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Una lectura de Puig (5). Las operaciones de canonización.

por Rogelio Demarchi
Artículo publicado el 25/07/2013

Ver del mismo autor:
Una lectura de Puig(1). La novela sexual de los géneros.
Una lectura de Puig(2). La violencia, entre la perversión y la subversión.
Una lectura de Puig(3). Agotamiento, repetición y falla.
Una lectura de Puig(4). Relaciones personales, relaciones peligrosas.

 

Resumen:
Los cuatro artículos anteriores, publicados en esta misma revista, han presentado una relectura de las ocho novelas de Manuel Puig (1932-1990). Este quinto y último artículo de la serie se detiene sobre lo que aquí se denomina como operaciones canonizantes, desarrolladas por algunos agentes del campo literario argentino, advertidas y criticadas por otros, aceptadas de manera parcial o —aunque parezca increíble— temporal por otros, y que se basan, en última instancia, en casi los mismos argumentos que se utilizan, no ya para negar la canonización de otro escritor (Osvaldo Soriano) sino para defenestrarlo y ponerlo como ejemplo del antivalor literario por excelencia de las últimas décadas.

 

1. Del análisis de las ocho novelas de Manuel Puig, presentado en los cuatro artículos anteriores, se desprende la potencia de sus iniciales innovaciones, pero también —entre otras falencias— sus repeticiones temáticas y formales, sus fallas estructurales, sus problemas en la construcción de personajes, y sus equivocaciones al incorporar elementos de la historia argentina a sus ficciones. Sin embargo, ha sido canonizado. Hace tiempo ya que ocupa un lugar central en el canon literario argentino. Por lo tanto, para cerrar la serie, presentaré un análisis de su canonización.

Según el filósofo francés Jean-Marie Schaeffer [2013], tendríamos que abandonar el estudio del canon porque es una construcción vinculada a una forma elitista e instrumental de la literatura que ya ha desaparecido; se refiere a “La Literatura”, con mayúsculas, que en el pasado constituía «la pieza estratégica del modelo educativo de las Humanidades», de modo que el canon que la acompañaba tenía una finalidad claramente pedagógica: estaba configurado por aquellas obras capaces de transmitir ciertos valores considerados capitales por las sociedades que lo promovían como elemento central de la educación de las nuevas generaciones. Para Schaeffer, las obras seleccionadas sólo podían responder a la definición de literatura culta que había elaborado una sociedad elitista. Hoy, por el contrario, dice Schaeffer, vivimos en una sociedad democrática que ha modificado «las relaciones entre la alta cultura y la cultura vernácula», hasta el punto que predomina una literatura popular, lo que nos debe forzar a renunciar al canon.

Harold Bloom [1995], si lo he leído bien, le respondería que, es cierto, «originariamente, el canon significaba la elección de libros por parte de nuestras instituciones de enseñanza». Pero en nuestro tiempo podemos, con todo derecho, entender al canon de otra manera: «El canon, una vez lo consideremos como la relación de un lector y escritor individual con lo que se ha conservado de entre todo lo escrito, y nos olvidemos de él como lista de libros exigidos para un estudio determinado, será idéntico a un Arte de la Memoria literario, sin nada que ver con un sentido religioso del canon».

El recuerdo siempre es parcial porque implica el olvido de algunas cosas ya que no se puede recordarlo todo. La cultura, entonces, sería como la vida: si un canon literario es una memoria, decide conservar algunos autores y omitir otros; pero es una memoria activa, dinámica, abierta a múltiples y periódicas intervenciones. Por lo tanto, escribe Bloom, «en cierto sentido, “lo canónico” es siempre “lo intercanónico”, puesto que el canon no sólo resulta de una contienda, sino que es en sí mismo una contienda en curso».

Naturalmente, se asigna un valor a lo que se conserva. «Uno solo irrumpe en el canon por fuerza estética, que se compone primordialmente de la siguiente amalgama: dominio del lenguaje metafórico, originalidad, poder cognitivo, sabiduría y exuberancia en la dicción».

En consecuencia, si tenemos que elegir entre una literatura con canon y una literatura sin canon, todo parece indicar que es preferible la primera opción. En cuanto al otro aspecto señalado por Schaeffer —la oposición literatura culta versus literatura popular—, tengo para mí que existe la posibilidad de organizar un canon como resultado del cruce entre lo democrático y lo meritocrático: un canon en el sentido musical del término (composición basada en el contrapunto, donde varias voces se entretejen para cantar, en distintos tiempos, una misma canción), construido de acuerdo con la teoría cultural de Iuri Lotman [1996] y la teoría del campo de Pierre Bourdieu [1995].

