EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
REVISTA LATINOAMERICANA DE ENSAYO FUNDADA EN SANTIAGO DE CHILE EN 1997 | AÑO XXVIII
PORTADA | PUBLICAR EN ESTE SITIO | AUTOR@S | ARCHIVO GENERAL | CONTACTO | ACERCA DE | ESTADISTICAS | HACER UN APORTE

— VER EXTRACTOS DE TODOS LOS ARTICULOS PUBLICADOS A LA FECHA —Artículo destacado


Reflexiones sobre el realismo fotográfico en el cine de ficción.

por Boris López
Artículo publicado el 27/05/2013

«El conflicto del realismo en el arte procede de este malentendido, de la confusión entre lo estético y lo psicológico,
entre el verdadero realismo,
que entraña la necesidad de expresar
a la vez significación concreta y esencial del mundo,
y el pseudorrealismo,
que se satisface con la ilusión de las formas.»
(A. BAZIN, Ontología de la imagen fotográfica)

 

Fotograma de Titanes, cortometraje dirigido por Edison Cájas ambientado en el Chile de los años ochenta.

La experiencia de rodaje derivada de mi participación como director de fotografía en Titanes, cortometraje dirigido por Edison Cájas y ambientado en el Chile de los ’80, ha infundido en mí una serie de cuestionamientos acerca del quehacer cinematográfico, siendo el más inquietante de éstos, para mí al menos, el que gira en torno a la problemática del realismo fotográfico en el cine de ficción. Si bien la verosimilitud y coherencia de una obra está dada por un conjunto de factores que involucran a todos los departamentos artísticos dentro de una realización, no me deja de impresionar el hecho de cómo a veces un lenguaje visual más documental puede impregnar a la imagen de una realidad apremiante, mientras que en otras el movimiento de la cámara es capaz de alejarnos tanto del contenido por lo evidente de su dispositivo; somos capaces de admirar la expresividad de lo que se quiere contar a través de una composición cuidada, pero a la vez podemos encontrar sólo un estilo vacío dentro de la “belleza” de un encuadre. Así mismo sucede con la iluminación, que se debate constantemente entre la naturaleza y el artificio, o el tipo de soporte, que suscita un nuevo conjunto de problemáticas en relación a las bases ontológicas del cine. Y me surgen interminables preguntas.

¿Qué es lo que le da el carácter de realista a una película? ¿Cómo se manifiesta en ella lo que Walter Benjamin define como lo “aurático”, condición intangible y esencialmente humana, dentro de la producción cinematográfica? ¿Qué elementos del estilo visual hacen que un espectador se identifique más con un filme que con otro? ¿En qué medida el director de fotografía, como operador de sentido en la obra de ficción, puede aportar en esta sensación de verosimilitud, en función de la conexión emocional con la historia o los personajes? Mi objetivo aquí, en definitiva, es tratar de llevar estas interrogantes a elementos concretos del oficio cinematográfico, y analizar de manera crítica las lógicas a la que responden algunos directores de fotografía a la hora de enfrentar de manera práctica el problema del realismo y el naturalismo en el cine de ficción. Soy consciente de que este tema puede resultar un poco amplio para los límites de esta reflexión, pero no pretendo responder de manera absoluta a estas preguntas, sino más bien confrontar dos visiones que apelan directamente a mi oficio como realizador, y acercarme a un mayor entendimiento de cómo un director de fotografía debe utilizar (o no utilizar) la técnica.

