EN EL MUNDO DE LAS LETRAS, LA PALABRA, LAS IDEAS Y LOS IDEALES
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Letras, tinta y cenizas: notas sobre la quema de libros y el control social.

por Nicolás López
Artículo publicado el 10/08/2013

“Allí donde queman libros, al final, queman personas”
Heinrich Heine

 

1. INTRODUCCIÓN
El presente ensayo abordará, en primer lugar, a los libros, la lectura y la literatura como insumos culturales y como instrumentos de la memoria colectiva. El énfasis sí, estará dedicado a pensar acerca de las degeneraciones de las funciones y la diversidad que promueven los libros, a partir de las relaciones de poder que trascienden a las comunidades y atraviesan los distintos clivajes de las que éstas se componen, ello materializado en la quema de libros. El análisis de este fenómeno como un mecanismo de control social será el corazón de estas líneas. A ello se le suma que la quema de libros constituye la negación de la diversidad inherente a la naturaleza humana. Para dar solidez a este argumento, fundamentaré a partir de dos herramientas metodológicas: por un lado, la noción de arquetipo trabajada por C. G. Jung que refiere a una manifestación de la herencia psíquica de los hombres con acento en el inconsciente colectivo que puede mostrarse en forma intemporal y a-espacial. Posibilita la creación de lenguajes, la extensión de la conciencia y el conocimiento. Sin embargo, pueden distorsionarse y provocar que haya malformaciones en la estructura psicosocial y la manera en que las sociedades se perfilan a través de los individuos y viceversa. Por otro, el concepto de dispositivo, trabajado por Foucault (2008), Deleuze (1990) y Agamben (2005), cuya raíz común es la de ser un aparato de control que se reactualiza constantemente en las prácticas cotidianas, opiniones y en la configuración de una esfera pública.

2. LIBROS, LECTURA Y LITERATURA: INSUMOS CULTURALES E INSTRUMENTOS DE LA MEMORIA COLECTIVA
“Un libro que nadie ha leído no es más que un cubo de papel con hojas”, relataba Borges en su “Biblioteca de Babel” de 1934. A partir de esto, se puede conjeturar que es la lectura la que le da importancia, proyección y existencia a lo que quién transmite un mensaje a través de un texto, sea cual sea éste. El rol del texto es bilateral, pues, por un lado, se entiende la escritura (lo que el autor quiere transmitir y acá, pueden ser emociones, sentimientos, visiones de mundo, narraciones, experiencias (López Pérez 2013a)) y por otro, la lectura (apropiación de relatos, cultura, las pretensiones objetivas que quiere mostrar el ‘escritor’ y la cabida a la interpretación (Ricoeur 2009)). Sobre el primer punto, Deleuze (1996 11) señala que

“(e)scribir indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado […] Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de vida que atraviesa lo vivible y lo vivido”.

Tras la escritura es que se crea un mundo dentro de un mundo. Así, lo que pueda escribirse o haberse escrito, delimita las fronteras que no pueden excederse (los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, Wittgenstein 2002 §5.6). Sin embargo, ese mundo tanto se proyecta en sí mismo (yo) como en el exterior (el otro), por ello, es que el límite del lenguaje (del yo) es lo externo, esto es, las visiones y percepciones que se puede tener sobre él. En otro argumento, de cómo un individuo se apropia de un texto ajeno, haciéndolo suyo a través de la lectura. Entonces toda obra es un viaje, un periplo que solo recorre tal o cual camino exterior por las trayectorias interiores que la componen, que en definitiva, hilvanan su paisaje a mostrar.

Escribir no es el implantar una forma de expresión a una vivencia. Sí, un asunto de futuro, que no acaba, siempre en movimiento, y que desborda cualquier acontecimiento susceptible de ser vivido o ya pasado. La escritura es inseparable del devenir (Deleuze 1996 12), esto es el encuentro de la zona de cercanía y de indiferenciación, de manera que no se pueda dilucidar de qué es lo que se está hablando. Que el objeto parezca indeterminado, y pueda significar/usarse por quien está intentando el proceso de adjudicación del sentido es lo que da vida en lo exterior a mi lenguaje. El escritor como un ente que entrega percepciones para ser recibidas y que él, retorna de una manera, ostenta el crear un sinfín de redes que germinan las ideas.

