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La literatura como remedio ante la derrota (segunda parte)

por Sergio Schvarz
Artículo publicado el 29/05/2022

“La oscuridad será luz, y la quietud, danza”
José Donoso
 El jardín de al lado
de José Donoso, Editorial Seix Barral, 1981. Barcelona, España, 264 páginas

Ver primera parte

Lo que sí es sintomático es que esa novela, la novela rechazada por Núria Monclús, comienza en el amanecer del once de setiembre en que derrocarán a Allende. Esa fecha se ha transformado en una fecha fatídica, y recordable (recién hasta el 2001, con el atentado a las Torres Gemelas, un mismo día, el 9-11 —como dicen en Estados Unidos— esa fecha se asoció con otro evento, el de los aviones, pero también hizo magnificar el anterior hecho, y mucha gente se pudo haber enterado sobre Chile y esa circunstancia dolorosa que vivió entre 1973 y 1990. También se han desclasificados documentos secretos del Departamento de Estado de Estados Unidos, que demuestran la injerencia directa e indirecta del mismo para derrocar al presidente constitucional de Chile, y actos preparatorios para crear inestabilidad política y social).

¿Qué hago intentando recuperar una experiencia que ahora no me sirve absolutamente para nada”, y además el contraste con “su” realidad —su esposa y sus requerimientos— lo predispone para peor. “Es fea, vieja. La Odalisca corrompida, ajada, histérica, angustiada, neurótica, culpable por haberme dejado solo en nuestro primer día en Madrid, carente de languidez y reposo, ajena a todo placer, su cuerpo carente de la economía brancusiana que tanto amo, y también, ahora, hasta de la elocuente seguridad del trazo de Ingres” (p. 110) (El apoyo visual, clásico, del clasicismo, como referencia para hacernos a la idea de la imagen aproximada). El poema, de T.S. Elliot que nos presenta (Cuatro cuartetos), marca, en forma poética, la certeza del paso de la vida en el personaje, alejado ya de las mieles del amor: “la risa en el jardín, ecos de éxtasis/ Que no se perderán: requieren, y señalan la agonía/ De la muerte y el nacer”. Después de todo: “La oscuridad será luz, y la quietud, danza”, que es a lo que apela la mirada cíclica de Donoso.

La incógnita —pero la certeza también— rodea a ese jardín. El jardín de al lado es una pretensión de la perdida juventud. Es cuando uno toma conciencia que una vez fue joven, pero que ya no lo es, por más que exhume espíritus lozanos o eternidades adolescentes, actitudes infantiles y hasta, quizá, el comentario típico de que aún le falta madurar.

“¿Cómo es posible —inicia preguntándonos el capítulo tres— que todo en el jardín siga igual, como si nada hubiera sucedido aquella noche portentosa, y éstas no fueran las mismas sombras que estremecidas rondan la casa en el hemisferio inverso donde mi madre agoniza, a veces lúcida, siempre dolorosa”. (p. 113)

La imagen, completa, forma un cuadro que, mediante la acción, nos muestra el interior, cómo repercute lo exterior dentro nuestro, interactuando. Pero mientras tanto, el tiempo hace su obra, y el resuello (el “folego”) de su madre va llegando a su término.

“Su mujer trae el té en una bandeja que coloca sobre el césped bajo el castaño que centra la ventana de mi dormitorio. Hace calor, afuera: pero la contaminación, ahuyentada de este microclima por su privilegio de árboles, revela el célebre ópalo de los cielos madrileños, azul, aunque jamás primario, a veces en parte tamizado, con frecuencia luciendo la decoración de unos manojos de nubes que se disuelven permitiendo el derrame de oro en torno a la pareja que toma té, reclinados en el pasto, amparados del calor que tiñe de morado el reverso de las hojas, bajo ramas oscilantes que escamotean o revelan, en la luz recién acuñada, ese coloquio conyugal tan joven, tan confiado aún en la eficacia del placer”. (p. 113-114)

Este es un clásico párrafo donosiano, donde 1) da vueltas sobre el mismo tema, enroscándose y desenroscándose sobre sí mismo, ubica la escena desde afuera cuando entra su mujer con la bandeja al terreno —el territorio— escogido: bajo el castaño que centra la ventana de mi dormitorio (y ya sabemos que desde allí tiene una visión magnífica del palacete), 2) se disuelve en consideraciones más cercanas a los pintores, al evaluar calidad de los colores, y tamizar el azul, y 3) hacernos constar de un coloquio conyugal que, aún, a pesar de todo, puede ser eficaz en el placer. Siempre termina hablando de él mismo con referencia a lo demás.

La otra obsesión que se va perfilando en la novela, es sobre Núria Monclús: “Leí mis casi quinientas páginas, despegándome, desprendiéndome, desatándome de ellas según me lo recetó Núria Monclús: velada por la telaraña de su altanera prescindencia tanto del énfasis como de todo matiz de duda, me sugirió que tal vez sería interesante que yo…, en fin…, intentara “verla”, palabra seguramente puesta en su boca por sus lectores fantasmas” (p. 114). Hay un cierto matiz de despecho sobre la última parte del discurso de la editora, ese “verla” es tan vago e impreciso, difícil de alcanzar.

Aún debo decir que hay cierta “corriente” —corriente sería llamarlo demasiado, a veces hay una inclinación un poco más pronunciada—que califica a los críticos literarios como escritores fracasados y, por eso, su tarea se limita, o se explaya, en el intento de hacer fracasar a los demás escritores, como si fuera, el oficio de escritor, soplar y hacer botellas (expresión sintética en la que un acalorado trabajador de ese oficio puede sentirse ninguneado, como si la técnica no requiriera más que una simple expulsión de aire. O peor aquellos críticos que chorrean tinta hasta que el papel aguante. Faltaba más, “por dió”).

De todos modos, aquí más que una visión de crítico hay una visión de escritor que registra distintos modos de acercarse a la realidad, para que, munidos de algunos elementos, cada quien saque su propia conclusión, enriqueciendo, de ese modo, la lectura de la obra.

Como gatos en un saco
En fin, dice que la vio, a la novela, como pedía Núria Monclús, y “se me fue haciendo indudable que la pasión que pretendía animarlo no era ni convincente como literatura ni válida como experiencia”. (p. 114) Porque además, “los “buenos” no siguen tan totalmente buenos como al principio lo sostuvimos, cuando algunos, no yo, arriesgaron o perdieron la vida por ello…”. A los malos, aunque duda Donoso, sólo les queda blanquearse, realizar obras de caridad, dar donaciones que se descontarán de los impuestos —y hasta quizá salga ventajoso el negocio—, hasta que se hagan pasar por buenos y que la gente se lo crea, pero en realidad sólo por conveniencia. Hipocresía, pues.

Pero no habla de los “milicos” malos, puesto que le hicieron saber que “no todos somos malos…, nosotros tenemos miedo…, dígaselo a los demás; no todos somos malos” (el uso de puntos suspensivos sugiere titubeos, en este caso porque no sabe si es conveniente o no hablar demasiado, pero también es un recurso que hace captar la atención en un discurso que parece efectivamente hablado, que se trata de la última parte de un diálogo, de un intento de tender un puente con el Chile que viene, que vendrá, aunque sea diecisiete años después). Además, a él no le hicieron nada, apenas seis días en un calabozo —era el hijo de un diputado, aunque Pinochet disolvió el Congreso, y no era un diputado de izquierda, precisamente, sino uno tradicional, seguramente seguidor de Frei, de centro (aunque este se volcó a la derecha)—.