Me parece necesario, antes de empezar a hablar de realismo, precisar los límites de esta reflexión exclusivamente dentro de los márgenes del cine de ficción, separándolo por esta vez del género documental, cuya lógica enunciativa implica procesos mentales en el acto interpretativo del espectador que funcionan en un nivel distinto. Mientras que el cine documental opera bajo la dimensión de lo verdadero, interpelando a través de sus elementos constitutivos a la credibilidad del espectador en un mundo atestiguado, verificable, incrustado de alguna manera en lo real, el cine de ficción hará referencia a un mundo posible, una realidad imaginaria, no verificable, el cual se sustentará a través de su verosimilitud y de su estrategia discursiva. Por tanto, comprenderemos aquí la esencia del cine de ficción bajo la concepción hegeliana de la apariencia, esto es, “una imagen de la sustancia que se separa de ella y que en definitiva se independiza para habitar en la realidad y, por ende, se transforma en la primera mediación de la experiencia, dicha mediación es una construcción discursiva que la sustancia hace de sí misma como estrategia de presencia, una estrategia que no puede sino ser, por un lado, una forma de negación de la experiencia, ya que no podemos experimentar la sustancia y el espíritu sino su construcción discursiva, es decir, su imagen” (1). Podemos concebir, entonces, el cine de ficción esencialmente como apariencia, ya que, en su ambición de poder existir en la mirada del espectador, necesita primero despojarse de su atributo empírico, negándose como proceso de simulación, y presentándose a sí mismo como la imagen de una realidad no existente o asequible. Este universo imaginario sólo podrá existir a través de la proyección de una imagen impresionada, la cual, de acuerdo a Martine Joly, sólo provocará una expectativa de lo verosímil en el sujeto espectador en la medida en que esta imagen se esfuerce a través de todos los medios por ocultar y anular la realidad de su proceso de impresión, esto es, la operación de rodaje (2).

Ahora, ¿qué entendemos por realismo cuando hablamos de una obra de ficción? Remontándonos un poco a los orígenes de lo realista dentro de la historia del arte, podemos hallar una esclarecedora respuesta en las primeras apreciaciones acerca de las obras de arte de la pintura renacentista, emanadas a partir del enfoque intelectual y filosófico en la figura del hombre, el ser humano y lo terrenal: “El término realista en el arte surge en Francia a mediados del XIX de la mano de críticos como Théophile Gautier y Campfleury que utilizan dicha expresión para definir la pintura de Courbet como exponente de un movimiento (…) que se fija en la naturaleza, observándola con atención y analizando los detalles que la constituyen para luego reproducir ésta fielmente en los lienzos” (3). En consecuencia, entenderemos el realismo como una tentativa de impregnar a la obra de arte con un toque de fidelidad, a través de una reproducción que se corresponda lo más parecidamente con los detalles que somos capaces de observar en la naturaleza y en nuestra experiencia cotidiana. Teniendo en cuenta esto, somos conscientes de que el realismo de una obra de ficción responde a una inmensa cantidad de factores artísticos y condiciones de producción, tales como la consistencia en la interpretación de los actores o la correspondencia entre los distintos elementos del decorado y del vestuario, pero nuestra pretensión aquí será concentrarnos específicamente en qué aspectos de la fotografía y del estilo visual hacen más o menos realista esta representación. Después de todo, la incrustación de lo real en la imagen cinematográfica le debe bastante al descubrimiento/invención de la fotografía, la cual llevaría a Bazin a expresar cómo este arte “se beneficia con una transfusión de realidad de la cosa a su reproducción” (4).

Todos sabemos cómo la invención de la fotografía análoga liberó a la pintura de su ambición de semejanza e imitación del mundo real, pero la verdad es que la fotografía en el cine, por la mayor parte de sus inicios y de su pubescencia, no tuvo necesariamente un carácter realista, en el sentido de que muchos de los realizadores y operadores no se preocupaban demasiado de que la apariencia, la iluminación, o el estilo visual de sus representaciones, reflejaran la naturalidad de las cosas en el mundo real (con excepción de algunos movimientos como el cinéma verité), delegando esta función a la misma propiedad aurática que el dispositivo fotográfico contenía en su particular técnica de hacer parte al referente de su propia imagen. Esta cualidad inherente al aparato fílmico, no sólo dio paso al desarrollo de técnicas como el montaje de Griffith, y a la adaptación de movimientos estéticos al cine como el expresionismo alemán, sino que también dio origen a una forma de trabajar la imagen que no se correspondía necesariamente con una reproducción fiel de los detalles en la naturaleza, producto de una necesidad de potenciar dramáticamente la narración a través de efectos de luz y sombra que exigían recursos considerables de iluminación artificial. Estos recursos aumentaban en la medida en que los directores de fotografía de la época debían muchas veces trabajar en pos de satisfacer los requerimientos técnicos de las emulsiones cinematográficas más arcaicas, que necesitaban de grandes cantidades de luz para poder impresionar la imagen en el soporte. Esta estética de la iluminación, que se justificaba relativamente en la película en blanco y negro, de alguna manera se trasladó a la forma de trabajar la fotografía durante la edad de oro del cine hollywoodense, incluso después de la llegada del cine a color.

