxeador alcohólico del cuento”; nos ubicarán perplejos junto a Tom Waits y, sobre todo, a Rain Dogs. El dúo formado por Heber Mondongo y Fernando Electrón era posible porque “habían seguido tocando por hacer música, que es la mejor manera de hacer tiempo” (“ambos pertenecimos a la corte o cohorte, o como sea que se diga, de los fans o groupies de los grupos pop treintaitresinos de principios de los setenta, y ambos somos los más fieles enamorados de la miss del mundo y de la luna”, en clara alusión a Anita Culo). Una especie de blues del arrozal era lo que hacían Electrón y Mondongo, que en determinado momento “ya eran héroes de culto (y) eso, en Treinta y Tres, era haberse afincado en el borde más exorbitado respecto de cualquier centro imaginable”.

La nota relativa a un caso policial, y que se nos muestra un poco tangencialmente de la historia central, desnuda la triste realidad de nuestros días, la inoperancia policial y la tardanza de la justicia, quizá como una manera de anticipar lo que pasará con Fernando en la parte más austral de la memoria.

Hay algunas referencias a su propia escritura que, como un guiño, se nos muestran como al pasar. “Así se completó, por única vez en mi vida, una de esas circunferencias de injusticia poética que aparecen en las novelas de Gustavo”, donde aquí es autorreferencial. “Ya ha sido dicho que una de las funciones de la escritura es tomar el mundo tal y como lo conocemos, para devolverlo mucho menos inteligible de lo que parecía. Este procedimiento, sin embargo, ha incomodado a algunos lectores. Se me ha reprochado que la descripción de locaciones conocidas es redundante, y que la publicación y fijación de algunas peripecias, la transformación de personas en personajes, es obscena. Creo que no hay más remedio que insistir en esas operaciones de complicación o enrarecimiento, siempre que se lleven a cabo sin mentir, porque contribuyen a acercarnos oblicuamente a alguna verdad, a alguna forma de sentido”, y esa es la explicación literaria de su propia escritura. E incluso Gustavo Espinosa nos afirma que “los versos de un blues o de un soneto son una falsificación hecha de gramática inocua”.

Ubicaremos una serie de neo metáforas: estatuas de cortinas, prosperidad arruinada, harapo de una alfombra púrpura (o sea ¿una alfombra raída, desgarrada?), explicada acá: “en las veredas, en noviembre, se empieza a pudrir un colchón de moras del mismo color pisoteado que la alfombra” (la ruindad). O una “murmuración amorfa” (sin forma), atravesada por carcajadas, pitos, falsetes. Y, por supuesto, una oncología angélica, como si esto fuera posible.

Por último, diremos que el sistema —el método— empleado es avanzar en la trama que se elabora dando un salto largo y luego volver sobre lo que une ambas historias: el puente (de ahí que el nombre de la revista, Tres puentes, signifique también los puntos de unión). O sea, lo de antes se cuenta después. Y después sólo quedará el destierro, el auto destierro final, gélido, donde nada vale la pena si Anita Culo de Buje ya no está, colgado del finisterre, “para que su falsedad esencial tarde un poco más en ser olvidada”.

En suma, “la concepción espacial del fin del mundo es la fantasía obsoleta de la última frontera con la nada, con las fauces de los endriagos esperando que las naos caigan al estómago del último abismo del planisferio”. Y, además, la novela plantea “la geometrización de la enfermedad” y la necesidad amnésica, por lo que es mejor ya no saber nada… para no sufrir.

Ensoñaciones blandas
Apenas empezamos a leer y ya estamos cómodamente instalados en algún lugar del clásico boliche desde donde podemos ver todo lo que ocurre en el local: la tele absurda con su reality show de la pobreza, la batucada improvisada sobre cualquier cosa que suene, los personajes al margen frente a su respectivo plato de guiso central —algún resto de caldo y huesos— y, sobre todo, al personaje, Sergio Techera, anclado en su próxima sexta copa de grapa, ojeando un diario quincenal (Palabra), donde irrumpe la noticia de la próxima visita de una actriz que en su adolescencia le quitara el habla (y la amistad de un grupo de muchachos irrespetuosos). Se tratará del improbable e inútil secuestro, en la ciudad de Treinta y Tres, de la diva que irá allí para hacer una donación importante de parte de una ONG en la que ella participa. Es la actriz Charlotte Rampling, quien, en su carrera artística ha rodado películas tanto en Estados Unidos como en Europa y ha alternado el cine de autor (en ocasiones controvertido) con producciones de Hollywood y taquilleras como Orca (con Richard Harris), Adiós, muñeca (con Robert Mitchum), The Verdict de Sidney Lumet (con Paul Newman), El corazón del ángel de Alan Parker, Instinto básico 2 (con Sharon Stone), Deception (con Hugh Jackman) y La duquesa (con Keira Knightley), entre otras.