Si espacialmente hay un centro y una periferia; si temporalmente, porque hay memoria, hay un pasado y un presente; si jerárquicamente está lo alto y lo bajo, supongamos, lo culto (o la vanguardia) y lo popular; y si axiológicamente hay un arco, entre un más y un menos, que describe lo que se entiende como valioso, en el cruce —inestable, modificable— de esas coordenadas se produce la consagración de un autor. Esa consagración es necesaria, y varía o puede variar de un momento a otro, y siempre es producto de un sistema de relaciones que determina las posiciones relativas de todos los agentes implicados.

Con esta concepción del canon, entonces, propongo el siguiente análisis del “caso Puig”.

2. Apenas muerto Puig, desde el comienzo de la década de 1990, un vasto sector de la crítica literaria argentina trabajó eficiente y conjuntamente a favor de su canonización.

Si hay un centro indiscutido de esa incesante labor es José Amícola —que escribió varios libros y artículos destacando las virtudes de su obra entre 1992 y 2002, como se indica en la bibliografía—; y la Universidad Nacional de La Plata. Ambos (crítico e institución) llevaron adelante, en agosto de 1997, el “Encuentro Internacional Manuel Puig”, operación «que de alguna manera se percibe a sí misma como canonizante», como reconoció el propio Amícola [1998] en la edición de los textos presentados en aquel evento.

Poco después, con mucho tino, Ana María Zubieta [1999], que había participado del Encuentro, le preguntaba a esta confesión: «¿un canon puede establecerse así, casi voluntariamente como sugiere esta afirmación?». La respuesta, en la práctica, es un sí condicional: sí, puede establecerse un canon a fuerza de voluntad, si se logra un acompañamiento cuali-cuantitativo importante —los asistentes al Encuentro— y el tácito apoyo posterior de los que no asistieron.

El resultado favorable de esa “militancia” puede leerse simbólicamente en un artículo de Beatriz Sarlo [2005], publicado, redondeando, a siete años de distancia de la edición de los materiales presentados en aquel Encuentro: «Dos escritores son originales después de Borges: Saer y Puig. Hoy, más que Borges, marcan el presente de la literatura. Manuel Puig inventó la representación después del realismo: una mímesis de la lengua, una literatura hecha con el gusto, el deseo, las pasiones en estado de sustancia popular colectiva a la que el cine, la radio, los géneros de la novela sentimental o el policial le dieron una primera forma».

Quien se tome el trabajo de recorrer los primeros veinticinco años de la revista Punto de Vista —fundada y dirigida por Sarlo— no encontrará elementos que permitan imaginar esta afirmación. Es más, el análisis del libro de aquel Encuentro determina una doble ausencia de Sarlo: no presentó ningún trabajo, y no es mencionada como bibliografía específica en ningún caso.

Por el contrario, Alberto Giordano [1996], otro que ha escrito bastante sobre Puig, en uno de sus artículos ubicó a Sarlo —junto a Saer— entre quienes consideraban que Puig no había hecho más que copiar las trivialidades de un abanico de subgéneros culturales. Y, como ejemplo de ello, Fabricio Forastelli [2002] cita una crítica de Sarlo publicada en la revista Los Libros, a fines de la década de 1960, donde advertía que el artificio narrativo de Puig fracasaba y que su obra se reducía a un manejo trivial de los subgéneros literarios.

Con todo, tal aseveración parece haber sido formulada con fecha de vencimiento. Apenas cuatro años más tarde, al escribir sobre una novela de Hernán Ronsino, Sarlo [2012 (2009)] divide la ficción argentina del momento en dos grandes zonas: una muy pequeña, representada por Ronsino, escrita en diálogo con Juan José Saer, característica que la coloca «fuera de época», y que es la que a ella le interesa; y otra que representa la tendencia hegemónica y que remite a «los dominios cuyo primer mapa trazó Manuel Puig». Esa literatura actual se destaca (1) por «su exploración de representaciones sociales que podrían calificarse a veces de bizarras, a veces de glamorosas y otras de marginales, aunque muy presentes en los productos de la industria cultural», y (2) por responder «a la vocación periodística de ofrecer a sus lectores noticias sobre usos y costumbres». En consecuencia, habrá que deducir que, para Sarlo, Puig ha quedado, finalmente, asociado a los antivalores de la literatura, mientras que Saer, por el contrario, ocuparía el centro del canon pos-Borges. (La oposición Saer-Puig en el centro de ese canon volverá hacia el final del punto siguiente, con el resultado a favor de Puig, por la mano de Amícola.)

3. Como bien ha señalado Fabricio Forastelli [2002], los críticos que se han manifestado a favor de la obra de Puig, han definido con sus argumentos dos contextos igualmente positivos desde los cuales se lee su obra: «por un lado, aquel regulado por las hipótesis sobre realismo y experimentación estética; por otro, el que se define desde el eje vanguardia/posmodernidad». De esta manera, explica Forastelli, Puig «dibuja el interior y el exterior de lo previsible y lo correcto, y postula una experimentación de las emociones que intercepta no sólo con la objetivación crítica, sino que las vincula a un estado de la lengua que divide lo extraño y lo común, lo vulgar y ordinario de lo irremplazable y único».