En respuesta a este convencionalismo de la industria, surge a principios de los ’60 una generación de directores de fotografía que se resistía tajantemente a esta iluminación “de estudio”, estereotipada, añeja, que a su parecer desviaba la verdadera función de la fotografía en el cine. Entre éstos, Néstor Almendros, quien recogió toda la influencia de la nouvelle vague a través de su colaboración con directores como Godard y Truffaut, sostenía que la fotografía posee una vocación realista que debe ser inspirada por el comportamiento de la luz en la naturaleza (5). Similarmente, el trabajo fotográfico del francés Raoul Coutard significaría una valiosa influencia y fuente de inspiración para diversos realizadores, por su reconocido estilo de filmar cámara al hombro y su uso de la iluminación rebotada. Dentro de esta misma línea, Sven Nykvist, director de fotografía de Persona (1966) y de gran parte de la filmografía de Ingmar Bergman, se oponía radicalmente a las pomposas, artificiales e ilógicas iluminaciones de los estudios, afirmando que una luz natural era la que parecía real, y ésta sólo podía ser conseguida a través de menos iluminación o, en algunos casos, sin ninguna iluminación en absoluto. Él mismo, a través de una propia declaración de principios, resumiría muy bien las raíces de esta tendencia: “He pasado toda mi vida aprendiendo a confiar en la sencillez. He visto lo que ocurre en las grandes películas: inundan la pantalla con un montón de luz perfectamente calculada. Y no hay nada que pueda arruinar un clímax tan fácilmente como el exceso de luz. A veces, pienso que tener menos dinero favorece la creatividad artística” (6). Estos tres directores de fotografía, por unas u otras razones, se convertirían en precursores de una “ética” de la fotografía cinematográfica que se caracteriza principalmente por la motivación de trabajar con luz disponible y luz rebotada, la facilitación de una mayor libertad al director y a los actores, y la reivindicación del lugar que ocupaba la fotografía en el cine, dirigiéndola hacia la búsqueda de una estética más pura y menos refinada que fuera capaz de expresar algo sobre la realidad de nuestro propio mundo.

Por supuesto que existe un incontable número de teóricos y realizadores que se opone fuertemente a esta tendencia, consolidando la artificiosidad de la imagen como elemento primordial para poder acentuar la faceta dramática del cine. Haskell Wexler, director de fotografía de Who’s Afraid of Virginia Wolf? (1966), American Graffiti (1973) y One Flew Over The Cuckoo’s Nest (1975) (quien curiosamente tuvo que terminar una de las tantas películas fotografiadas por Néstor Almendros) critica con dureza esta escuela de fotógrafos, estableciendo una clara separación entre lo que deberían ser las prácticas para el cine documental y para el cine dramático: “Hacer películas es un acto artificial. Es un medio absolutamente interpretativo. Hacemos teatro, hacemos drama. Existe la errónea convicción de que el estilo laissez-faire de hacer cine es en cierto modo más creativo, pero (…) esa es una excusa para la vagancia. Actualmente hay directores que permiten que los actores vaguen por donde les dé la gana, lo que significa ignorar el hecho de que un actor dentro del encuadre es una herramienta importante para contar una historia” (7). Así como Wexler, muchos directores de fotografía contemporáneos, si bien no desechan cabalmente esta manera más cruda y cándida de abordar el oficio, la consideran sólo hasta cierto punto, privilegiando por sobre todo una determinada funcionalidad o estándar estético del dispositivo fotográfico, restándole importancia al nivel de naturalidad que éste pudiera aportar. Comenta Gordon Willis, director de fotografía de Annie Hall (1977) y la trilogía de The Godfather (1972-1990), con respecto a estas permanentes convenciones y rupturas de la fotografía en el cine: “Lo importante es que la iluminación de una escena, ya sea brillante u oscura, funcione emocionalmente. Antes tendía a ser muy preciso con la iluminación que provenía de una fuente visible. Ahora me sigue gustando que se note que la luz procede de una fuente, pero ya no tengo la necesidad de ser tan riguroso en este sentido. Si para iluminar una habitación necesito dos fuentes de luz y sólo tengo una que resulte obvia, la otra me la ‘inventaré’ si tengo la seguridad de que va a resultar bien en la pantalla” (8).

