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Violencia, terror y terrorismo.

por Edmundo Moure
Artículo publicado el 11/01/2015

“Antes que ellos mataran a muchos inocentes,
los matamos nosotros”.
(Defensa de un agente de Pinochet ante el Juez instructor)

El ser humano es un animal violento, mucho más que otras especies “inferiores”, puesto que en éstas la violencia es un recurso instintivo en la lucha por la subsistencia; en cambio, en aquél, todos los medios disponibles para ejercerla, desde la piedra o el garrote hasta la bomba atómica, se preparan y articulan para aniquilar al prójimo, considerado enemigo bajo diversas circunstancias o premisas; el opositor a nuestra voluntad de poder será reo potencial para el ejercicio de la coacción, en sus diversas gradaciones, incluyendo el desenlace previsible del homicidio. Desde Caín hasta nuestros días, la Historia es una sucesión de guerras y muertes, al punto que esa arbitraria crónica del devenir humano se escribe sobre la base de cruentos hechos y múltiples batallas. Así, el héroe paradigmático sigue siendo el guerrero, el que se prepara y perfecciona para eliminar al vecino de enfrente o al desconocido de ultramar.

El del otro clan será mi enemigo. Luego, el de la tribu rival. Y así, sucesivamente. Al miedo proveniente de la fuerza física se añadirá uno más refinado, en relación con la magia y la superchería, administrado a partir de la ordenanza del brujo o hechicero. La amenaza permanece, día y noche, sobre la cabeza del ser humano común. Es el certificado tácito de la obediencia. Las religiones, unidas estrechamente al poder de turno, traerán un nuevo concepto del enemigo: el infiel, el que no cree ni actúa en consecuencia con los preceptos que los iluminados han recibido de su deidad. El terror traspasará las fronteras de este mundo, de esta vida, volviéndose perenne tormento para los transgresores. Como lógica contrapartida, los ejecutores recibirán el premio eterno… El orbe cristiano del medioevo, una vez que la Iglesia se entronizó como soberana del reino de este mundo, anatematizó a judíos y musulmanes, adscribiéndolos a la ominosa categoría de infieles; puso en práctica una de las más elaboradas instituciones terroristas: la “Santa Inquisición”, que extendió sus garras tutelares hasta los confines de nuestra América. Los hijos de Jahvé y de Alá respondieron con la misma moneda. En los albores de la modernidad, el protestantismo agregó otra cohorte de enemigos y malditos. Los bandos en disputa cometieron crímenes e iniquidades que huelga describir y que no eximen a ninguno de lesa culpa.

La burguesía en ascenso incubó la revolución. Era preciso derribar la monarquía y las instituciones clericales. Se logró en Francia, por un breve periodo. Pero surgió otra especie de terror y se sucedieron las purgas y ejecuciones. Los sueños de libertad, igualdad y fraternidad fueron aventados por pesadillas semejantes a las anteriores. Los más conservadores dirían: “salimos del fuego para caer en las brasas”. Las supuestas enseñanzas coercitivas no han surtido efecto; al parecer, sobre la condición humana, la letra no entra con sangre y sigue latente la sentencia latina homo hominis lupus, pese a los ríos de sangre corridos bajo los puentes…

Restauraciones violentas, dictaduras totalitarias, nuevas revoluciones; guerras civiles, como la española, quizá la más emblemática para demostrar el absoluto desentendimiento humano y la incapacidad de ponerse en el lugar del otro. Genocidios y horrores perpetrados en nombre de la libertad y la dicha futuras.

Al terrorismo de Estado, que conocieron los españoles, durante treinta y ocho años; que padecieron los alemanes y los soviéticos por largos decenios; que experimentamos durante dos décadas los chilenos, grupos disidentes oponen el terrorismo urbano, en versiones cada vez más letales e incontrolables. En los inicios del presente siglo, los estadounidenses sufrieron en carne propia un feroz y espectacular ataque terrorista, en el corazón de su imperio. Por supuesto, no recordaron que ellos eran reos del mayor acto terrorista de que se tenga memoria: los bombardeos atómicos contra las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945, que dejaron medio millón de muertos y más de un millón de baldados por las consecuencias de la radioactividad. Tampoco reflexionaron acerca del terror que han sembrado (y aún esparcen) con sus numerosas guerras extraterritoriales, todas ellas vueltas fracaso político y estratégico, como viene siendo también la mentada “guerra contra el terrorismo”, con sus democráticos aliados europeos incluidos.

El reciente atentado terrorista en París lo ratifica. Las recetas puestas en práctica son ineficaces frente a esta verdadera pandemia, facilitada por lacras sociales como el narcotráfico y su hermana, la venta y producción demencial de armas; y no hablemos del hambre infligida por los dueños de la opulencia a millones de desposeídos, mientras Estados Unidos produce cerca del cincuenta por ciento de las armas y consume casi un tercio de toda la droga que se comercializa en el planeta. Ante estos hechos indiscutibles, ¿se puede liderar una campaña universal de los buenos contra el perverso mal del terrorismo? Más bien se trata de un monstruoso sofisma que pretenden vendernos a diario.

Los eficaces y extendidos medios audiovisuales de esta “sociedad del entretenimiento”, en la que vive inmersa gran parte de la población mundial, nos presentan los llamados “acontecimientos cotidianos” –entiéndase noticias locales o globales- como ocurrencias novedosas, es decir, jamás vistas antes de la manera publicitaria en que hoy, “a esta hora”, se presentan. Esta virtual entelequia constituye su base de sustentación mediática y su renovado interés en el espectador, entendido éste como el que mira sin intervenir, desde una especie de anfiteatro, a la vez indemne e impune. Es el mundo como pantalla televisiva o ventana cibernética. Con la celeridad con que aparecen, los sucesos o eventos se olvidan, siendo reemplazados de inmediato por otros más atractivos para el voyerista existencial contemporáneo. Así, las emociones que experimenta el espectador devienen tan fugaces y superficiales como sus convicciones. Un accidente sustituye al otro y lo borra de la conciencia. Lo mismo sucede con simples anécdotas faranduleras, sucesos del acontecer político, acontecimientos deportivos, crímenes de diversa índole, incluidos los actos terroristas que se perpetran cada cierto tiempo… Me refiero –claro está- a los que poseen notoriedad social de “primer mundo”, a los que los poderes de este reino, que dirigen y coaccionan la prensa en todo el orbe, consideran importantes o trascendentales.

Así ha ocurrido y ocurre, por ejemplo, con actos terroristas que se repiten a diario en distintas zonas del orbe –como Boko Haram- cuyos desgraciados habitantes no son “noticia”, cuyas vidas y muertes, a lo sumo, servirán para nutrir falaces estadísticas o incitar el asombro efímero de un espectador que no optará por una misericordia activa.

“Yo no soy Charlie”, ni quiero serlo… Aunque acepto el humor también en su faceta crítica, repudio el escarnio y la befa, más aún si son endilgados contra creencias religiosas, que aunque no compartamos en absoluto, son dignas de respeto. Debemos entender que no hay afrentas ni ultrajes gratuitos, pero tampoco la respuesta a la ironía, por filosa que sea, puede ser la metralla cobarde contra seres indefensos.

Otra cosa que no debiéramos olvidar: los bárbaros no vienen de fuera; hace mucho que viven en casa.

Edmundo Moure, Enero 11, 2015
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