Lo que produzca la pluma tiene que tener alguna utilidad en la práctica. Con el pensamiento crítico sucede un fenómeno bien particular, pues al analizar o evaluar los fundamentos y la consistencia de las distintas complexiones que generan argumentos susceptibles de apropiación por medio de los sentidos de sujetos que pretenden interpretar/representar el mundo como una respuesta digna de respeto a una interrogante humana (las que admiten muchas respuestas correctas y no una sola), el hecho de escribir genera en los individuos un dispositivo comunicativo práctico, una díada entre percepciones distintas y de cómo se podría re-pensar el mundo. El pensamiento crítico se proyecta principalmente hacia lo interno (el yo), entonces, el proceso de alteridad se ve entrampado por aquello. Ir al después esto, es cuando hay una relación con el otro, con lo exterior.

Ahora bien, siguiendo a Chartier (1998), lo importante es seguir la trayectoria de cada texto desde el manuscrito escrito o dictado por el autor hasta las lecturas de los lectores. Sin perjuicio de lo apuntado en párrafos precedentes es el mismo Chartier en otro texto (2012) quien presenta que la producción de libros tiene asociados múltiples actores, pero que, a la postre es el contenido cultural, regado por una serie de redes que influyen en el universo cognitivo de las comunidades. Las prácticas de la lectura tienen aparejadas la articulación entre textos, que posibilita la creación de nuevos relatos. Así como el escritor idea un mundo, el hermeneuta también tiene su función y como éste, se entienden los sujetos que toman un relato ya existente.

La lectura, los libros y en general, la literatura, entregarían al hombre los medios para que salga de una “autoculpable minoría de edad” (Kant 1988 9). Esto es, la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Y es culpable, porque su causa no reside en la falta de raciocinio sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. Pero que sea “sin la guía de otro” quiere decir que sea en términos de tener la inquietud de buscar la verdad y el conocimiento per se. La cultura, -vulgarmente- se encuentra en los libros y en tanto tal, está al alcance de las personas que pueden utilizarla para instruirse. El proceso del escritor otorga, primigeniamente, los insumos culturales para una sociedad, que luego son asimilados por ella en tanto se conocen.

Muchos libros se escriben a diario y son un soporte de registrar “algo” (una emoción, experiencia, entre otros), ergo, constituyen la “memoria colectiva” (Halbwachs 2004) que es una corriente de pensamiento continuo, de una continuidad que no tiene nada de artificial, dado que retiene del pasado aquello que se encuentra vivo o capaz de vivir en la conciencia del grupo que la cultiva. Por definición ella no rebasa los límites de éste (Id 70). Sin embargo, en su desarrollo no existen líneas de separación claramente trazadas, como en la historia, sino límites irregulares e inciertos. La constitución de la memoria no solo se basa en sucesos fácticos que han cambiado la realidad de una comunidad determinada (ahí la pregunta es cuál magnitud debe tener el hecho para que sea tal), sino que interviene la forma en cómo se ha manifestado la cultura en general: medios pictóricos, escrituraciones y otras formas de comunicación que constituyen una suerte de esfera pública que no es más que

“el lugar (real, imaginado o simbólico) por donde fluyen mensajes, opiniones e intereses, donde todo el mundo puede, si quiere, contemplar las opiniones y razonamientos de los demás (individuos, grupo, corrientes de opiniones, etc.), exponer sus puntos de vista y participar en el diálogo público y, en el peor o en el mejor de los casos, aceptarlo como lugar común de referencia abierto a todo el mundo…” (Monzón 1996 262).