Fotograma de la película Days of Heaven, ejemplo del trabajo fotográfico de Nestor Almendros, que curiosamente Haskell Wexler, director de fotografía de un estilo mucho más clásico, tuvo que terminar de rodar.

Dentro de esta aparente dualidad de la fotografía cinematográfica enfrentada a la manipulación, la capacidad de la imagen cinematográfica de desdoblarse en sí misma para hacer surgir de ella la experiencia de la interioridad, se debate entre la mínima intervención de la luz existente en los espacios reales, y la recreación de una atmósfera que es ajena a la realidad y sólo concebible en el mundo imaginario de la ficción. Para poder indagar con mayor profundidad en el problema del realismo de la imagen fotográfica, debemos considerar un argumento que Alfonso Parra, director de fotografía español, explicita muy bien en el siguiente postulado: “Ningún soporte puede captar la luz como nosotros la vemos, pero sí podemos crear imágenes que evoquen lo que sentimos al ver dicha luz, en y sobre los objetos, de ahí la necesidad de elaborar lo real para que parezca natural a los ojos de un espectador en una pantalla de cine. (…) Sólo mediante la intervención en las emulsiones, las cámaras y la realidad misma podemos ofrecer en pantalla una representación natural de lo real. Cuanto menor es esta intervención, menos natural aparecerá a los ojos del espectador lo real fotografiado” (9).

Parra resalta un punto importante dentro de esta discusión. El ojo de la cámara, no obstante su aumentada objetividad en relación a la pintura, nunca podrá conseguir una representación idéntica a lo que el ojo humano percibe, no sólo por lo limitadas e imperfectas que las diferentes emulsiones o registros digitales puedan ser en lo concerniente a alcanzar una reproducción fiel de los colores, la profundidad y el comportamiento de la luz, sino también porque cada ojo humano, en tanto individualidad, posee una diferenciación propia en la manera de interpretar los estímulos visuales existentes en la realidad. Así como somos incapaces de percibir una variación tan radical en fuentes lumínicas de temperatura de color diferente, debido a la leve corrección cromática que ejerce nuestra visión, el ojo humano también se ajusta y acondiciona a cualquier cambio lumínico que ocurre en el contexto de nuestra vida cotidiana, razón por la cual ni la mejor emulsión fotográfica o mecanismo de registro digital podría llegar a registrar el comportamiento de la luz así como lo hace nuestra percepción natural.

Encima de todo esto, es ampliamente sabido que existe un pequeño porcentaje de la percepción cromática que varía de persona a persona, una pequeña desviación o defecto en la interpretación visual que depende de cada ser humano, que no sólo se aplicaría a la teoría del color, sino también al procesamiento mental de los patrones y las formas, lo cual explicaría hechos como el que dos personas diferentes puedan interpretar un color dado de manera diferente, o la ambivalencia en la interpretación de las figuras en los test psicológicos. Este sería el talón de Aquiles de la doctrina materialista, la base para las teorías de la percepción de la Gestalt, y una de las razones que llevaría a pensar a Deleuze en el “anclaje” de la imagen-movimiento a un modelo distinto al del sujeto que percibe, afirmando que el cine se aleja de la percepción natural, despojada finalmente de cualquier privilegio, para acercarse a un estado de las cosas carente de centro o punto fijo, donde la imagen reside en un plano de inmanencia de constante movimiento, de universal variación.