Veamos algunos ejemplos de esas lecturas críticas.
Muy tempranamente, Héctor Schmucler [1969] advirtió que los personajes de Puig «no tienen nada propio que decir: son atravesados por el lenguaje de la sociedad constituida. La ideología de lo cotidiano, canonizada en el habla de los medios masivos de difusión (revistas, radio, cine) constituye el pensamiento de sus palabras». Esto, parodia mediante, significa que «denuncia el lenguaje que utiliza (la ideología que comporta) cuando simula creer en él».

Desde la perspectiva de Daniel Link [2003], eso sería posible porque en su narrativa, de principio a fin: (1) «asistimos al espectáculo de la conversación entre interlocutores siempre insignificantes»; (2) «la conversación, y Puig es el primero (o el segundo) en notarlo, es una deriva temática y discursiva: el habla sin fundamento y sin destino preciso; la vida misma»; (3) «en verdad, lo que resulta más escandaloso es la rigurosa obstinación con que construye una literatura del desperdicio conversacional»; y (4) «no importa quién habla, porque se trata de la conversación social, y no hay autoridad ni ley en relación con la cual establecer dominios de representación y, aun, propiedad de las ideas».

Por cierto, se podría hacer un alto aquí para demostrar que estos mismos elementos pueden ser evaluados negativamente, más allá de Sarlo. En 1973, Osvaldo Soriano le realizó un reportaje memorable a Juan Carlos Onetti. En un momento, le reclamó su opinión sobre «algunos escritores importantes de los que usted no habló», por caso, Puig. La respuesta de Onetti se haría famosa en poco tiempo: «Después de leer los dos libros de Puig [los únicos publicados hasta entonces, recién en ese 1973 saldría su tercera novela] yo sé cómo hablan sus personajes, cómo escriben cartas sus personajes, cómo piensan sus personajes, pero no sé cómo escribe Puig, no conozco su estilo. Y en esto no hay nada de agresivo» [Soriano, 2012 (1973)].

Onetti daba en el clavo y expresaba lo que muchos pensaban por entonces, porque no podía comprender que, en realidad, ese fuera el estilo de un escritor; un estilo al que se podría calificar como antiliterario, ya que no tomaba como referente a la literatura sino al cine, con las lógicas complicaciones del caso: lo que el cine, por efecto de lo visual, vuelve lineal y transparente, una novela, que es sólo escritura, torna opaco, y provoca cierta dificultad de lectura hasta que se comprende el código.

Esa era la innovación más fuerte que presentaba Puig en sus dos primeras ficciones, aferrándose, además, a subgéneros literarios despreciados por el sistema: el melodrama y el folletín. Este sería, casualmente, el punto elegido por Alan Pauls [1986] para defender a Puig: lo que hace es anular casi por completo al narrador y estructurar el relato en planos cinematográficos.

Alberto Giordano [1998] se abocó al estudio de otra variante, señalada por varios críticos: retomar estos elementos, pero tratando de establecer su historia en la literatura argentina. «La literatura de Puig y la de [Roberto] Arlt son semejantes, según lo establece desde fuera de ellas un determinado pensamiento crítico. La literatura de Puig y la de Arlt devienen similares por la afirmación en ellas de fuerzas cualitativamente convergentes. La convergencia de las fuerzas que animan en cada una el uso intensivo de ciertos lugares comunes produce la similitud entre esas literaturas. Similitud entre dos formas de experimentar las potencias de invención de ciertas convenciones “subliterarias”; similitud entre dos modos de poner fuera de sí a la institución literaria. La semejanza localiza, según un orden de precedencia, de derivación, las literaturas de Arlt y de Puig en una misma serie (en este sentido puede decirse que Puig viene a ocupar el lugar de Arlt)».

José Amícola refundió todas estas opiniones en dos momentos distintos —y con dos objetivos diferentes— para extraer conclusiones nuevas que apuntalaran la canonización del escritor. Primero, en términos individuales: «Para Puig el mejor campo de estudio y experimentación se ha hallado evidentemente en los subgéneros triviales, pasados a través del tamiz de la mirada fílmica, que reproduce y apuntala la rigidez del maniqueísmo sexual, como portavoz de nuestro inconsciente» [Amícola, 2000.b].