Y de la misma forma oblicua, Donoso nos habla del miedo: “Todo languidece —el estado de ir muriendo—, y pierde coherencia, ya no soy capaz de transformar nada en teoría ni en acción que lo enmiende y lo explique todo” (p. 116), porque de eso se trata, justamente, de transformar lo que hay en algo mejor y, si se puede, totalmente justo. Ni que hablar que es difícil, pero la aceptación pasiva lleva, directamente, al abuso de poder.

Por ejemplo, la “pretensión” de la mujer de ser una especie de escritora frustrada (en realidad sus artículos feministas que escribe para algunas revistas tienen buena acogida). Dirá: “¡Si supieras cuántas novelas tengo encerradas dentro de mí, como gatos locos en  un saco, que pelean y se destrozan..! (p. 117) A veces andamos así por la vida, todos rasguñados.

Pero para él no, puesto que hay un prestigio parnasiano, el ser escritor entra en las categorías del humanismo moderado, de persona de bien —con todo lo mal que son los escritores/as, malditos/as— y, como sea, si debe cambiar, en bien de la literatura, hacer un pacto con el diablo, le está permitido siempre y cuando nos deje, en su obra, algunos destellos de inteligencia y cuotas extensas de enseñanzas de otras vidas, para vivirlas y sentirlas.

Y sin embargo, hay momentos que desea darse por vencido, sentir “la dulzura del fracaso aceptado”, renunciar a todo, que venga lo que sigue que hay pecho para las balas. Además, está ese jardín. Ese jardín “con el susurro de hojas (y) la afirmación de vida de esa campana de oro que brilla, baila, pero no oigo tañer”. (p. 122) El jardín lo lleva a la madre, de una forma natural, a su vida, al Chile de antes, pero también a la sombra de la muerte. El jardín significa la vida, con plantas y colores, con olores viejos y nuevos, o como posibles lugares de tierra suelta para colocar los ataúdes del tiempo. Porque la muerte, también, da trabajo. Y aprenderemos sobre ello durante la vida.

Escapar a la muerte, por tanto, en esas condiciones, es abandonarse al exilio, no hay más remedio. Chile ya no era un lugar seguro, más valía irse de allí.

Pero antes de entrar en ello, porque lo urge más, repasa las situaciones que va viviendo su madre, hasta casi no comer nada, y empieza “a perder peso, solidaria con sus mujeres (a las que ayuda), a rechazar con repugnancia el alimento…”, y por medio de la comida, de las comidas, hechas en tono de pregunta, formula para descomprimir las situaciones ásperas, complicadas, además salvada de la brutalidad, o de toda la brutalidad del Chile pos golpe. Es esa madre que “está muriendo de hambre en nuestro lugar, ese vestigio que se desvanece, esa hoja estremecida en este jardín…, ahora está yerto, las ramas secas, el césped chamuscado por las heladas, la tierra dura de escarcha…, aunque no, el palto, la araucaria, los naranjos, el magnolio no pierden sus hojas, vibran verdes todavía pese a que todo en torno a ellos muere” (p. 124). Por lo que queda en evidencia que el jardín de al lado, florecido, exuberante, vivo, es la vida, y su abandono, que es lo que significa la muerte de su madre —con todo lo que traerá aparejado su final—, aunque sea parcial, será el  inicio de la muerte, el último declive al fondo de la barranca.

Es esa madre que confunde Allende con Pinochet, y atribuye a Allende, que ya está muerto, todo lo que sucede durante el mandato de Pinochet, pero justifica, extemporáneamente, todo lo que sucedió. Lo único que sabe es que estaba insatisfecha y sigue de igual modo, ya no hay arreglo en el mundo.

A mitad del libro, Donoso introduce un nuevo personaje, Katy Verini, uruguaya de cuarenta años, madre de dos hijos que viven en París, y suponemos que la integrará a la trama, al menos por un rato (es como si fuéramos en una carretera, de pronto paramos para levantar a alguien que hace “dedo”, nos acompaña un recorrido y luego seguimos. Porque todo eso es lo que integrará la novela, y la novela que el escritor está reescribiendo, o corrigiendo, o intentando hacer algo con ella). Katy tiene un estilo hippie, fuma marihuana, es una femme pauvre (una mujer pobre) de aquellos años 70. “Vive entre latinoamericanos que hacen batik y tapicería y macramé y “objetos” y joyas, que cantan tangos y chacareras y zambas en sitios en que se come parrillada a la argentina, que escriben libros de poemas geniales que pocos leen, editados con dinero reunido entre los amigos, que en Rastro tienen puestos de piedras o caracolas, de cosas de la India o de Marruecos, o de artesanía…”. (p. 125)

La zona de El Rastro, y se me disculpe la cita larga pero puntillosa, comprende:
“De la Plaza del Cascorro hacia abajo, el Rastro es un horizonte humano tan denso que apenas se mueve, un ejército juvenil sin armas, despistado, vendiendo lo que sea para comprar un poco de “hash”, o comida para darle a los suyos, vender libros viejos, flores de papel o trapo, hacer marionetas, bailar y pasar el sombrero, el guitarrista barbudo toca Buxtehude y ella pasa el sombrero al público que no sabe quién es, ni qué, es Buxtehude, argentinos que se agarran a las puñaladas con españoles porque su puesto ocupa unos centímetros del suyo, robos, billeteras perdidas, niños que se pierden, los niños ya un poco mayores tomando el sol, desaprensivos y fumando un porro a la una del día en las escaleras, olor a sudor con ajo, pulseras, llaveros, bordados, horribles figuritas de piedras pegadas, de paja trenzada, cosas de plástico de aspecto tan efímero que parece que el calor las fuera a derretir, cosas indias compradas, cosas marroquíes compradas y vendidas casi al mismo precio, cosas japonesas que un amigo dejó en el piso como parte del pago por su alojamiento antes de largarse a Ibiza o a Altea, o a Suecia a trabajar de obrero en el verano y reunir suficiente dinero para no tener que trabajar durante el resto del año, lentitud, olor a cuerpo, torsos brillosos desnudos y sudados, este pulmón de la juventud contestataria que uno creyó muerta después del Mayo del 68, pero perdura como un estilo que ahora no se sabe por qué y para qué es” (p. 126),

porque, ¿qué pasó luego del 68 en Europa, con relación a la juventud? ¿Y qué ha pasado con sus hijos, con los hijos de quienes pensaban hacer la revolución, porque era posible?, están  “ya absorbidos por el establishment, hijos de nadie, hijos de docenas de revoluciones frustradas, (que) huyen de las derrotas y del triunfo según de dónde se los mire”. (p. 126)

Se insiste en las derrotas, la de la novela donde cuenta una derrota, y la de esta misma novela, hija de la derrota. Pero no sólo habla sobre la derrota, sino también sobre el fracaso, virtud negativa visto desde los que nada quieren saber de ellos, “hasta el sitio donde Bijou está en cuclillas junto a su amiga, (donde) no resisto la fuerza de la multitud maloliente que me impulsa hacia él porque quiero ser él, quiero vestir sus harapos y su suciedad de Rimbaud y sentirme “bien dentro de mi piel”, como diría él traduciendo del francés, aquí en este mundo que para él es coherente, pero que para mí es caos, porque me doy cuenta de que para mí el único mundo coherente es el del fracaso y este niño no ha fracasado, ya que se hurta del fracaso de sus padres, rechazándolos cuando lo invitan a compartir el mundo de la derrota política”. (p. 127-128) Lástima de queja, que los hijos, o los sobrinos, como es el caso, no sean lo que uno pensó. Lástima bandoneón: “estos son los años que nos ha tocado vivir…”, malos años, de exilio y soledad, pero no hay otros.