Y aquí es donde se pone realmente interesante, porque mientras Parra plantea que ésta es la esencia del naturalismo, en la cual la fotografía debe tratar de emular la percepción natural (¿pero cuál es ella, si existe una pequeña variación inherente a cada iris humano?) sólo para poder alejarse de ella y buscar en la artificiosidad, en la manipulación y en la reinvención de las atmósferas reales una forma de expresión de una intención determinada, también podemos observar en los primeros trabajos de Néstor Almendros como realizador, cortometrajes que exhibían una tendencia hacia la búsqueda de una realidad pura, el instante real: siluetas descompensadas de gente en la playa sobre un mar sobreexpuesto/deslumbrante, escenas en autobuses que dejan translucir los exteriores “quemados”, imágenes que no dejan de tener ese toque, esa sensación de realidad, por más que no calcen con las expectativas de lo que debería ser nuestra percepción “natural”. Al mismo tiempo, la tradición insiste en que estos “errores” deben ser evitados, trabajados, para que esto no contamine la mirada, la conexión de la obra con el inconsciente óptico del espectador. Afinar, pulir, estrategia análoga a la de la lírica convencional que trata de contener el corriente de la conciencia literaria, podando la cotidianeidad, suprimiendo la circunstancialidad.

Nos enfrentamos a un problema que se remonta a los inicios de la fotografía y el cine, en el que la escuela soviética concebía el realismo como el gran riesgo de las artes visuales, calificando este afán de transparencia como una actitud que amenazaba contaminar a la imagen con un “naturalismo molesto”, del cual la imagen debía desprenderse, ya que limitaba su potencial artístico para reducirlo a una mera analogía y mímesis de las formas. Aún así, esta sentencia ideológica encuentra su contrapunto en algunos trabajos de realizadores como Alan Resnais o Andy Warhol, recurriendo a un tratamiento de la duración y la imagen para intentar acercar al espectador a una percepción “bruta”, “familiar” y “cotidiana” de las cosas, confundiendo las dimensiones de lo real, la realidad y la representación (10). Se hace cada vez más difícil, por este motivo, distinguir el realismo del pseudorrealismo en la fotografía cinematográfica. ¿No nos impediría una aproximación límpida y espontánea a la realidad, el ver en las cosas una semejanza con el mundo real, ya que el soporte fílmico sería de alguna forma más o menos imperfecto que nuestros propios ojos, sin mencionar que esta ambición por el “efecto real” podría entorpecer nuestra capacidad de expresar alguna interioridad subjetiva? Pero a la vez, ¿la excesiva intervención en la iluminación y el lenguaje de cámara no estaría impulsada también por una búsqueda del acercamiento a la perfecta ilusión de las formas, mientras que el estilo laissez-faire podría develar a través de la sensibilidad humana una esencia y significación concreta del mundo que permanece oculta en las cosas?

Podríamos encontrar nuevamente un punto de anclaje en M. Joly, quien esclarece un poco al respecto de este tumulto filosófico al sostener que “la inteligibilidad de una película, la posibilidad para el espectador de identificarse de uno u otro modo con ella, dependen sin duda alguna de su coherencia, es decir, de la compatibilidad de sus elementos constitutivos entre sí y con las expectativas del espectador” (11). Aquí, el autor no sólo establece una relación implícita entre el realismo interno de una obra y un contexto interpretativo, sino también a un atributo de correspondencia, cuyo punto de convergencia podríamos atribuir a la narración. Tratemos de comprender cómo estos elementos constitutivos, enfocándonos principalmente en los concernientes al estilo visual y la práctica fotográfica, pueden relacionarse y tratar de apoyar una función narrativa, buscando en el análisis retrospectivo de la intentio operis del cortometraje que ha inspirado esta reflexión, un camino para dilucidar el modo en que la cinematografía asiste a la obra de ficción en la construcción de su propia lógica realista.