Segundo, en términos comparativos: en un artículo incluido en la Historia crítica de la literatura argentina, dirigida por Noé Jitrik, Amícola [2000.a], tras calificar como boutade la propuesta de Ricardo Piglia de leer la literatura nacional de fines del siglo xx a partir de «tres autores diametralmente opuestos entre sí: Manuel Puig, Juan José Saer y Rodolfo Walsh», señala que, en realidad, de esa trilogía el que importa es Puig, al menos por dos motivos: primero, en términos puntuales, porque «viene a cuestionar de raíz, quizá de modo todavía más perentorio que los otros autores, la hegemonía del canon sentado por Borges»; segundo, en términos de campo de fuerza, porque la centralidad de Borges se construyó en relación con «las disidencias de Arlt y Cortázar», de modo que el centro del canon era, en realidad, un curioso ABC (Arlt, Borges, Cortázar) puesto en crisis por Puig. Con esta irrupción, el triángulo central del canon, dibujado por Amícola, deviene un rombo:

B
A  C
P

Una vez dicho esto, en una nota al pie, Amícola se permite reflexionar sobre la propuesta de Piglia en una pequeña oración que tiene los verbos principales en condicional simple, de modo que debe ser leída de la siguiente manera: si se admite la centralidad de Puig, podría pensarse «que Saer estaría en la línea de Borges y Walsh, en la de Cortázar»; si se efectúan estos reemplazos en el rombo central del canon, nos queda:

S
(A)  W
P

Al primer rombo, insisto, lo dibuja Amícola; pero al segundo, lo dibujo yo. He colocado a Arlt entre paréntesis porque no creo que Amícola pueda decirnos que su posición no se ha visto alterada por este juego de sustituciones. Pero él quiere sostener la centralidad de Puig en base a un rombo y no a un triángulo, y esa decisión le crea un problema. El problema de Amícola, en este punto, es que se ha tomado definitivamente en serio la boutade de Piglia —porque, podemos pensarlo así, es una buena oportunidad para alcanzar su objetivo—: al ver allí tres nombres, como en el abc que él describe, postula la centralidad de Puig en tensión con las disidencias (para usar su vocabulario) de Saer y Walsh, y olvida decir qué pasa con o en el cuarto vértice.

Por si no se entiende: (1) del trío original que constituía el centro del canon, según Amícola, el nombre central era el de Borges, que se establecía como tal en relación con y por las disidencias de Arlt y Cortázar; (2) la irrupción de Puig, según Amícola, reformula ese campo de fuerza original (a) porque Puig tiene la potencia suficiente como para reemplazar a Arlt y a Cortázar como disidente y plantarse entonces como el verdadero oponente de Borges, de modo que (b) cuando Piglia postula que la literatura pos-Borges tiene tres representantes —Saer, Walsh y Puig—, Amícola aprovecha para ponerlo a Puig en el lugar central que ocupaba Borges y decir que Saer y Walsh son disidencias análogas a las de Arlt y Cortázar… Con lo cual, Puig llega al puesto más importante del canon en tiempo record: el Encuentro Internacional fue en 1997, sus ponencias se publicaron (la segunda parte de la operación canonizante) en 1998, y en 2000 una historia crítica de la literatura nacional lo coloca en el centro del canon pos-Borges…

Quien supo leer esta operación desde el libro (no desde el artículo) de Amícola fue Claudio Zeiger [2000]: como Puig sería «quien más se enfrentó al canon borgeano», Amícola «intenta pensar un canon diferente, con el que, a decir verdad, hace rato se viene coqueteando en los ámbitos de la crítica literaria. ¿Sale Borges, entra Puig?».

(Una aclaración importante, aunque la presente entre paréntesis: Amícola no sólo olvida señalar al cuarto nombre del rombo central del canon, también olvida decir dónde lee la boutade de Piglia… No es un dato menor, porque no es ninguna boutade. Piglia está muy serio y en un ámbito académico cuando lo dice: se lo puede encontrar, por ejemplo, en los diálogos entre Piglia y Saer organizados por la Universidad Nacional del Litoral y editados por Sergio Delgado. Anoto, además, porque las fechas siempre son importantes, que según las demarcaciones temporales que hace Delgado en la “Introducción”, Piglia expone su teoría de las tres líneas en el encuentro de 1986; es, por ejemplo, el año de la muerte de Borges y una fecha algo temprana para la canonización de Walsh, desaparecido y asesinado por el Terrorismo de Estado en 1977, y visto por entonces más como paradigma del “intelectual militante” o como el periodista que fundó la “narrativa de no ficción” argentina que como un “escritor literario”.)

4. Necesito volver ahora sobre un aspecto del punto anterior que no ha quedado resuelto: la comparación Arlt-Puig, que planteaba Giordano; y lo que ocurre con el lugar asignado por Amícola a Arlt en el centro del canon.

Según Giordano [1998], la semejanza entre Arlt y Puig se da por «el uso intensivo de ciertos lugares comunes» y por «experimentar las potencias de invención de ciertas convenciones “subliterarias”» (luego generaliza y dice “subculturales”).