Como ya nos tiene acostumbrado, Espinosa echa mano a la corte de personajes estrafalarios, miembros de la periferia más encumbrada, con prontuarios delictivos o conductas ilegales: el Brújula, perdido sin remedio, lugarteniente (o algo así) del Juancho; la Loca Marisa, que en la parte fundamental de la novela será su consorte o algo parecido (Sergio sabía “que ella era cinchadora y que, por eso mismo, le tenía un trabajo más aliviado y de mucho más ganancia… sabía —como todo el mundo— que ella trabajaba como tres hombres juntos, que cargaba arena, criaba chanchos, plantaba boniatos y hacía limpiezas. Algunos deploraban que se gastara en caña lo que ganaba trabajando, que despilfarrase en alimentar y vestir a tipos como el Brújula, en pagar a otros que solía llevar, simultáneos, a la casa que ella misma había ido levantando…”); el Pijero, don Juan Rogelio Díaz, artesano que hace eternas vergas de madera tullida; el Juancho Pimienta, dealer treintaitresino, ex preso, musculoso y ampliamente tatuado y su mujer la Negra Silvia; el Gordo Dellepiane, quien será cocinero de aromáticos guisos; el Loreno, puto de Río Branco, o Milton, que es el dueño del boliche a que hicimos referencia al principio. Nuestro personaje, Sergio, quien cuenta su odisea, de costumbres dudosas donde se aplica al alcohol y recae en el consumo de marihuana, es otra vez un músico, toca el contrabajo y el bajo en un grupo de cumbia llamado Diamante, a pesar de que odia la cumbia, y en la Típica Olimareña (también encontramos, como en Todo termina aquí, la serie de grupos musicales de los años setenta, como Los Gatos, Almendra, The Knack, Psiglo, Días de Blues, etc., y de ese modo nos ubica en esa década dictatorial y miliquera). Una referencia puntual sobre “las primas descaradas”, de las cuales uno siempre se puede enamorar, las transforman en un elemento pervertidor por excelencia, sobre todo cuando nuestro personaje es adolescente, del mismo modo que la música y los grupos musicales mencionados refieren a la época de la adolescencia del personaje y en ese sentido es autorreferencial.

La realidad no se comporta igual que la fotografía de lo real, es el hiperrealismo aumentado y coloreado por siempre. Y bajo un cielo primaveral, aunque aún se siente el frío, y en medio de los localismos lógicos, podemos decir que “en la medida en que hemos ido enriqueciendo el deseo, hemos empobrecido al mundo”, y esta es la oposición entre lo real y el deseo de la realidad. Una constante que se da en la novela es el inventario de cosas, animales, episodios y hasta estados de ánimo; en ese sentido podríamos decir que esta es una novela-inventario, donde hace una recopilación de todos los elementos desencadenantes de la trama, a pesar de lo absurdo de la situación creada (ese secuestro). “De un modo que hoy me parece arbitrario, o al menos inexplicable, yo iba colocando preferencias y afectos sobre lo que iba conociendo”, porque así es como va estableciendo sus conceptualizaciones, a modo de principios por los que se regirá nuestro personaje. Y del mismo modo que en Todo termina aquí el texto en bastardilla desgranaba el discurso íntimo de Fernando (Electrón) Larrosa, quien terminaba todo allí, aquí el texto en bastardilla es la carta imaginaria (que un grupo innominado de traductores se encargará de trasladarlo al inglés de la actriz) que Sergio Techera —músico como aquél y como el autor— se atreve a improvisar sobre algunos pensamientos acerca de lo que la diva debe tener en cuenta cuando visite ese extraño pago que es Treinta y Tres y, sobre todo, para que sepa el porqué de todo este asunto. Esas anotaciones, “más que un plan, un manifiesto o la fundamentación teórica de un proyecto, se parecían a una especie de tango sobre la pérdida de paraísos domésticos” (pág. 33), por lo que ese discurso interior, expresado en las cartas, se solaza en descripciones cercanas al mundo del séptimo arte, divas, divos y películas que continúan sus escenas en la memoria imaginaria de nuestro héroe, recordando las tardes de cine continuado de alguna sala treintaitresina, igual a todas las salas de pueblos y ciudades del interior. Porque, como el propio autor dice, “lo que se escribe es, también, los pormenores de quien lo escribe”. Y agregará: “yo escribo esto desde la yema de una alucinación”. O decir que lo que busca Espinosa es transformar el signo en realidad.