En Titanes, ¿es posible considerar el diseño de iluminación como “realista”, en el sentido más puro de la palabra, tal y como lo concebía Néstor Almendros? Probablemente no. En nuestro trabajo con el director Edison Cájas, hay una concepción, un enfoque y una estilización del comportamiento de la luz que trabaja no a partir de lo que es, sino de lo que debería ser, buscando incitar una mayor comprensión de la esencia de esta historia, lo cual lo hace salirse a veces de los parámetros más naturalistas. El trabajo con una clave de iluminación que, si bien no marcadamente alta, trata de evitar lo completamente sombrío y oscuro, refiere a un tratamiento que intenta sugerir una lectura acerca de todo lo aterrador que se esconde bajo la superficie de una aparente normalidad y cotidianeidad. Después de todo, hay una razón, desde el guión del cortometraje, de por qué la mayor parte de las escenas están escritas para ocurrir de día. De esta manera, se logra de alguna manera definir una atmósfera que, en contraste con el discurso narrativo y la acción dramática, genera una sensación inquietante.

Raúl, interpretado por Jean Rubilar (a la izquierda), hace de guardia para uno de los agentes de la CNI, en el cortometraje Titanes.

En cuanto al lenguaje de cámara, hay una intención del plano por ubicar al personaje en un determinado lugar dentro de este orden de las cosas, en el cual los que llevan el verdadero control de las cosas son los que están en el asiento delantero, o pasan por el lado en el pasillo, y la cámara trata de hacer latentes estas relaciones. Al mismo tiempo, la imagen-acción se convierte en imagen-mental, en donde los signos se confunden con la mirada de los personajes o de la lógica del mundo en el que habitan. Así, la subjetividad de Raúl (Jean Rubilar), un personaje contenido y ensimismado, cuyo trabajo consiste en mantener su compostura, que se resguarda en una posición segura y cómoda mientras menos sepa, o más haga la vista “gorda” sobre lo que pasa detrás de él, se ve reflejada en la imagen de alguna manera, a través del cuadro, de la composición y de los colores. El movimiento de la cámara se reserva para momentos en que hay un cambio en el estado de las cosas, una pérdida del control, o una sugerencia de que el personaje va entrando en terreno peligroso.

La falta de comprensión y poca rigurosidad del principio interpretativo que se expresa a través de Joly, es uno de los tantos factores que puede llevar a muchos realizadores a sumergirse y perderse en la técnica, pecando a veces de socavar la obra cinematográfica, la cual es esencialmente narración, pertenezca ésta a una línea clásica, contemporánea o experimental. El director de fotografía debe poner su oficio en segundo lugar, y no buscar el estilo por el estilo, o la forma por la forma, sin ninguna justificación. No esbozo aquí una postura antagónica al formalismo, pero creo que sólo la fotografía como arte en sí misma puede darse el lujo de sostenerse aisladamente en sus propias cualidades estéticas y sus componentes formales. El cine es fundamentalmente lenguaje visual, pero eso no significa que la fotografía deba extenuar la función narrativa de la obra, o buscar una monopolización sobre la mirada del espectador, así como el vestuario, la ambientación, el sonido y los actores tampoco pretenderán ser el objeto de una realización, sino formar parte de un todo cinematográfico, un todo que va más allá de la suma de sus componentes. Como dice Jack Cardiff, director de fotografía de Houston y Hitchcock, y uno de los revolucionarios de la imagen cinematográfica en su tiempo, la mejor fotografía no es la que trata de llamar la atención en sí misma, sino la que deja a la cámara ser libre para ponerse al servicio de la historia y de los personajes (12), y creo que esta manera de concebir el oficio del director de fotografía, si bien paradójica, acaba siendo bastante acertada.