Ahora han pasado a ser “pasotas”, desinteresados de todo, arruinados moralmente, envejecidos.

El tercer plano
El escritor parece estar harto. No puede más con ese oficio nada agradable, donde debe convivir con fantasmas. “Eso no tiene ningún prestigio para mí”. (p. 131) Supuestamente el escritor podría estar dotado “de un aura incomparable”, eso cree él, como una tibia defensa ante la frustración por su novela que rechaza Núria Monclús haciendo nacer dudas al escritor narrador —la descripción de objetos de plata antigua, buscando algo del pasado que es referencia en el presente (el método descriptivo, visualmente descriptivo, para encausar ese continuo volver al pasado, ese continuo revolver en el pasado, buscando causas, orígenes, nacimientos y algunas muertes)—.

Pero a la vez, la descripción servía —como trampolín— para ubicar un escenario, escenario central, por otra parte, que, como un mago que pudiera hacer sus trucos, al mismo tiempo, en tres dimensiones distintas, prodigio de la óptica, dice: “También percibo un tercer plano: el interior de la tienda, más allá de nuestro reflejo y de lo exhibido en el escaparate, pausadas, pertenecientes a una raza ajena al ajetreo de la calle, cogen con sus manos sensibles algún objeto de plata, lo examinan, charlan sonrientes con el propietario y luego lo vuelven a depositar sobre la mesa de madera mate. De pronto el zoom de mi vista penetra la imagen de Rimbaud, dejándola atrás en el cristal, y se fija en un personaje del fondo de la tienda, que reconozco: Núria Monclús sostiene entre sus dedos, como Palas Atenea, un búho de plata, hablando a un amigo de ese búho como si le explicara que es su símbolo. Intento huir, aterrado, avergonzado de mí mismo, de mis acompañantes, sin decirle nada a Gloria”. (p. 132)

Pero llegará el momento sublime, cuando divisa a su héroe sempiterno y creación re-creativa: Marcelo Chiriboga, el supuesto escritor del boom, ecuatoriano —porque Ecuador, se dijo alguna vez, no tenía ningún candidato posible para el boom latinoamericano, y de allí nació la necesidad de Chiriboga—.

“El más insolentemente célebre de todos los integrantes del dudoso boom. Su novela, La caja sin secreto, es como la Biblia, como el Quijote, sus ediciones alcanzan millones en todas las lenguas, incluso en armenio, ruso y japonés, figura pública casi pop, entre política y cinematográfica, pero la calidad literaria de su obra sobresale, para mi gusto y el de Gloria, casi sola en medio de los pretenciosos novelistas latinoamericanos de su generación: pertenece al, y fue centro del, boom, pero en su caso no se trata de una trapisonda editorial manejada por la capomafia, sino la simple y emocionante aclamación universal. Pequeño, flaco, tan “bien hecho” como una de esas figuras creadas por orfebres renacentistas que con Núria Monclús estudian, su planta aristocrática y su cuidado cabello entrecano es tan reconocible como la figura de un galán de cine: este ecuatoriano ha hecho más por dar a conocer su país, con La caja sin secreto, que todos los textos y las noticias publicadas sobre el Ecuador. Rodeados por la pátina de opaco nogal donde reluce la imaginería de plata, este ídolo —porque no puedo dejar de reconocer que es ídolo mío y de Gloria: lo citamos continuamente, hemos leído hasta la última palabra publicada por él y sobre él—, este escritor delicado y fuerte a la vez, que habla de igual a igual con el Papa y con Brigitte Bardot, con Fidel Castro, Carolina de Mónaco o García Márquez y cuyos pronunciamientos sobre política o sobre cine, o sobre moda causan tempestades…” (p. 132-133),

es su verdadero fetiche.

El párrafo es largo pero trae la descripción completa del ecuatoriano, al que luego, en otras novelas, se le han agregado algunos datos y algunos pincelazos (lo inventó Donoso en el libro El jardín de al lado, justamente, en 1981, y Fuentes, siguió el juego colocándolo como personaje en Cristóbal nonato (1987) y de nuevo en Diana o la cazadora solitaria (1994). Luego Donoso volvió a Chiriboga en Donde van a morir los elefantes (1995), donde, según Nadine Dejong, de la Université de Liège, hay una “humanización” de Chiriboga en la novela, que va a la par con una individualización(1) del personaje, y lo incluyó como autor de la solapa de Nueve novelas breves (1997).).

Además, “es humillante admirar tanto a un colega. Es el signo del fracaso. Es mendigar escucharlo como quien escucha a un dios, encubierto, como yo, por mi anonimato y mi espalda. Pero mi anonimato no es completo: si me doy vuelta puedo saludar a la diosa de la sabiduría y la guerra, a la protectora de este Ulises. Mi anonimato, entonces, no sería total, aunque sí más necesario porque mi mendicidad figuraría como mi único atributo” (p. 135), la inestabilidad es total, descubrirse —que lo vean— es, o parece, un acto de desnudez.

Bijou, casi espectador, “vaga, admira los objetos que no admira pero que adivina costosos, toda la situación resbalando sobre él sin marcarlo porque no espera nada, y este hiato en su norma podría prolongarse y transformarse en su vida misma” (p. 135-136); el cuadro propuesto presenta la imagen del terror mismo del escritor que, a pesar de todo se ve arrastrado, como quien va al patíbulo, y de pronto la horca —sobre todo la mujer, como si tuviera una guadaña, literaria y editorial, capaz de dejarlo en el cielo o en el infierno, en sus manos— se presenta: Núria Monclús, Marcelo Chiriboga, el anticuario, el escritor y Gloria, Katy, y Bijou ajeno a todo.

“Núria Monclús está ataviada con el mismo vestido que la otra vez, sólo que ahora es azul oscuro, y el velito que enmaraña su pelo y su mirada es, igual que el lacito de terciopelo, del tono: es de esas mujeres que se conocen tan bien a sí mismas, tan refractarias a todo lo tentativo, que sea para la ocasión que sea y en la temporada que sea, luce igual atuendo, variando apenas el color y la tela como única concesión a las estaciones”. (p. 136)

Así es como, casi sin querer, al impulso de Katy —que reconoce a Marcelo Chiriboga—, se acercarán a ellos tres (están hablando con el anticuario), Katy se deshace en elogios y finalmente le pide un autógrafo. Es más, “llama a Bijou para presentarle al escritor”. La insolente actitud de Bijou, desconociendo totalmente al escritor laureado, hace que Katy se fije en ellos dos, el escritor y Gloria, y ella, sin ninguna autoridad, los presenta (sin saber que ellos son admiradores de él). Pero, tras conversar un poco, fórmula de etiqueta, como en un juego de ajedrez aquellos abandonan la tienda, por la puerta secreta, y “los cuatro salimos, de nuevo, a habitar la crudeza del sol”.

Como siempre el tema sexual, con sus  variante homosexual o bien con relaciones que se dan entre personas con marcada diferencia de edad —y cierto prurito moral al respecto—, pautan la narración. Incluso, el desgano sexual de nuestro escritor frustrado y protagonista. Dice su mujer: “La Katy se acostó en la pieza de al lado a dormir siesta con Bijou”, quiere decir que Katy “es abuela… tiene hijos del doble de edad que el Bijou éste…”.