Después de ver la película donde aparece, por primera vez, Charlotte Rampling (Farewell my lovely), dirá que “sentía el hambre del chancho por las perlas irreales que nadie le arrojó jamás. Yo era como una especie de mutación de Dante: sabía que estaba en el infierno, mientras los demás creían estar en el mundo, y creían que ese mundo era mejor que el infierno”. Y también, “yo estaba encandilado por un frío tóxico: los filos de su mirada, sombreada por un aura de moretones, me conectaba a una brillazón, como si me hubiesen inoculado el litio destilado del alma de un gato”. Pero después, a cierta altura, ya medio desinteresado tras una búsqueda incesante sobre ella, “admitía la posibilidad de ser solo un pajero mental enamorado de una estrella de cine”, lo que suena a una tibia justificación de su obsesión onanista.

La descripción, a modo de inventario, cumple dos objetivos: por medio de las cosas nos establece la pobreza del lugar y de sus moradores, así como el año —o los años— de referencia (marcado por el calendario cursi de rigor), y la actividad diaria por las cosas (como los cajones de verdura) que sirven de pantalla de otras actividades (ilícitas). Por ejemplo (y aquí la división se da en lo que está encima y lo que está debajo): “…encima de la mesa, sobre una bandeja circular como de mozo de restorán que tiene estampadas rosas y otras flores, hay una cocinilla a gas con una garrafa de tres kilos. Junto a ella, la botella de plástico de caña Londres (a caninha oficial de Alemanha 2006) vacía ya, en cuya etiqueta se ve un dibujo del Big Ben; una olla grande y una pequeña, de acero inoxidable, ambas abolladas y relucientes, un viejo encendedor de origen checoslovaco de los que se solían llamar culo. Debajo de la mesa, sobre el piso de portland sin lustrar: un cajón de madera del cual como en una cornucopia de museo se desborda una mezcla de morrones rojos y verdes, boniatos criollos y boniatos zanahoria, zanahorias, un zapallo verruguiento, choclos, papas y cebollas. Junto al cajón, una bolsa de nylon transparente llena de chauchas de arvejas, habas y chícharos, y una caja de cartón sin estampados ni leyendas de la que sobresale un paquete de fideo entrefino y la punta de una bolsa de pimentón color ladrillo. Una heladera blancuzca, marca Siam, algo descascarada, ronronea” (pág. 75). Y luego, “en el almanaque de cartón que cuelga de un clavo se lee “Provicentro Maxitodo de Esther Borba de Gutiérrez desea a clientes y amigos un feliz 2006”; sobre el augurio, un canasto con cintas rosadas dentro del cual miran a la cámara un perrito y un gato” (clásico almanaque seudosimpático de almacén). Y después de esa descripción, el autor nos sigue diciendo, en esas cartas que escribe: “he ahí el mundo… Mrs. Rampling. Nada es casual en él”. Y explica: “del mismo modo en que he dispuesto los trastos que la acompañan a usted en este instante, yo he puesto en armar esas miserias la pericia y exactitud de un pintor que compone el conjunto de cueros del bodegón que pintará, forzando un orden que parezca aleatorio”.