La memoria se liga con la historia de una comunidad o de un pueblo, como explica Rojo (2001). Si no tiene memoria, no tiene historia. Si los libros que se han escrito constituyen parte del bagaje cultural de una comunidad, es ahí donde queda plasmado todo lo que haya acontecido en algún momento su vida. Ahora bien, esto queda como un problema de segundo orden si se atiende al progreso tecnológico que ha permeado a la cultura y sus formas de manifestación hoy por hoy; donde ya no resulta tan sencillo destruir los vestigios de un determinado hito. Sin perjuicio de lo anterior, si uno se sitúa en la sátira orwelliana de la granja donde el cerdo Napoléon acomodaba las reglas de “convivencia” a su antojo, pues sabía que los demás animales del lugar poseían una memoria precaria. Esto es lo mismo que la supresión de elementos para que la memoria de las generaciones venideras ya no tenga rastros de “la historia” de la comunidad.

La memoria en sí, no es buena ni mala, depende de su uso. Lo que incluye, claramente, su no supresión, pues con ella un pueblo (y las generaciones venideras) adquieren conciencia y libertad. Eliminarla o parcializarla, viene a ser un juego de hechos. El defecto está en la máxima orwelliana “quien controla el pasado controla el presente y el futuro”. No obstante, sobre este asunto, Todorov (2008b y 2002) pregona la idea del “examen de la razón” y la “prueba del debate” frente a dos actitudes perniciosas para un cuerpo social: la sacralización de la memoria (el aislamiento del recuerdo hasta convertirlo en inservible como lección para el presente) y su banalización (la asimilación abusiva del presente al pasado). Por ejemplo, la primera mira a Francisco Franco como un monstruo inefable e irrepetible; la segunda ve a este personaje en cada rincón como Videla, Pinochet, Stroessner, entre otros.

Los libros contribuyen al progreso intelectual de una comunidad, otorgan cuotas de cultura, permiten que se construya un relato histórico, constituyen la memoria de la misma; en definitiva, nos incitan a encontrarnos con nosotros mismos. Crearlos es un arte, difundirlos una práctica, leerlos una forma de vida, ¿y destruirlos? – Probablemente, mirar al revés todo lo anterior. La siguiente sección intentará dar cuenta de este punto.

3. QUEMA Y CONTROL SOCIAL
En el vocabulario común, ‘quema de libros’, refiere a un acto que implica la destrucción por medio del fuego de libros u otros materiales escritos. Generalmente éste es llevado a cabo de manera pública con la finalidad de censurar o vetar ciertas ideas. Tiene su raigambre –comúnmente- en oposiciones culturales, religiosas o políticas que los textos que arden tienen con “versiones oficiales” de una determinada cuestión. Se cimientan en que constituyen amenazas al status quo establecido (y aparentemente estable). Las aporías sociointelectuales en las acciones junto a la realidad cotidiana máxima (Berger y Luckmann 2001) son cómplices de la destrucción del legado cultural. Cabe señalar que la quema hace referencia principalmente a libros (en sí mismos), pero se extiende a productos artísticos desde discos musicales hasta esculturas, pasando por muros con graffities.

Esta práctica/acción viene no es nueva, ha ocurrido en la antigua China de la dinastía Qin (donde también ocultaron especies, de ello da cuenta la colección de 7000 figuras a tamaño real de los guerreros de terracota), en el Egipto de los tiempos de Roma con la incineración de la Biblioteca de Alejandría, las quemas de academias no cristianas en tiempos de Teodosio I, las escaramuzas intelectuales y culturales de árabes y españoles en la península (cuando se reconquistó Toledo en 1085, los españoles quemaron vestigios eruditos árabes, así como Tomás de Torquemada en Granada antes de su inminente captura española, ordenó la quema de todo material no cristiano), la censura robespierreana en los tiempos de la revolución contra los que pregonaban el catolicismo, el clericalismo o el absolutismo.