Pero de inmediato describe la divergencia que lee entre ellos: los personajes de Arlt creen «en la verdad de ciertos estereotipos folletinescos y sentimentales» y por lo tanto buscan «una suerte de más allá de cualquier horizonte convencional tal como lo imponen las instituciones y los discursos sociales»; hay en ellos «un deseo de aventura que no cesa de realizarse, hasta su afirmación catastrófica».

Los personajes de Puig, en cambio, «no creen en un “más allá” de las convenciones», de hecho sufren y son infelices por ellas, y entienden que sólo podrían ser felices «si llegasen a encarnar algunos de los estereotipos que en el cine, la radio, el cancionero popular o los folletines se les aparecen como imágenes de la “dicha de vivir”».

Da la impresión de que Giordano valora más la diferencia que la semejanza: «Arlt y Puig usan los lugares comunes contra las fuerzas que dominan su circulación. Los invisten de potencias anómalas que resisten las imposiciones de lo común, de lo convencional. Pero mientras que la literatura de Arlt imagina a partir de ese uso la transformación de lo común en extraordinario, la de Puig imagina lo extraordinario en lo común». En consecuencia, Puig no ha venido a ocupar el lugar de Arlt.

Aquí, entonces, quiero introducir, a modo de hipótesis, el nombre de Osvaldo Soriano para intentar solucionar la cuestión [Demarchi, 2005]: lo que sostengo es que (1) las novelas de Soriano deben leerse en tensión con las de Puig; (2) la disputa entre ambos deriva de la posición asignada a Arlt en el canon; (3) si estoy en lo cierto, a modo de conclusión, digamos que la canonización de Puig no puede estar en sincronía con la defenestración de Soriano, señalado por la crítica como símbolo del antivalor literario.

Marcela Croce [1998], que no ha ahorrado adjetivos para denostarlo, afirma que «los personajes de Soriano son los personajes arltianos banalizados»; que lo suyo es un arltismo desteñido, demasiado burlesco; que escribe mal, pero que eso no es ni siquiera eco de la famosa y disfuncional dicción arltiana.

Ahora bien, separemos los dos elementos presentes en estas citas: por un lado, en términos descriptivos, lo inscribe en la tradición arltiana; por el otro, emite su juicio de valor, entiende que el resultado es despreciable. Me interesa sobre todo lo primero y relacionarlo con la descripción que hace Giordano de los personajes arltianos: creen en la verdad de la convención genérica más que en la convención social, tienen deseo de aventura y se dejan llevar por ella hasta la catástrofe. Esos elementos, que no están presentes en las novelas de Puig, sí lo están en las de Soriano.

Como Arlt, Soriano construye sus relatos alrededor de una “fauna” nacional, personajes que dan cuenta de la picaresca criolla y a los que observa desde un punto irónico, burlón, pero romántico. Ya lo dijo Jaime Rest [1982]: «Arlt tiene un ojo clínico para reconocer a los tipos de la “fauna” porteña, especialmente a ciertas especies de la clase media que rondan el modelo de lo que se ha llamado el “avivato”. En ese sentido, sus Aguafuertes lo muestran como el gran continuador de una tradición picaresca que ya tenía nombres relevantes en la literatura argentina».

Para Soriano [1996], Arlt es quien «intuyó como nadie la decadencia y el horror que iba a sufrir la Argentina», es el hombre que escribió «sobre las gentes de Buenos Aires que aún no se habían descubierto a sí mismas», es quien «les da cuerpo literario a Buenos Aires y sus marginales hijos de inmigrantes».

¿Cómo no tomarlo como ejemplo, entonces? Con todo, no pretende ser la copia de Arlt por dos motivos:

1. Porque su periodo sociohistórico es otro. Si en Arlt hay traición, es porque hay futuro. Sarlo [2003 (1995)], al describir una serie de oposiciones Arlt-Borges, observa que la ciudad de Arlt «responde a un ideal futurista», de modo que el personaje arltiano, al que se puede considerar un «paseante», no capta «la ciudad verdaderamente existente», sino una Buenos Aires «proyectada hacia el futuro». Por el contrario, en Soriano no hay futuro sino derrota, así que lo único que queda es una muy fuerte solidaridad entre perdedores que saben que ya están jugados; por ello, las catástrofes que sobrevienen hacia el final de sus novelas no son absolutas y describen las coordenadas en las que es posible (todavía, y a pesar de todo) el establecimiento de una nueva solidaridad.

2. Porque para la poética de Soriano es vital que la novela represente metonímicamente las luchas por el poder que marcan el proceso político contemporáneo del país, y no se puede decir que algo semejante estuviera presente en Arlt. Hay, aquí, entonces, un plus que politiza su poética.

En consecuencia, y si se trata de pensar qué escritor contemporáneo ha venido a ocupar el lugar de Arlt en la literatura argentina hacia fines del siglo xx, debería pensarse más en Soriano que en Puig. Pero no me interesa tanto reemplazar a Arlt como analizar de qué manera cierta crítica se plantea y resuelve esa sustitución.