Un personaje totalmente fuera de foco, pero que es mencionado reiteradamente, es Alberto: “era como diez años mayor que yo y tenía el aspecto standard que ustedes, los europeos, Milady (le escribe a la actriz), atribuyen a todo latinoamericano: mezcla de rasgos afro e indígenas, piel marrón, dientes muy blancos. Se vestía como un hippie, por lo cual mi padre decía que debía de ser un comunista”. Además, “Alberto ponderaba la velocidad o la distorsión de un solo de guitarra, los contrarritmos y redobles de batería, y (algo casi tan fundamental en mi vida como usted, madame) me enseñó qué cosa era un bajo y me hizo oír como sonaba”. O sea que es quien le muestra el camino musical que tomará su vida (y sólo por esto es mencionado). Pero también la sed de ser parte de algo importante en una época determinada, o cuando menos el lamento perdidoso: “Sin embargo, tarde en la noche, tomando caña, nos lamentábamos porque esa caña que tomábamos no era LSD, porque ninguno de nosotros conocía ni siquiera el olor de la marihuana, porque no habíamos nacido algunos años antes, para, al menos, ir a ver a Psiglo y Días de Blues en Montevideo, y a Constelación, el grupo de Alberto, en Treinta y Tres. Así habríamos podido ser hippies o aunque más no fuera usar el pelo largo. En 1978 nada estaba más lejos del rock and roll, Milady, que este lugar donde la tengo cautiva como a una nube en una jaula de alambre. Todo (Woodstock, Billy Bond y la Pesada del Rock and Roll, Mick Jagger con maquillaje glam cabalgando en una verga de goma espuma) había ocurrido en el pasado. O estaba ocurriendo muy lejos (como el punk, por ejemplo), y nosotros no lo sabíamos”. Son las digresiones musicales que no puede evitar ni el autor ni el personaje por su calidad de músico.

La propia ciudad de Treinta y Tres es delimitada por ciertas construcciones como por algunas calles emblemáticas, desde la referencia al fundador (Dionisio Coronel, quien en realidad fue el que gestionó, siendo senador, la fundación de la ciudad), una especie de Brausen onettiano pero más antiguo y más contenido, más elemental, hasta lo trivial de que siempre sea la misma persona quien funge como presentador de actos políticos, artísticos y de todo tipo, y que además es locutor de radio (llamado Amílcar Recuero), y que, en la realidad de toda ciudad del interior sucede exactamente de esa manera.

A medida que nos adentramos en el secuestro, vemos lo que éste provoca en nuestro personaje, sintiéndose ya acorralado por el miedo y por la creencia firme en lo inútil de todo esfuerzo: “la náusea remitió como una inundación en derrota, dando lugar a un miedo perfecto. Era una mutación del terror resistente al alcohol y a las drogas, inmune a los viejos antivirus de Sergio. De nada le valía pensarse torturado, muerto, avergonzado en el infierno frente a la sombra del batón colorado de su madre (que es una imagen que se repite cada tanto, como gesto admonitorio), verse por anticipado en una situación imposible de empeorar. El terror engordaba con todas las imaginaciones destinadas a combatirlo”. Además, tras el secuestro y la noticia del secuestro, la ciudad se vuelve una trampa mortal porque está llena de “monstruosos camiones anfibios camuflados que patrullan las calles del barrio Agraciada, suscita en las esquinas del centro, o entre las sombras verdosas de la plaza Colón unos robocops brutales y cuadrados que no hablan español y que empuñan cachiporras infrarrojas”. Todo eso, como es lógico, “ni en la más fabulosa calentura que pude haber tenido en 1978 soñé con una foto suya en cada árbol del ornato público” (pág. 117). Incluso, hasta lo grotesco de las especulaciones sobre que la actriz estaría en una cárcel del pueblo, que es algo de otra época, anterior a todo esto, y que nos muestra, por si hiciera falta, que no hay un verdadero motivo (más que el económico del supuesto rescate) para tal hecho. O en las propias palabras del narrador: “fui (soy) como un profeta que se creía a sí mismo un impostor, cuyas maniobras y prédicas terminan por desatar (para su propio desconcierto) la desproporción del apocalipsis y el advenimiento de un dios intensísimo en el que jamás había creído del todo”.

“Sergio siguió escribiendo sus fundamentos y recuerdos…”, porque es esto mismo lo que hace, ya que “le parecía necesario documentar… la conjura que había echado a andar… (y) también porque esa actividad (el escribir) calmaba su ansiedad de paranoico”. “Ese mundo (que se había superpuesto a Treinta y Tres, que lo había ocupado) se había suscitado súbitamente, y envejecía, también, con velocidad: en los troncos de algunos paraísos Charlotte Rampling ya tenía cuernos o bigotes de tinta de bolígrafo”, es el paso del tiempo rápido, como un aspecto de lo fugaz de la vida y de todo acto o acción vital, pero además como un creador malogrado, un demiurgo, y hasta un espía de las cosas y actos de los demás, como si fuera “dueño de una verdad peligrosa que los demás ignoraban” y que por esto mismo es peligroso.