Otros hitos que no quedan indiferentes a esto, son: (i) el “auto de fe de la Universidad Central” en 1939 (Lloréns 2006) que hizo arder en los suelos ibéricos a autores que van desde Voltaire hasta Freud; (ii) el bibliocausto nazi (Báez 2002) que censuró desde científicos hasta artistas, pasando por filósofos, sociólogos, entre otros; (iii) la quema organizada por la dictadura argentina que entraría en el poder tras derrocar al gobierno peronista en 1976. De ello, rescato la siguiente cuña de Luciano Menéndez, jefe del III Cuerpo de Ejército con asiento en Córdoba incluida en el tabloide trasandino “La Opinión” en su edición del 30 de abril de 1976: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina”.

Sobre esto, la siguiente afirmación de la investigadora chilena, Lucy Oporto parece bastante certera:

“La destrucción de archivos, registros, documentos, testimonios, libros, películas, fotografías y obras de arte en general, entre muchas otras representaciones humanas, se sitúa en el contexto del mal en la historia, la lucha por el poder y la ‘visión de la existencia como perpetua atrocidad’ que la sustenta oscuramente, unida al destino de los vencidos, la individualización y la desrealización simultáneas de éstos, sus pérdidas y ausencias. Su propósito es, en principio, destruir la memoria y, en último término, destruir la conciencia, el conocimiento y toda posibilidad de acceso a éstos, con el fin de instalar y consolidar un nuevo orden político, social y cultural que sea inmune a la crítica de modo radical y permanente, y en que la violencia y la perversión inherentes a su expansión y despliegue sean naturalizadas, desde dentro, de modo eficaz e indoloro, bajo la égida de las instituciones del Estado y los poderes fácticos que las controlan” (2012a 14, énfasis añadido).

No puede ser más claro el hecho de que exista una entidad, organizada por supuesto, que se haga cargo de la supresión de la cultura y realice las actividades que influyan en la memoria colectiva (véase Perán 2013 sobre la resistencia a esto). En este caso, el agente que quema los libros, quien lo hace para imponer sus términos o bien, preservar el orden que se ha encargado celosamente de implantar en la comunidad. El ejercicio de este control social, lo analizaré a continuación con dos nociones teóricas, por un lado, el arquetipo jungiano y por otra, el concepto de dispositivo.

3.1. Arquetipos y repetición
El inconsciente colectivo es pensado por Jung (1970) como el depósito de nuestra experiencia como especie; una clase de conocimiento innato y compartido por todos los hombres. Incluso de esa manera, nunca se tiene plena conciencia de ello. Sobre su base, se gesta una suerte de influencia sobre todas nuestros comportamientos y experiencias, en particular en el plano emocional. Sin embargo, el conocimiento de lo anterior, proviene solo de la percepción de esas influencias. En el inconsciente colectivo, existen algunas experiencias que de manera más vivaz enseñan los efectos de esta parte de la psique, entre otras, el deja vu, el reconocimiento instantáneo de símbolos y de los significados de mitos (López Pérez 2013b).

En particular, la comprensión de lo que implica el inconsciente colectivo da paso al concepto de arquetipo, el cual es,

“una manifestación de la herencia psíquica de la humanidad concentrada en el inconsciente colectivo cuyos procesos y formas pueden aparecer y reaparecer con independencia de las coordenadas de tiempo y espacio. Su elaboración hace posible la creación de símbolos, la ampliación de la conciencia y el conocimiento. Para la obstaculización de dicha elaboración puede conducir a un estado de inconsciencia carente de conocimiento” (Jung 1976 136-37, énfasis añadido).