Primero: sostengo que cierto sector de la crítica no quiere reemplazar sino desplazar a Arlt, marginarlo del canon. Segundo: esa crítica está habituada a leer la oposición Arlt-Borges, donde Arlt representa el polo de la literatura popular, lo bajo, contra la alta cultura de Borges. Tercero: esa crítica entiende a Puig como un vanguardista y lo lee como reemplazante de Arlt. Cuarto: como ser vanguardista es sinónimo de alta cultura, posicionan a Puig donde lo necesitan para generar la oposición Puig-Borges.

Para lograrlo, entre otras cosas y en relación a Puig, han tenido que, primero, recortar el significado del término vanguardia (porque no puede hablarse en su caso de una posición vanguardista extraliteraria) y proponer, como más actual, una así amputada pero aún supuesta vanguardia posvanguardia; segundo, en otro sentido, confundir o sustituir lo popular con o por lo pop para, en una tercera instancia, recortar también el significado que lo pop cobra en Puig.

Quiero aclarar esto último: Giordano [1996] recuerda que el pop usaba lo que despreciaba, de modo que, según él, las primeras novelas de Puig podrían ejemplificarlo a carta cabal, pero el problema es que el folletín, el melodrama y la Rita Hayworth como modelo de femme fatale podían ser elementos despreciados por los lectores de Puig pero no por Puig; y si nos movemos del terreno de los ejemplos al de las definiciones, mientras el pop afirmaba la muerte del arte, Puig apostaba —ahora sí, como bien señala Giordano— «a favor de algunos de sus valores tradicionales».

Soriano, en cambio, con un lenguaje llano y directo, siempre se manifestó a favor de la literatura popular: «En el fondo, mis libros plantean por infinitésima vez en la literatura argentina el problema de la identidad. El noventa por ciento de los escritores, sobre todo los contemporáneos, nos pasamos interrogándonos por la identidad. En el fondo, esto es lo que se pasa preguntando la gente en la calle, a veces de manera inconsciente: qué somos, por qué nos va así, cómo se resuelve este berenjenal. Por eso mis personajes son contradictorios y se parecen tanto a los comunes mortales. Yo hago historias de tipos como todos. Retomo la literatura de personajes, que está algo olvidada. Y trabajo con personajes prototípicos, así que no tengo que explicarlos ni explicármelos mucho» [Soriano, 2003].

Pues bien, hasta aquí, la crítica argentina —y subrayo el gentilicio porque la no argentina ha encontrado muchos valores en su obra— le ha negado la categoría de escritor popular y le ha otorgado, en su lugar, la de escritor populista.

Beatriz Sarlo [2006], por ejemplo, lo considera el creador del policial populista argentino. Y Martín Prieto [2006] interpreta que ese populismo se vislumbra en la fórmula textual a la que se puede reducir, según él, las novelas de Soriano: presenta «temas complejos, pero reducidos a sus vectores de fuerza principales, siguiendo los lineamientos simplificantes de la alegoría. De este modo, la vastedad del país, en No habrá más penas ni olvido, es empequeñecida al tamaño de Colonia Vela, un pueblo imaginario de la provincia de Buenos Aires, y la complejidad ideológica del enfrentamiento entre la derecha y la izquierda peronistas en los años setenta, a una satírica pelea entre un borracho preso, un loco, un comisario, el piloto de un avión fumigador y un viejo empleado municipal que convierten a la novela, pese a la información que anota el prólogo […], en un episodio desprovisto de historia, política e ideología». Por cierto, a No habrá, apenas se publicó, Sarlo [1984] la había calificado como una novela política populista.

5. Expongo ahora los argumentos que sostienen el núcleo central de mi hipótesis: la tensión —la disidencia, parafraseando a Amícola— que vincula a las novelas de Puig con las de Soriano [Demarchi, 2005].

Téngase presente que Soriano publica su primera novela, Triste, solitario y final, en 1973, cuando Puig ya lleva publicadas tres novelas —La traición de Rita Hayworth (1968), Boquitas pintadas (1969) y The Buenos Aires affaire (1973). Concretamente, lo que sostengo es que a partir de entonces las novelas de Soriano utilizan un significativo conjunto de elementos presentes en las novelas de Puig, pero adjudicándoles otro valor…

• El título también es espacio de citación pero no remite a lo que Hollywood consagra sino a lo que margina: de la superestrella Rita Hayworth a una frase de una novela de Raymond Chandler, uno de los muchos grandes escritores que fueron maltratados por la industria del cine; entre otras, es famosa la pelea entre Chandler y Alfred Hitchcock alrededor de la adaptación de la novela Extraños en el tren, de Patricia Higsmith, donde obviamente se impuso Hitchcock [cfr., MacShane, 1977]. Según Pauls [1986], Puig era «admirador confeso» de Hitchcock; según Jill-Levine [2002], Puig lo «idolatraba» y utilizó su técnica como «inspiración» en un par de oportunidades.