En el sustrato es una novela policial, neopolicial o casi policial, porque hay un secuestro, hay la dupla de muertos, los inevitables presos finales y hay una investigación en curso realizada por agencias de seguridad extranjeras, más allá que lo que se cuente sea desde el costado “anecdótico” y no desde el policial o del investigador privado. Además, para él mismo ser el causante de esas dos muertes, absurdas, de los que no se detuvieron en el retén policial, “ubicado en los accesos de la ciudad de Fraile Muerto, por ruta 7”, lo hace ver que en realidad eso (el delito) empezó a ocurrir un martes de junio de 1977, cuando un adolescente a quien veía como un abuelo o un precursor suyo, se deslumbraba en soledad frente a la pantalla de cine”. De este modo Espinosa cierra el círculo, lo que empezó en aquel local, esa película presentada de modo inocente pero que trastocó la vida de Sergio Techera, desencadenará toda esa locura. La música y toda su actividad no son más que un preparativo, ilógico y totalmente fuera de toda realidad, para eso otro que sucedió en su vida y que hoy lo tiene como uno de los personajes singulares que cada tanto vienen a entrevistar periodistas extranjeros como si fuera un actor preponderante de la nueva película que se exhibirá.

El punto central, al menos para nuestro personaje, es que no se atreve a entrar en la pieza donde está encerrada y detenida la actriz, no se atreve a mirarla de frente y a decirle lo que ha intentado decirle por medio de esas cartas que algún traductor tendrá que trasladar al idioma inglés para la lectura que hará, o no, Charlotte Rampling (de paso hemos de decir que, en la realidad, la actriz estuvo viviendo en Barcelona y que aprendió a hablar en español, por lo que no creemos que sea necesario un traductor, pero quizá ese dato no lo haya sabido Espinosa sino hasta después de haber escrito la nouvelle o, en todo caso, el español de la señora no sea tan fluido). Sin embargo, al fin decide entrar, y cuando lo hace lo imaginamos flotando en una nube paradisíaca: “había permanecido cinco minutos de éxtasis insoportable dentro de la habitación”. Pero un poco antes de verla, se detiene en el cúmulo de objetos, en este nombrar al detalle, a modo de inventario, de lo que está a su alrededor: “una vez realizado ese catastro, no había más para ver: tuve que mirar”, como si se obligara a ello, y entonces verá que ella está “en posición fetal sobre la siniestra cama de fierros complicado”. Se dispara entonces el comentario resumidor: “verla por fin fue como ver un largo pez sangriento vibrando sobre una silla eléctrica”.

“Los propósitos de mi relación (es decir, la escritura de la carta), repito, siempre fueron exponer algo así como el backstage teórico del lapso horrible que intercalé en su vida, los motivos que me llevaron a echar a andar lo que para usted habrá sido la peor pesadilla de su biografía, y que yo no dejo de vivir como una aventura exagerada y ajena”, suena como justificación de un acto cercano a la locura. Y aún algo más: “mi misión, no me canso de escribirlo, fue restaurar la realidad desvanecida, teletransportar a la polvorienta contingencia de mi aldea un bit inoloro del olimpo: una simulación de luminotecnia y reacciones químicas, un trazo en el cielo superpoblado de la industria de la seducción, transpuesto en sudoración, en escalofrío, en orina”, que suena, alambicadamente, a sarcasmo.

Pero claro, tras todo el episodio, la celda propia donde dormirá sus laureles es casi de lujo: porque “…la policía que me tiene preso, y sospecho que las autoridades políticas, no quieren que se exhiba a su emblema más visible tiritando en una cueva abyecta”, esa es la pequeña crítica posterior y lo que vendrá, la película, evidente, que se hará sobre el asunto, y lo que se generará por el hecho acaecido, “forman parte de los circuitos turísticos, comparten la folletería con los tres puentes del Olimar o con la foto de Pepe Guerra” (y acá tenemos otra referencia a por qué la revista de la novela anterior se llama Tres Puentes). Y finalmente sabremos por qué el personaje Sergio Techera, gran cultor de la música rock y blues de Treinta y Tres, cometió la audacia de planificar y llevar a cabo el secuestro de la actriz Charlotte Rampling, nuestra Carlota podrida: “Yo monté un artefacto, un complot para engendrar un evento real”. Es decir, la blanda ensoñación de la realidad.