La naturaleza, el carácter y la subjetividad de cada director de fotografía (u operador de cámara, si corresponde) se plasmarán de manera involuntaria en la impresión de cada fotograma, pero el tratar de imponer conscientemente tu estilo sobre una obra específica hará perder la identidad inherente a cada película, que por lo demás responde a la individualidad de cada director o guionista. Asimismo, la belleza, la grandiosidad y la ostentación visual deben reservarse para proyectos cuya temática y narrativa así lo requieran, y por supuesto que hay muchas historias que lo requieren: no sólo las historias épicas o los guiones que dependen de un gran impacto visual, sino también los relatos que necesitan ocultar detrás de toda la aparente belleza y perfección, algo que anda terriblemente mal, como La règle du jeu (1939) de Jean Renoir, o Citizen Kane (1941) de Orson Welles. Sin embargo, como bien anuncia Deleuze, la crisis de la imagen-acción ha dado pie al surgimiento de una cantidad importante de historias que empiezan a hablar sobre una realidad más “dispersiva y lacunar” (13), con personajes más pequeños en el sentido de su capacidad de poder cambiar su situación inicial, itinerantes dentro de un mundo tan irracional como indiferente, que no parece estar enlazado a ninguna verdad absoluta, y esta nueva concepción de la imagen-movimiento ha significado también un desplazamiento de la fotografía cinematográfica en la búsqueda de nuevos recursos, como la sutileza de la iluminación, la mirada errante, la multiplicidad de los puntos de vista, el enturbamiento y la impureza visual, que son definitivamente factores que afectan e inciden en nuestra manera de interpretar estas historias.

Orson Welles junto a Gregg Toland, dupla icónica de la estrecha relación que se genera entre director y director de fotografía en el rodaje de una película.

Entenderemos el realismo, entonces, superando los límites de un estilo, género o movimiento, como una cualidad que estará dada principalmente por la capacidad de ser fiel a los personajes, de ser coherente con un mundo imaginario, pero, al mismo tiempo, por una facultad de no concebir estos elementos como partes de un conjunto cerrado. Es algo bastante metafísico, que resulta un poco difícil explicar, y probablemente no hayamos respondido a la mayoría –o a ninguna– de nuestras preguntas, y esto nos devuelva justo dónde empezamos, pero es seguro decir una cosa: en la medida en que uno se construye una especie de ética sobre la imagen, se va teniendo una mayor certeza, de alguna u otra manera, de cuál es la manera de proceder ante el carácter de cada realización. El trabajo del director de fotografía, por ende, será acompañar al director en la búsqueda de un estilo visual que se corresponda con la coherencia interna del filme, porque ciertamente el director no siempre tendrá una completa certeza (o tiempo para preocuparse) sobre cada detalle visual de la historia, pero más importantemente porque es nuestra responsabilidad como operadores de sentido de la imagen, la de tener un entendimiento profundo sobre cómo los elementos fotográficos o estímulos visuales se relacionan con un cierto efecto o respuesta en el espectador. Esta trayectoria nunca resulta libre de sobresaltos. La inexactitud de las palabras y el exceso de idealización pueden convertirse en obstáculos para alcanzar una representación adecuada, sin mencionar que una de las complicaciones más grandes consiste realmente en llegar a un consenso entre tu ética como director de fotografía, la coherencia interna de la obra, la voluntad del director y los intereses del resto de los departamentos. Pero por sobre todo esto, es imprescindible tener conciencia sobre la inseparable y a la vez delicada relación entre realismo y narración, y asumir una responsabilidad ante ella, para lo cual es necesario, en primer lugar, ser capaz de aceptar y llegar a un acuerdo con la condición de engaño e ilusión del cine de ficción.

NOTAS

(1)    SANTA CRUZ Grau, José Miguel. El rostro cinematográfico. Tesis (Magíster en Historia y Teoría del Arte). Santiago, Chile. Universidad de Chile, Facultad de Artes, 2008. 14p.