Pero lo que más llama la atención al narrador sobre el jardín de al lado, y por lo cual en esa imagen reside toda la felicidad posible, es la Condesa de Pinell de Bray, “la condesita de la campana de oro”. Es austriaca, y el narrador se echa a suponer orígenes, nombres, patronímicos y apodos de uso de la burguesía (como “Mimí, Coté, Lela…”), se la supone de ojos claros, azules, según dice Beltrán (el jardinero de la casa de al lado) que filtra algunos datos de sus patrones, así como desliza sus comentarios sobre el  orden, durante el régimen de Franco.

Sintomáticamente, el uso de un atributo de su fisonomía, que es predominante a los demás, realza ese objeto y le transfiere lo que es del otro, queriendo que sea efectivo allí donde se debe mirar: “carece de ojos (en su imaginación, la condesita) y, como en una cabeza clásica de mármol, sus ojos son vacíos”, pero este es un vacío de otra forma.

 

“En vez de ser un vacío de piedra en blanco, son dos ventanas abiertas al cielo por el cual transitan nubes o donde juegan niños en sus triciclos o, cuando mi amor es más doloroso, los agujeros almendrados me dejan ver olas rompiendo sobre riscos, y más allá, el horizonte del mundo entero”. (p. 145)

 

El punto de mira se traslada al comedor, siguiendo en todo momento a la condesita y su pareja (al que llama el “guapo-feo”, y que tiene “cejas sombrías”), pero sobre todo a ella, que se ha puesto una túnica multicolor, con placas de oro, que le sugiere a Klimt.

Ya lo hemos dicho, pero sirva la anotación. Hay una insistencia alusiva a lo visual, como de reafirmación (para que el lector logre fijar en su mente el cuadro que le propone el autor). La palabra apoyada por la imagen se potencia, aunque requiere un lector que tenga cierto nivel cultural para que sea efectivo tal procedimiento.

Y de pronto, idos del resto de circunstantes,

“se escabullen un minuto, y, furtivos detrás del matorral que está justo, justo debajo de mi ventana, el hombre desnudo toma en sus brazos a la mujer de la túnica que se entrega a su cuerpo en un abrazo tan sexual como el de la pareja de Klimt, en que sólo se ven las cabezas envueltas por la algarabía de color y de oro, pero que los ojos cerrados de la mujer describen como el placer de la entrega total. Ella, entonces, justo bajo la ventana de mi dormitorio, entre las tuyas y arrayanes, y la tapia que separa las dos propiedades, abre los ojos un segundo, y veo que son… ¡oh, prodigio!, no azules, no abiertos al cielo infinito por el que transitan pájaros y nubes, sino amarillos, color oro, como su pelo, como su túnica, que rápidamente desenvuelve a su amante”. (p. 146)

Si nos fijamos atentamente, la descripción comienza en la túnica y deriva en los ojos, cuyo color había quedado pendiente de resolver, y terminan en la túnica, cerrando el círculo descriptivo.

Por tanto, Donoso parece adelantarse en oleadas, a impulsos del viento y la marea. Y, un tanto obsesionado por el color y el descubrimiento, “…los ojos de oro, en ese segundo que me vio espiándola desde esta ventana —porque sí, sí, me vio, me reconoce, sabe que existo, que la espío, que la miro, que la amo—, rebalsan una expresión inconfundible”. (p. 146)

Volviendo al tiempo presente de la novela, dirá: “Hace días que no trabajo. Es como si haber estrechado la mano de Marcelo Chiriboga y Núria Monclús me hubieran paralizado en vez de estimularme”. (p. 146) Y afirma, además: “No estoy para novelas políticas que hablen de la esperanza de la vuelta a una democracia parlamentaria como la de mi padre, que es lo que de mí debe esperar tanto Chiriboga como Adriazola, sino para endechas dirigidas a una castellana medieval” (p. 146), lo cual es toda una definición, como si Donoso tuviera que pedir permiso para que su libertad creativa no toque esos temas y sí los que él desea. Después de todo, la obra de un escritor refleja las preocupaciones del mismo en varios planos, y cada uno soporta —como puede— el peso sobre sus hombros de la obra publicada. Habrá de comprender, a su tiempo, que “este volver a rumiar otra vez la tragedia chilena no me lleva ni a la lucha, que está en otra parte, ni a la literatura”. (p. 175)

Del otro lado, que ha dicho que le interesa más que lo otro, lo político, la condesa toma sol y se exhibe, como para su deleite, “quitándose los breteles, primero hasta que el sol borra esas huellas blancas en la carne de sus hombros, y luego, cada día bajándose un poco más… su corpiño, de modo que cada día revela un dedo más de carne blanquísima de sus pechos que va tostándose” (p. 147). Sin embargo, se queja: “¿Se propone, acaso, dorar al sol su cuerpo entero para entregárselo al “guapo-feo”, como la valiosa y sólida tersura de un lingote de oro?” (p. 148). Y él, por supuesto, quedará por fuera, convertido apenas en un “voyeur”, en un mirón.

Tenemos aquí, entonces, la misma suma de obsesiones que, de ser bien resueltas, pueden llevar a buen término la novela (la que se está escribiendo, tal como reflejo de la que ha presentado a Núria Monclús y que, rechazada, deberá ser reescrita, o cuando menos depurada, corregida). Claro que se muestra, sin pudor alguno, sobre la (in) fidelidad, como un mal necesario en parejas que tienen más de cincuenta años y veinte o más de casados. Digamos que en esos casos “carece de los incentivos sexuales que puede tener… alguna aventura amorosa” (p. 150), entonces justifica ese tipo de acciones bajo el manto de algo real y tangible como la falta de sublimación (entendida tanto como el enaltecimiento o engrandecimiento de las cualidades o mérito de una persona —o una cosa—, y según el psicoanálisis, la transformación de los impulsos instintivos en actos más aceptados desde el punto de vista moral o social). Bien puede suceder que

“Quizá esta curiosa relación insatisfactoria que tenemos, este enredo a veces amable, siempre cómplice, con frecuencia francamente hostil, quizá esta compasión misma que estoy sintiendo ahora, quizá nuestra capacidad adquirida cono la repetición en el tiempo para salir ilesos de nuestro odio a veces mutuo y feroz, sí, tal vez todo esto fuera amor, e incluso pasión, en una pareja de nuestra edad”. (p. 151-152)

Pero el deseo, a menudo se muestra desaforado, incontenible, que no puede reprimirse, es demasiado intenso y debe ser cumplido (el no poder cumplir ese deseo genera, diría Freud, la neurosis). Pero ni así la variación ofrece consuelo: “Ella se vuelve hacia mí, entonces, y me abraza y me besa. Nos abrasamos y nos besamos pese a que yo tengo una ligera panza, pese a que su piel carece ahora de ese lustre tan vivo que era casi una textura que se palpaba…, perdida la perfección de esa línea continua y ondulante que antes fue el lujo de su piel sombría. Hacemos el amor tal como, cada triste año más de tarde en tarde, solemos hacerlo. Yo pienso en la condesita, que es la llama blanca, y Klimt y la madraza, y que toma té con su marido bajo los árboles privilegiados, pero que tiene una vida ajena a todo eso, en la que reina, como en toda pasión, la fantasía, y que sólo yo conozco. ¡Cómo invocar ese cuerpo con las caricias de los transitados caminos del placer en el cuerpo de mi mujer?” (p. 152), lo cual lo principal es la fantasía, mencionada, pues es esta, y no otra, lo que el hilo conductor va transformando, adelgazando, la madeja; liberándola y dando como resultado una nueva figura, que podría llamarse conmiseración, donde ese “con” supone una miseria compartida.