Sergio Schvarz
Artículo publicado el 17/07/2018

(Las arañas de Marte, Gustavo Espinosa, Casa Editorial HUM, 2ª edición, 2017, Montevideo, 167 páginas)
(Todo termina aquí, Gustavo Espinosa, Casa Editorial HUM, 4ª edición, 2017, Montevideo, 179 páginas)
(Carlota podrida, Gustavo Espinosa, Casa Editorial HUM, 5ª edición, 2016, Montevideo, 141 páginas)
 
Notas
1.- El libro Crónica de una infamia. El comunicado más vil de la dictadura, del periodista Mauricio Almada, muestra las diversas formas de violencia que sufrieron veinticinco adolescentes de la Unión de Juventudes Comunistas (UJC) de Treinta y Tres que fueron detenidos como parte de un operativo de las Fuerzas Conjuntas contra el PCU, en abril de 1975. Estos fueron recluidos en el Batallón de Infantería Nº 10 y torturados por los servicios de inteligencia (S2) de esa unidad militar. Eran varones y mujeres de 13, 14 y 15 años que no sólo fueron víctimas de la tortura y el maltrato psicológico dentro del cuartel, sino que fueron sometidos al escarnio público a través de un comunicado oficial que pretendió justificar su detención y secuestro. Dicho comunicado, firmado por el Comando General del Ejército, refería a la desarticulación de la organización clandestina (la UJC), pero también hablaba de un campamento en el balneario La Esmeralda (Rocha) en el que estos jóvenes habrían vivido en condiciones de “completa promiscuidad”. El texto decía que allí “los cambios de pareja en hábitos sexuales eran usuales” y que tres de las chicas “rivalizaban en verdaderas competencias de índole sexual para medir sus respectivas resistencias”. “Esta práctica aberrante es el resultado de la prédica marxista, mostrando al descubierto su característica de disolvente y atentatoria de los tradicionales valores morales, los que tal filosofía se empeña en desarraigar”. Esto fue publicado en los principales diarios de circulación nacional de la época (El Día, El Diario, La Mañana y El País).
Según Liliana Pertuy, una de las militantes que estuvo detenida, cuenta que “el 12 y el 13 de abril se llevó a cabo la detención masiva, y después de pasar por el cuartel, los menores de 15 años fueron liberados tras un mes de detención. A los que teníamos entre 15 y 17 años nos llevaron para Montevideo, en una madrugada, sin que nuestros padres supieran, y nos depositaron en el entonces Consejo del Niño. Los mayores de 18 fueron presos, terminaron en las cárceles y estuvieron entre cuatro y seis años recluidos”. Y señala la presencia en el cuartel de Treinta y Tres del general Gregorio Alvarez (entonces comandante en jefe de la División de Ejército IV, con asiento en Minas, y que siendo Teniente General fue el último militar en el poder durante la dictadura y quien entregó el mismo como resultado de las negociaciones que significaron el fin del régimen militar) supervisando el operativo y que junto al general Julio César Vadora fueron quienes “pergeñaron el operativo y fueron los artífices de un comunicado para ocultar lo horrendo de haber llevado presos y torturado a niños y adolescentes”.
2.- Amir Hamed (1962-2017) fue escritor, editor, traductor y músico. Doctorado en la Northwestern University de Estados Unidos, fue docente universitario. Es autor de novelas como Artigas Blues Band, o la más reciente y última Febrero 30. Fue el creador y director del sitio web Henciclopedia, un espacio cultural de referencia en el arranque del siglo XXI. Integró el comité editorial de la revista interruptor y de su columna en línea. El estilo de humor de Hamed, aunque en su caso como forma de deconstruir el relato histórico (y entonces reconstruirlo de otra manera, de la manera en que pudo haber sido), es bastante similar al que se plantea en Todo termina aquí. De alguna manera la inclusión de Hamed como personaje debemos verla como un sentido homenaje a su persona y a su memoria por parte del autor.

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Un comentario

Gran aporte! un notable recorrido por las novelas de Espinosa. Felicitaciones!

Por Facundo el día 08/03/2024 a las 09:11. Responder #

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Requerido.

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