• El subgénero trivial a rescatar, en el caso de Soriano, no es uno sino dos: en lugar del melodrama romántico (la elección de Puig), la novela negra y el gag de los grandes cómicos; de Norma Shearer, Luisa Rainer y la Hayworth, entonces, a la dupla Laurel y Hardy más el detective Marlowe. La mezcla, inaudita desde todo punto de vista, da origen a un realismo absurdo cuya función es reflotar y actualizar la tradición de la picaresca y del grotesco.

• En La traición, hay un personaje infantil, Toto, que es el alter ego de Puig y que establece una relación afectiva muy importante con los melodramas del cine. En Triste, ese personaje ronda los 30 años, se llama simplemente “Soriano” (lo nombro entre comillas para distinguir al personaje del autor) y prefiere los tortazos de crema del Gordo y el Flaco a los sufrimientos amorosos de las grandes divas.

• La diferencia en eso que se llama “la educación sentimental” describe un arco que va de lo psicológico a lo político. Por un lado, no es lo mismo que el niño idealice a una femme fatale que a un par de cómicos. Por el otro, Laurel y Hardy —escribe Soriano, en uno de los paratextos que hacen a la prehistoria de Triste— hacían reír destruyendo la propiedad y burlando a la autoridad, dos valores fundamentales para el capitalismo, mientras que el sufrimiento de las grandes divas estaba fuertemente determinado por la rentabilidad capitalista. (Esta cuestión fue abordada en el primer artículo de la serie, al describir el Código Hays.)

• Si para el Toto de La traición no hay nada más importante que la butaca del cine, los cartones en los que pinta sus películas preferidas y su colección de avisos de estrenos, para el “Soriano” de Triste lo importante es querer escribir un libro sobre el Gordo y el Flaco, viajar para visitar la tumba del Flaco (como si se tratara de un familiar) y, ya que estamos, pasear por Sunset Boulevard, entrar a los estudios de la Fox, robarle la billetera a Dick van Dyke, pelear con John Wayne, ser besado por Jane Fonda, convertir en un pandemonio la entrega de los Oscar y secuestrar a Charles Chaplin. Por todo ello, si Toto elige como grandes películas a El gran Ziegfield, Sangre y arena o Cuéntame tu vida, “Soriano” prefiere Los bandoleros.

• Contra la constante deriva de la realidad cotidiana en fantasía regulada por un imaginario colonizado por el cine y el cancionero popular que se deja leer en las novelas de Puig, Triste se propone casi el camino contrario: el ingreso en la realidad cotidiana de la poderosa industria de uno de los máximos prototipos de la novela negra —Philip Marlowe, creación de Raymond Chandler—, por obra y gracia de un cómico primero y un argentino después (Laurel y “Soriano”, respectivamente).

Las dos siguientes novelas de Soriano —No habrá más penas ni olvido (1978) y Cuarteles de invierno (1980)— permiten ampliar el inventario…

• Las dos primeras novelas de Puig transcurren en Coronel Vallejos, provincia de Buenos Aires, durante el primer peronismo; el díptico de Soriano, en Colonia Vela, provincia de Buenos Aires, pero se trata del peronismo y la dictadura militar de la década de 1970.

• Si el imaginario social de Coronel Vallejos remite a la clase alta a través de las revistas “de sociedad” y a Hollywood por las películas y las revistas “del corazón”, en Colonia Vela el imaginario social señala hacia lo político y lo popular (del peronismo histórico a los conservadores aliados a la dictadura militar, del lenguaje del tango y los refranes populares al heroísmo del boxeo y la resistencia política).

• El “desperdicio conversacional” de Puig conserva una sospechosa “coherencia mimética”, lo que queda a la vista cuando los personajes de Soriano se entreveran en discusiones sin sentido originadas por la confusión de vocablos o cuando el diálogo explota en un gag que delata una crítica del autor: en No habrá, Mateo se siente a salvo de la acusación de “bolche” porque «yo siempre fui peronista… nunca me metí en política».

• Contra las dificultades de lectura que plantea La traición —por sus cambios de voces de capítulo a capítulo, por la experimentación que implica una novela escrita como si se tratara de una película que no se puede ver—, la simplicidad de No habrá, escrita a mitad de camino entre el cine y el teatro (porque es casi puro diálogo y porque los escasos relatos sumarios funcionan como apartes o indicaciones al/del director). Es más, No habrá también simplifica el modelo “cinematográfico” de El beso de la mujer araña, ya que prescinde del juego con las notas al pie (así como El beso admitía una serie de notas respecto de la homosexualidad, No habrá perfectamente podría haber incluido una serie de notas que relatasen la historia del peronismo).