“Ella siempre alega —y con razón— que es todo culpa de sus padres frívolos, que nunca la prepararon para nada, que ella no es más que una niña bien chilena que ha dejado de ser joven y bien, a quien jamás se pensó en darle ni cultura ni instrumentos para vivir una vida contemporánea”. (p. 153)

“Su madre la sacó de las monjas, donde era la primera de su clase, en tercer año de humanidades, y la mandó a un instituto elegante por las mañanas, donde se estudiaba el buen gusto en el vestir, cómo sentarse, cómo pararse y caminar, religión, labores, y lo más vano de la cocina, pero jamás le enseñaron cómo pegar un botón ni pelar una papa…” (p. 153), el “siniestro Instituto Carrera, cuyo recuerdo ella odia con una pasión que es sólo comparable al rencor”, sobre todo porque se la dejó a ella “sin la fortuna para la cual la habían preparado” (por una vergonzosa ruina económica de la que no se dice mucho, apenas que fue “uno de los tantos traspiés de la vida que cambian el destino de la gente”). Lo cierto es que Gloria, “que a menudo es incapaz de deshacer una maleta, y a quien tuve que rescatar una tarde en la playa de Sitges, cuando la encontré sola, gritando y llorando como una loca frente al mar” (p. 154), había traspasado el límite, y algo la había hecho reaccionar de esa manera.

No es extraño que en Donoso el tema de la locura esté presente, sobre todo ese tipo de locura imprevista y que deja a la persona en un estado de indefensión del que nunca llega a recuperarse del todo, aunque parezca ir retomando algunas actividades de antes, que funcionan como anclas a tierra, y preocupaciones para no tener que pensar en las otras cosas que la atormentan.

Sin embargo, en vez de continuar ese discurso, Donoso sigue describiendo el cuerpo de la mujer, como completándolo: “su larga, bella espalda, la amplitud controlada de su cálido trasero, la cabeza erguida, de medio perfil, las largas piernas: la Odalisca de Ingres, sí, se lo dije la primera vez que hicimos el amor, en nuestra noche de bodas, porque hasta entonces Gloria mantuvo una virginidad monjil” (p. 154-155). Y la contraparte visual, para que a su vez imaginemos la figura: “Ingres, pienso al mirarla ahora, sabía dibujar como nadie: le bastaba la más sutil modulación de una línea, variar su espesor, su densidad, hacerla más profunda o casi eliminarla, para hacer real la sugerencia de masa y de peso y el satinado y la sensualidad y el calor de la espléndida carne de su modelo: la Odalisca, indolente y bella, el largo ojo del medio perfil, el turbante de la toalla multicolor después de haberse lavado el pelo, mientras leía ávidamente entonces el prohibidísimo Ulysses, que hubiera hecho desmayarse a las señoritas del Instituto Carrera que le enseñaron literatura”. (p. 155)

Y descubrimos, con el mismo asombro que el narrador, que la última visión de la condesa, espléndidamente ataviada de blanco, junto a su esposo (los marqueses de Pinell de Bray), era para ir a Liria, a una cena ofrecida por el nuevo Duque de Alba, en honor a su majestad el Rey Don Juan Carlos y de la Reina doña Sofía” (p. 156), precisando de alguna manera la estatura y la temporalidad histórica. Por cierto, este es el mismo rey que sufrió un accidente en África y se descubrió que había sido participando de una cacería de elefantes. Y actualmente vive en Abu Dabi debido a los escándalos de corrupción que lo salpican. Si bien fue parte de la transición del franquismo a la democracia, y su participación en ese proceso fue importante, luego de ello varios miembros de su familia se vieron envueltos en casos de corrupción y él mismo no escapó a ello.

El verano avanza, el verde se transforma en amarillo-limón, el paso del tiempo que, de forma imperceptible, avanza, y se confirmará en otoño. Una tarde sopla el viento, los días serán más cortos, “y las sombras sobre el césped comienzan a alargarse”. Aquí el tiempo adquiere importancia: “Todo, hoy, contiene una lejana aprehensión de óbito que se ciñe como una película delgada por el revés de la magnificencia de la estación en su plenitud: el jardín, esta mañana, es más el reflejo de un jardín en un estanque, virtual y manso, que una realidad en sí” (p. 157), y por este método Donoso desliza un tono casi sobrenatural, extraño, distinto, original. Esta es “su” forma, su estilo, un poco barroco, rebuscado, cargando el discurso de varias entonaciones y derivaciones metafísicas. Presenta el hecho y su interpretación y, a la vez, todo esto interactuando con la intención, con la intención de que todo lo escrito arribe al puerto que ha decidido, ese jardín de al lado, madrileño de ocasión, pero que para él es, significa, lo que aún vive. Y si vive, palpita, es porque aún hay esperanza. Pero, en caso contrario, ¿sería la muerte?

 

Pero antes aún que el verano termine, hay que salir: “Partir sigue siendo lo aceptado, hacia una casa junto a la playa y frente al mar porque el aire marino es saludable para los niños que todo el año respiran el aire inmundo de la capital” (p. 157), pero claro, únicamente para cierto estrato social, en el que ellos están, aunque en realidad habría que decir que como siempre habían estado en la clase media aún se seguían manteniendo, en apariencia, allí. Porque había —hubo— exiliados a los que les fue bien —como quizá les hubiera ido bien en su propio país, e incluso que tenían, desde entonces, una posición económica “desahogada”—, y otros apenas sobrevivieron, más atentos a otro tipo de faltas, políticas, humanas, ideológicas y hasta existenciales. Ya de entrada, para poder salir del país se necesitaba cierta cantidad de dinero (y/o contactos). El “síndrome de la valija preparada”, siempre lista, siempre pronta para el volver —en las condiciones que sean— es la manifestación más visible y más evidente de la urgencia y la necesidad de la patria —terruño, barrio, familia y/o compañeros/as, y más si hay familiares presos—, y, por antagonismo, el rechazo a ese estado —el exilio— y a considerarse “de paso”. De forma que esas personas nunca terminan de pisar tierra firme, y navegan por aires cada vez más enrarecidos.

 

Lo agrio de lo que pudo ser lo dulce: “No la volveré a ver porque Pancho ya estará aquí cuando regresen y nosotros en nuestra azotea de Sitges, bajo las cuerdas de colgar la ropa, el mar apenas un triángulo entre dos techos en declive, más allá del primer plano de otra azotea adornada con calzoncillos recién lavados” (p. 158), un elemento hasta íntimo, desubicado, profano y mundano. La perspectiva de que en el jardín ya no está el “guapo-feo”, que de alguna manera ha significado un estorbo para él, le hace ver que “lo esencial de las cosas bellas es más bien el dolor que causan al hundir sus garras”, y también, en otro plano, en el plano de los propósitos de la escritura: “al fin y al cabo uno no escribe con el propósito de decir algo, sino para saber qué quiere decir y para qué y para quiénes”. (p. 159)

Ese último concepto es toda una declaración de intención escritural, y por medio de ello Donoso nos muestra que tiene ciertos “principios” y/o maneras de ver las cosas que, siendo intransferibles, vuelve y revuelve una y otra vez, generando verdaderas obsesiones que entrecruzan sus diferentes obras: el hombre, genéricamente hablando, es más torpe y más malo, o con características que lo hacen más nocivo, peligroso, capaz de hacer sufrir dolor, lastimar y matar —de todas las formas posibles— a otros seres humanos y al propio planeta. La aparición del hombre sobre el planeta, fue peor que la peor glaciación o la colisión de meteoritos y aerolitos, fragmentos de la inmensidad. Como si lo único que pudiera quedar es “este jardín despoblado (sin vida) para una luminosa inquisición”.