(2)    JOLY, Martine. La interpretación de la imagen: entre memoria, estereotipo y seducción. Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, S.A., 2003. 131p.

(3)    PARRA, Alfonso. Realismo fotográfico, fotografía natural [en línea] <http://alfonsoparra.com/php/baul/Realismo%20fotografico,%20fotgrafia%20natural.pdf> [consulta: 24 mayo 2011]

(4)    BAZIN, André. ¿Qué es el cine? Madrid, Ediciones Rialp S.A., 1966. 28p.

(5)    ALMENDROS, Néstor. Días de una cámara. Barcelona, Editorial Seix Barral S.A., 1982. 17p.

(6)    ETTEDGUI, Peter. Directores de fotografía. Barcelona, Océano Grupo Editorial S.A., 1999. 41-47p.

(7)    ETTEDGUI, Peter. Op. cit. 79p.

(8)    ETTEDGUI, Peter. Op. cit. 123p.

(9)    PARRA, Alfonso. Op. cit.

(10)    JOLY, Martine. Op. cit. 184-187p.

(11)    JOLY, Martine. Op. cit. 176p.

(12)    ETTEDGUI, Peter. Op. cit. 18p.

(13)    DELEUZE, Gilles. La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1. Barcelona, Editorial Paidós Ibérica S.A., 1983. 290p.

 

BIBLIOGRAFÍA

  • AUMONT, Jacques. El rostro en el cine. Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica S.A., 1998. 221p.

  • ALMENDROS, Néstor. Días de una cámara. Barcelona, Editorial Seix Barral S.A., 1982. 326p.
  • BAZIN, André. ¿Qué es el cine? Madrid, Ediciones Rialp S.A., 1966. 599p.
  • DELEUZE, Gilles. La imagen-movimiento: estudios sobre cine 1. Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica S.A., 1984. 318p.

  • ETTEDGUI, Peter. Directores de fotografía. Barcelona, Océano Grupo Editorial S.A., 1999. 208p.

  • JOLY, Martine. La interpretación de la imagen: entre memoria, estereotipo y seducción. Barcelona, Ediciones Paidós Ibérica, S.A., 2003. 288p.

  • PARRA, Alfonso. Realismo fotográfico, fotografía natural. [en línea] <http://alfonsoparra.com/php/baul/Realismo%20fotografico,%20fotgrafia%20natural.pdf> [consulta: 24 mayo 2011]

  • SANTA CRUZ Grau, José Miguel. El rostro cinematográfico. Tesis (Magíster en Historia y Teoría del Arte). Santiago, Chile. Universidad de Chile, Facultad de Artes, 2008. 120h.
Print Friendly, PDF & Email


Tweet



3 comentarios

Esto es realmente revelador, eres un blogger muy profesional. Me he unido a tu RSS y me gustaria encontrar más cosas en este gran blog. Además, !he compartido tu sitio en mis redes sociales!

Saludos

Por Diseño web reus el día 19/06/2013 a las 04:32. Responder #

He leido vuestro articulo con mucha atecion y me ha parecido practico ademas de bien redactado. No dejeis de cuidar este blog es bueno.
Saludos
iluminacion eficiente

Por iluminacion eficiente el día 13/06/2013 a las 11:07. Responder #

He estado explorando un poco por posts de alta calidad o entradas en blogs sobre estos contenidos. Explorando en Google por fin encontré este blog. Con lectura de esta información, estoy convencido que he encontrado lo que estaba buscando o al menos tengo esa extraña sensacion, he descubierto exactamente lo que necesitaba. ¡Por supuesto voy hacer que no se olvide este sitio web y recomendarlo, os pienso visitar regularmente. Pantallas de Leds

Por Pantallas de Leds el día 12/06/2013 a las 09:57. Responder #

Comentar

Requerido.

Requerido.




 


Critica.cl / subir ▴