• En cuanto a los títulos, las segundas novelas de ambos establecen la disputa por la figura de Gardel. Puig (Boquitas) elige al Gardel de Hollywood recortando un verso de “Rubias de New York”, un fox-trot que lo presenta como “cantante internacional”. Soriano (No habrá) toma el tercer verso de “Mi Buenos Aires querido”, perfectamente en serie con el Gardel canonizado: tanguero, sentimentaloide y barrial a lo Evaristo Carriego. Y en las terceras novelas, mientras Puig titula con un inglés entendible para darle un aire de misterioso glamour, Soriano opta por el refranero popular.

Tercera y última etapa del inventario:

• El beso de la mujer araña (1976) de Puig y A sus plantas rendido un león (1986) de Soriano. En El beso, para evadir la realidad carcelaria, Molina le cuenta películas a Valentín, un militante político; por ejemplo, le cuenta La mujer pantera, la historia de mujeres procreadas por el diablo que al ser besadas por los hombres se transforman en panteras asesinas. En A sus plantas, en los bellos jardines de Luxemburgo, una ugandesa le cuenta a Quomo las obras completas de Karl Marx, libro por libro, y lo convierte en el comandante de la primera revolución triunfante del continente africano. No hay evasión de la realidad, entonces, sino formación política para transformar la realidad.

• Pubis angelical (1979) de Puig y El ojo de la patria (1992) de Soriano. En Pubis, la hospitalizada Ana tiene (digamos) delirios onírico-cinematográficos; en uno de ellos, aparece una joven que, gracias al implante de un dispositivo electrónico, supera la era atómica y vive la era polar. En El ojo, el dispositivo electrónico se llama chip y es implantado en el cadáver de un prócer de la Patria, que así podrá revivir y explicarnos en qué punto de la Historia se torció nuestro rumbo. En otro sentido, en Pubis, esa joven con implante electrónico es una especie de prostituta que brinda un servicio sexual que depende del Ministerio del Bienestar Público, lo que quiere decir que la satisfacción sexual del ciudadano es un derecho reconocido por el Estado, pero dentro de un esquema que no ha podido abolir la prostitución femenina. En A sus plantas, Quomo instaura el socialismo sexual: todas las semanas realiza un sorteo de parejas, «obligatorio para mayores de catorce y menores de setenta», y la pareja asignada puede ser tanto hetero como homosexual.

• En La hora sin sombra (1995), Soriano vuelve sobre La traición, donde el padre de Toto se parecía a un galán de la época y el niño con su madre —en plena década de 1940— iban todas las semanas al cine a ver los estrenos. En La hora, durante la presidencia del General Ramírez (1943), el padre del escritor-protagonista es el encargado de supervisar que las estrellas de la Paramount se vean en los cines de la provincia de Buenos Aires como Dios manda; y en una coqueta Mar del Plata previa al peronismo, seduce a la joven belleza que modela para Gath & Chaves y Jabón Palmolive. Treinta años más tarde, en otras circunstancias históricas, ese padre es “correo” de la guerrilla, algo que intenta Molina en El beso, por pedido de Valentín, y le sale mal.

6. El inventario no deja lugar a dudas. Soriano está permanentemente tomando posición frente a las novelas de Puig. Si fueran términos relacionados por una conjunción adversativa, diríamos Puig pero Soriano, donde el segundo elemento restringe el valor del primero. Si tal esquema se aplica al par “literatura de vanguardia / literatura popular”, se establece una tensión diferente a la oposición tradicional: vanguardia pero popular, que remite, aun si indirectamente, a las discusiones políticas de fines de la década de 1960 y principios de la década de 1970.

En consecuencia, si hay en la obra de Puig razones literarias —no operaciones caprichosas de algunos críticos y de algunos escritores— para que integre el canon literario argentino pos-Borges, también las hay para que lo integre Soriano. Es más, retomando la idea geométrica que Amícola aplica a la construcción del canon, debieran ocupar una misma línea —horizontal o vertical— para graficar la tensión existente entre sus corpus narrativos.

Esto no significa que el rombo central del canon pos-Borges sea la propuesta de Piglia aceptada por Amícola —Saer, Walsh y Puig— más Soriano. En este artículo, al menos, lo importante no ha sido determinar cuál es el centro de ese canon, sino analizar las operaciones canonizantes, arbitrarias, sin fundamentos claros, que se realizaron para colocar a Puig en el centro del canon literario argentino.

Ver del mismo autor:
Una lectura de Puig(1). La novela sexual de los géneros.
Una lectura de Puig(2). La violencia, entre la perversión y la subversión.
Una lectura de Puig(3). Agotamiento, repetición y falla.
Una lectura de Puig(4). Relaciones personales, relaciones peligrosas.

 

Bibliografía
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