Hay, y es curioso, por cierto, un elemento de inquisidor, incluso de autoinquisidor, capaz de darse de latigazos antes que aceptar, en voz alta, algún error, de ser más exigente consigo mismo que con los demás. Descubriremos, y no nos dará sorpresa, que mientras tanto Katy como Bijou están con ellos, en la casa de Pancho, en realidad les mueve un interés que es importante para ellos, el de hablar por teléfono con sus familiares o amigos en Marrakesh, o a París, sin medir cuánto costará, y cuya cuenta pagará otro. “Acuérdese del teléfono público en Sitges” (que Bijou le había llevado para que hablara con su familia), dirá el sobrino, y en realidad, aunque no lo parezca a primera vista, se trata de lo mismo: de hablar gratis, como si hubiera un derecho universal de poder hablar con los familiares de manera gratuita si no se tiene con qué.

Víctimas de la derrota
“Sí, Katy y Bijou han aportado el terrible hábito del descuido tan a menudo aparejado con la derrota: lograron introducirlo en el piso de Pancho, que le ha dado vuelta la espalda tan eficazmente durante toda su vida”. (p. 161) Y se pregunta: “¿Tan derrotados?”, y aclara que no, “que es el resultado de un complot, debe ser un mal pasajero”. Y sin embargo, el tiempo se va horadando, la gota de agua que cae en la piedra deja una huella que los años van marcando de forma permanente e indeleble.

Pero Donoso, abiertamente, tiene otra realidad que contar, lo que sucedería en la hipótesis siguiente: si yo estuviera en el jardín de al lado… sería feliz, por ejemplo, o mejor: sería otro. Pero es imposible, el destino es inexorable:

“Murió hace dos horas. Sí, estamos todos reunidos, me dice. Y para que el dolor me penetre con más fuerza, agrega: sólo faltan ustedes tres. Todos reunidos, la casa entera iluminada, mi madre en su cama de toda la vida, las criadas de toda la vida la lavaron y ataron su rostro para que no se le caiga la mandíbula, y Andrea —la hija mayor de Sebastián, ya casada y con hijos—, muy contra su voluntad de hombre serio, ha puesto un poquito de colorete en sus labios y en sus mejillas…”. (p. 164)

Anorexia nerviosa, ya lo sabemos. Ha dejado de comer, ahora definitivamente, y también, hay que saber que “las sobrevivientes fueron las fieles, pese a Allende, pese a Pinochet, las mujeres de las poblaciones que se dan cuenta de que las cosas ahora están mejor que antes, me dice Sebastián por teléfono. Él vive sin dificultad porque importa radios del Japón y juegan al golf como toda la vida, mi dulce y tranquilo hermano mayor, que ha sobrellevado el peso de la agonía de mi madre que esta noche murió de hambre” .(p. 165)

Y, ¿qué se es cuando se ha quedado sin madre? O, mejor dicho, ¿qué, o cómo, hay que ser?

“Ahora no soy hijo de nadie: ahora yo soy tronco, yo soy raíz” —dirá Donoso por boca del personaje, y estará cargando de emociones, sentidas sin duda por él mismo, sobre el vacío subsiguiente, el golpe de nocaut que sucede durante los primeros días, sobre todo, de la muerte de la madre. Pero la madre del narrador, que confunde a ambos, a Allende en el nombre y las acciones de Pinochet, no queda claro si es a propósito o no, o cuál propósito (porque a pesar de todo su madre trataba de ayudar a esas fieles que acudían a ella), o si en realidad es como defenestrar al muerto para no ofender al vivo, que de esas cosas Pinochet supo, y supo bien, el muy traidor, para instruir los sumarios.

Por eso, y porque ya no tiene sentido, ni siquiera la herencia será significativa para él —por lo que tampoco vale la pena interesarse—, y porque la policía, en el aeropuerto mismo, impediría nuestra entrada y volverían, esta vez sí exiliados como para siempre (además, punto a favor, allí —en España— están las editoriales y otros trabajos que hace: “escribir solapas…, traducir del inglés…, corregir estilo…”).

Pero en realidad, lo dirá y lo remarcará: “Esta novela que estoy escribiendo es lo único que me importa”, y a ese fin se dedica, ahora que ha muerto la madre y no tiene que decidir si va a compartir o no el momento de su muerte, mientras agosto va llegando a la séptima. Pues no, su hermano, desde Chile, lo conmina a vender la amplia casa con jardín, donde vivía su madre: “ofrecen tanto por ella que se podría pagar todo lo que se debe con holgura, dejándome a mí, además, un margen bastante amplio aun después de pagarle a él los préstamos que me ha estado haciendo durante mis años de exilio, y si invierto bien —los Fondos mutuos en Chile, de lo que todos viven ahora, dan una buena renta—, ese pequeño capital me podría ayudar a vivir…” (p. 172-173), aunque no solucionaría totalmente sus problemas económicos, como habíamos dicho, porque si los Fondos caen el golpe en el suelo existe.

Es claro que el conflicto exterior —la venta de la casa que podría significar cierto desahogo económico, incluso con lo efímero que parece ser luego de pagar gastos y cuentas atrasadas— tiene repercusión al interior y genera un conflicto en la pareja de nuestros principales personajes. Una Gloria demasiado exultante quiere convencerlo de un viaje, de algo distinto, otro futuro, y para ello ha de vender la casa, y de esa manera su mujer pasa a integrar el grupo de gente que solo ve lo económico, lo fabuloso del negocio y la ocasión, pero poco —o nada— arriesga sobre el lugar, sobre el peso que tiene la casa y ese lugar de infancia y al que está unido por cordones umbilicales que no ha querido cortar. Y la constatación es triste: “La veo encerrándose en la cárcel de la depresión, en la que nada, ni siquiera lo más simplemente positivo, puede tener otro signo que el de la amenaza, la agresión de los otros —especialmente la mía—, la inaccesibilidad de la gratificación más primaria, y sólo se ve cercada y aprisionada por la derrota”. (p. 176)

“Un poquito de placer, ruega de nuevo, restregándose contra mi cuerpo que no responde, aunque ahora a ella no le importa que no responda. Ahora importa sólo la imaginación: este placer —llamado conyugal: de yugo—, desde hace años es sólo la demostración de otras cosas, de poder, de fidelidad, de vigencia, y sirve para comprobar, para continuar, para dar seguridad…”. (p. 176)

Hace referencia al Ulises de James Joyce, a nombre de Dedalus, sobre su madre “bestialmente” muerta, pero nada parece que le pueda torcer el brazo, al menos por el momento.

Durante todo ese tiempo, el exilio no les dio nada, y “nada de lo que hacíamos dejaba la menor huella”. Porque si todo fracasa, al menos que quede algo, una entrada en una enciclopedia (que nadie leerá, por cierto, si acaso), un sitial en la nube, algo. Huellas que alguien, algún día, podrá seguir y reconstruir con ellas el recorrido de la vida de un hombre, escritor, pasados los cincuenta años, que se siente desdichado, con la moral baja y un sentimiento de derrota sin fin, de que todo está determinado a no ser, a sucumbir.

Todos los personajes principales, el escritor en primer lugar y su esposa, Patrick, su hijo, que sigue en Marrakesh, el sobrino Bijou, Katy la uruguaya medio hippie, tienen sus historias. En el caso de Katy, lo que está allí atrás, es el miedo, el terror, siempre presente: “Víctor no murió asesinado en una juerga de camioneros borrachos que invadieron su piso y después de sodomizarlo en masa, como a T. E. Lawrence, lo degollaron. La verdad es otra: Víctor, que pese a su homosexualidad era incomparable como amante, médico joven e inteligente, con un prestigio creciente entre la buenísima burguesía de la que formaba parte, atendía en la más absoluta clandestinidad a los torturados que salían hechos unos guiñapos de los campos de concentración uruguayos: éstos le contaron muchas cosas irrepetibles, datos que él suministró a la resistencia. Cuando el gobierno uruguayo supo esto, y supo que era homosexual, montó en escena en el piso de Víctor una falsa orgía con personas pagadas por la policía secreta, que lo asesinaron, y así, aduciendo su homosexualidad, dejaron sin investigar el crimen”. (p. 182-183).

Lo extraño es que esta confesión, se hace al mismo tiempo que un peruano “exhibe slides hechos en la selva amazónica como parte de un proyecto para una película basada en La casa verde de Mario Vargas Llosa, de la que Donoso, por medio del narrador, dice que es “la única novela de Vargas Llosa que ha resistido el tiempo…” (p. 182).

Entonces, la confesión de la uruguaya descansa sobre el relato del peruano (cuyo proyecto fracasó, por supuesto, “debido al precio que exigió Núria Monclús por esa obra”, como si todos los caminos llevaran a su seno, a la misma mujer de la editorial). Al final Katy “queda como desnuda, conmovida, haciendo un alegato apasionado, certero, en contra del estado policial en que se ha convertido su país” (p. 183). También deslizará un comentario sobre las características de los uruguayos, una, al menos, que es ese continuo vivir en todas partes: “hay más uruguayos dispersos por el mundo que en el mismo Uruguay…” (p. 183), que no siendo cierto matemáticamente, numéricamente, se comparte como una sensación bastante generalizada, adosándosele lo de que siempre, hasta en el rincón más perdido, hay un uruguayo/a. Si venimos de todas partes, de Europa, algo de África, restos indígenas, mezclas de barcos y tiempo, por eso volvemos a esos —u otros— puntos de origen. Pensamos que conocer de dónde vinieron nuestros abuelos nos va a hacer mejores o, por lo menos, conocer por qué somos como somos, gran misterio la identidad.

El exilio, después de todo, es la decisión de qué llevar, el cerrar todo y empezar de nuevo en otro país (debemos decir que todos esos pensamientos aún parecen suceder mientras el peruano sigue pasando la proyección, porque cada tanto suena una quena —¡qué linda que suena/ la quena, el mundo giró!—, que pausan las palabras del peruano).

Pero entonces lo curioso es que todo se complica, se enreda, y ambos no sabrán cómo responder. Por eso la ira, el enojo constante, la burla y la humillación. Y, además, desde una absurda posición de poder —sabe dónde está su hijo, Patrick, la dirección exacta—, “con unos marroquíes”, y además le dice en sus narices, ya sin ningún respeto, lo que para él es verdad, o se le parece: “Ni Patrick ni yo necesitamos la plata de ustedes: somos jóvenes, y si la necesitamos, ya veremos de dónde sacarla sin tener que humillarnos delante de esa Núria que a ustedes los espanta. A mí, no se preocupen, no me volverán a ver… y despídanme de la Katy, vieja, pero buena tipa, aunque tonta como todos los viejos con sus obsesiones por salvar al mundo con sus ideas políticas liberales o comunistas o fascistas, como ese cretino de Beltrán, ya no sé qué son ni ustedes ni mis padres ni nadie…” (p. 191). La frase es fuerte, porque esos muchachos que se formaron ya en otro país, tienen otros horizontes, y no quieren saber nada del pasado. Si ellos van hacia el futuro, ¿a qué mirar atrás? Así piensan, así actúan. Mañana será otro día.

Pero la verdad es que falta un cuadro del dueño de casa, que supuestamente Bijou ha llevado (¿quién más?), de Pancho Salvatierra, “que era un paquete pintado sobre una lámina de aluminio bruñido” (p. 191), que había impresionado al muchacho.

Carlos Minelbaum —del que por cierto no hemos hablado mucho, casi nada, pero está allí, monitoreando todo desde lejos—, psicoterapeuta, visita a Gloria, porque con la negativa del escritor a vender la casa ella ha quedado en un estado frágil, le hace una “ardua psicoterapia de apoyo”, día por medio al comienzo y luego una vez por semana. “Luego, con el transcurso de las semanas… su balbuceo híspido se va trocando en una suerte de diálogo”.

Mientras tanto, “Carlos mantiene ansiosas conversaciones conmigo que también son una amistosa psicoterapia destinada a apoyarme para soportar toda la culpa que Gloria apila sobre mi cabeza, la culpa del fracaso de su vida…” (p. 201-202), pero para Carlos se debe entender “como el fracaso de algo mayor, de una educación, de una clase, de un mundo, de un momento en la historia”. (p. 202)

En el fondo, y esto es resaltado, hay una visión ideológica enfrentada, no resuelta, un derrotista, lúgubre, ¡lírico!, pesimista al ciento por ciento, y otra que mantiene creencia en lo colectivo, en lo solidario, en lo humanista.

El narrador, que es hijo de “un liberal escéptico contra el que me rebelé por su debilidad”, ahora reconoce, lacónico, “terminaré igual que él…” (p. 206).

Las derrotas del narrador y el abandono del proyecto colectivo
Bastarán unas palabras para anunciar que se está en el comienzo del final, como si fuera la apertura (la obertura) de un aria: “La estación que madura dispersa a la gente…”, en realidad las hace volver a sus lugares de partida, y vivir el resto de sus vidas hasta el próximo verano que, con suerte, volverán. Las sombras se alargan sobre el pasto del jardín de al lado. Los días se acortan, cada día un poco más. Gloria, con el ceño tenso, desde su sillita contempla, “sin decir, hace ya tanto tiempo, ni una sola palabra” (p. 208), y unas semanas después, gracias a la gata y al perro, que se le acercan (uno se pone a sus pies, y la otra sube a su regazo), parece comenzar una mejoría, empieza a hablar, pero sólo en relación con los animales. “Parece totalmente absorta en el mundo animal, como si sus necesidades fueran los únicos requerimientos que soportara”.

Y así como el escritor ha necesitado del silencio de su esposa para poder terminar su novela, a la que sigue aferrado porque todo lo demás hace agua, ahora puede concluir, acerca de la mujer que viste su amplia túnica Klimt: “no necesito su amor para terminar mi novela: el espacio usurpado por su presencia y la de los suyos es mi pérdida mayor”. (p. 215)

Sólo la lectura de la novela por parte del escritor, durante dos días, hace que Gloria se vuelva a ubicar en su terreno, pareciendo recuperarse, ¡“regresa lenta pero entera desde la sombra”! (p. 215)

 

Donoso ve algo que llama “la limitación como esencia de la personalidad del escritor”, en donde “la totalidad debe ser descompuesta y refractada por esa “limitación”, que es el yo del escritor”. (p. 224)

La derrota, entonces, debe ser total. Por ello puede disfrutar, aún, un tiempo —relativamente corto— para ser feliz, aunque luego todo acabe.

“¿Por qué sólo nos satisface la devoración mutua, el escarbar incansable de uno dentro del otro hasta que no queda ni un rincón turbio ni oscuro ni privado, ni una sola fantasía conservada como algo personal, sin exponerla?”. (p. 234)

Lo cierto es que, por un momento, está tentado de huir para siempre, de perderse, propenso a adquirir una personalidad distinta. Irán a Marruecos, por supuesto —es una salida a medio término que conviene a ambos—, ya que el hijo va a hacer una presentación de fotografía, pero mientras recorren Sitges por los lugares menos conocidos, allí donde parece que fuera otra ciudad.

Al ver a un mendigo, piensa:

“Envidia, quiero ser ese hombre, meterme dentro de su piel enfermiza y de su hambre para así no tener esperanza de nada ni temer nada, eliminar sobre todo este temor al mandato de la  historia de mi ser y mi cultura, que es el de confesar esta noche misma —o dentro de un plazo de quince días— la complejidad de mi derrota: jardín perdido, hermano exigente, hijo exitoso —¿exitoso?—, mujer frustrada en maldita esperanza de categoría ahora inferior, justificación de mi existencia, raíces dolorosas en otro hemisferio, abandono del proyecto colectivo”. (p. 239)

Y explica:
“La envidiosa compasión que siento por este vestigio de hombre, mi fugaz impulso por rescatarlo, sanarlo, alimentarlo, consolarlo, significa que yo también necesito que me rescaten, que me sanen, que me abracen: que alguien me convenza de que la confesión, contrición y expiación, el no engaño, carece de fuerza imperativa y que no hay ni siquiera necesidad de reparación si uno se transforma en este bello mendigo enfermo que yace sin  haber conocido la esperanza…”. (p. 239).

Luego agrega una vuelta retorcida, con algo de espanto: “meterle un duro instrumento asesino, un puñal, a ese mendigo, para que su vida se escape mientras yo le hago respiración boca a boca —sí, esa boca que su hijo alimenta con basura podrida—, para que de este modo mi alma entre dentro de él, y la suya en mí, dejándome abandonado dentro de la forma de este mendigo mientras él se va del brazo de Gloria: así será problema suyo compartir con ella mis traiciones y mis fracasos”. (p. 239).

Temporada de soledad
Ese huir es tan necesario que hará lo que sea, incluso negocios oscuros, para procurarse dinero. Y ya perdida toda esperanza, se aferra al último resto de conmiseración:

“Encontraré al mendigo que de ahora en adelante seré yo porque le meteré un cuchillo por donde se le escapará el alma, de la cual me apoderaré cargándolo con la mía llena de lacras y ansias y esperanzas y humillaciones. Y quedaré desposeído, a salvo de todas las depredaciones: el humillado, la víctima de la injusticia, no el hechor. Seré yo por quien se enciendan las revoluciones, pero no el que se compromete a hacerlas, ni quien defiende con su sangre el derecho para otros. No: yo permaneceré fuera de la lucha y de  la historia”. (p. 246)

Finalmente, se decide: abandona el proyecto colectivo, aunque sigue teniendo un tono mesiánico.

Si a las recomendaciones dadas —como si realmente estuviera afuera de la novela, es decir: dentro de la novela que Núria Monclús ahora cataloga como muy buena pero…, pero que falta algo—, Donoso —que sabe, por supuesto, que falta algo— no teme dar voz a Gloria, una voz distinta, un tanto quebrada emocionalmente pero sin embargo en paz. Sólo tiene que seguir el camino marcado, la dirección del viento, poblarse la mente de imágenes mientras recorre lo que corresponde al Mediterráneo de Sitges.

Porque luego, “a nuestro regreso de Tánger siguió un largo otoño solitario en Sitges, cuando el orden comenzó a establecerse dentro de mí en lugar de esos sargazos de frustraciones del último tiempo en Madrid. Evité toda comunicación comprometedora, salvo con una gata negra, de esas de mala suerte, que un día me encontré en la calle, flaca y tiñosa, y me la llevé a casa, pero la cuidé y la alimenté hasta que quedó convertida en un visón lustroso, y entonces le compré de regalo una gargantilla de brillantes falsos con que se ve como una reina: la bauticé Clotilde” (p. 249), y entonces, el siguiente párrafo habla de Gloria, o lo correcto sería decir que se le da la oportunidad de mostrar su mundo, de volcar su pensamiento en el papel:

“Fue dulce, interminable —y nótese el cambio de tono que suena suave y lánguido— y tibio ese otoño con que se reivindicó el Mediterráneo: el sol, alargado como un animal que duerme sobre la playa despoblada, y la bendición de esos días cortos en los cuales me encontraba tan protegida como dentro de una cajita. Cuando hay sol y no hay viento, que durante este otoño fue casi todos los días, camino larga, lentamente por el Paseo Marítimo envuelta en el chal que tejí —como si supiera que lo iba a necesitar— durante mi depresión en el piso de Pancho. Las olas caen mudas sobre la arena, las casas de veraneo tienen las puertas y las ventanas cerradas, y los sonidos llegan puros desde lejos porque en esta temporada de soledad trasponen largas distancias sin sufrir interferencias”. (p. 249).

“Siento cómo las cosas se han apaciguado, tomando su lugar dentro de esta perspectiva, que puede ser falsa y lírica, pero que ahora me atrevo a aceptar como mía”. (p. 250) Y entonces, quizá la duda —que queda flotando— sobre quién escribe, en realidad: “Sí, cada día era un regalo otoñal, una pequeña dádiva manejable y mía como una joya, un espacio corto y claro entre el amanecer tardío y el atardecer temprano, cuando me meto en casa y me pongo algo cómodo y largo y abrigado y leo y escribo hasta que llega Julio…, dulce tiempo para mí, para “verme” como diría, así, entrecomillado, Núria Monclús”. (p. 251)

Y por último, dirá:
“Escribí mis quejas en mi diario, tan desgarrador que ahora no me atrevo a releerlo; pero al releerlo entonces para escarbar en mi rencor, y al volver y volver a escribir esas páginas, y darles vueltas y más vueltas, fui como depurándolo todo, en ese tiempo tan largo que las estaciones me han obsequiado junto al Mediterráneo, depurando la imagen de mí misma, la de Julio, la de nuestro matrimonio, hasta darme cuenta de que para que este examen tuviera fuerza de realidad era necesario que yo construyera algo fuera de mí misma, pero que me contuviera, para “verme”: un espejo en el cual también se pudieran “ver” otros, un objeto que yo y otros pudiéramos contemplar afuera de nosotros mismos…” (p. 252-253).

Habrá una vuelta de tuerca final, donde lo que parecía existir para siempre, cae por su propio peso, y después, entonces, la soledad: “No es fácil verse obligada a enfrentar toda una nueva manera de vivir, una mujer sola que no sabe muy bien qué ni quién es”.

La vida sigue, mientras tanto.

 

Notas
1.- A 25 años de la historia personal del “boom” de José Donoso, por Nadine Dejong, en https://cyberhumanitatis.uchile.cl
 (El jardín de al lado, de José Donoso, Editorial Seix Barral, 1981, Barcelona, España, 264 páginas)
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