Y es la recurrencia de esta práctica la que podría adjudicarle el carácter de imagen o experiencia arquetípica (Oporto 2012a 15; Oporto 2012b), mas es la perpetua lucha entre el conocimiento y la ignorancia, entre el desarrollo de la capacidad de conciencia y el estado de inconsciencia y en definitiva, entre la luz y las tinieblas. La quema de libros es mortífera para una cultura. En ese sentido, implica directamente la imposibilidad de acceder al conocimiento y al encuentro con nosotros mismos, y algo mucho peor, la imposibilidad de elaborar una imagen arquetípica misma de la quema de libros, ello con la finalidad de amplificarla y hacerla consciente tanto individual como colectivamente. El control social que ejerce quien quema los libros es a través de la obstaculización de acceder a ese conocimiento, entonces el entrampado luego se trasunta a la realidad, la que -según Eliade (2001)-, se adquiere exclusivamente por repetición o participación, todo lo que no tiene un modelo ejemplar está “desprovisto de sentido”, es decir, carece de realidad. Por lo mismo, los hombres tienen, pues, la tendencia a hacerse arquetípicos y paradigmáticos. Y con ello determina sus destinos, los cosifica en números (López Pérez 2012b) y naturaliza a esta censura en una normalidad que luego es aceptada por las personas (que es lo mismo que obedecer a la versión “oficial”). Esto es algo similar a lo que Orwell muestra en la distopía ‘1984’ con un Ministerio de la Verdad que destruye sistemáticamente los documentos históricos y los reescribe continuamente según las necesidades del gobierno en el momento. La generación de una patología psíquica colectiva es lo que he intentado retratar con la introducción del concepto jungiano de arquetipo.

3.2. Dispositivos y máquinas

“En toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad” (Foucault 1992 11).

Prima facie esos procedimientos pueden ser los libros. Ahora bien, quien los utiliza puede enrielar a las sociedades a través de, por ejemplo, el control de las preferencias y el consumo cultural e informativo de la sociedad. El discurso en sí, para Foucault (1992) es el deseo, su objeto y en definitiva, lo que se quiere apropiar uno. En el esquema, van añadidas las relaciones de poder inherentes a toda sociedad y se le suma el concepto de dispositivo. Aquel mecanismo que entreteje un sentido a la vida del hombre, pero que no le permite la verdadera emancipación y el libre arbitrio del pensamiento y la acción (López Pérez 2012a). Sin embargo, en el concepto hay tres acepciones en su uso, Foucault, Deleuze y Agamben. El primero expresa que es un conjunto heterogéneo que incluye lo lingüístico y lo no lingüístico, discursos, instituciones, leyes y disposiciones filosóficas, entre otros, formando una “red” y un vínculo difuso entre estos elementos. En segundo, la función de éste es concreta y dominante, además, casi siempre se adscribe a una estrecha relación con el poder. Tercero, dada su generalidad, incluye a la episteme, conocimiento específico de la realidad que permite distinguir lo científico de lo no científico (Foucault 2008; Del Valle Orellana 2012). El segundo es más certero y lo conceptúa como “una especie de ovillo o de madeja, un conjunto multilineal […] compuesto de líneas de diferente naturaleza […] que no abarcan ni rodean sistema cada uno de los cuales sería homogéneo por su cuenta (el objeto, el sujeto, el lenguaje), sino que siguen direcciones diferentes, forman procesos siempre en desequilibrio y esas líneas tanto se acercan unas a otras como se alejan unas de otras. Cada línea está quebrada y sometida a variaciones de dirección […] Los objetos visibles, las enunciaciones formulables, las fuerzas en ejercicio, los sujetos en posición son como vectores” (Deleuze 1990 155). El tercero, por su parte dice que el dispositivo es “cualquier cosa que tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes. No solamente, por lo tanto, las prisiones, los manicomios, el panóptico, las escuelas, la confesión, las fábricas, las disciplinas, las medidas jurídicas, etc., cuya conexión con el poder es en cierto sentido evidente, sino también la lapicera, la escritura, la literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarro, la navegación, las computadoras, los celulares y –por qué no- el lenguaje mismo, que […] sin darse cuenta de las consecuencias que se seguirían, tuvo la inconsciencia de dejarse capturar” (Agamben 2011 258). En Foucault, la quema de libros viene a partir de la práctica en sí misma cuando se constituye en un discurso de control. Deleuze por su parte tiene aplicación en esta idea a partir de la dirección que tiene la supresión de los libros, lo que ocurre con ese contenido en sí, se pierde. Agamben, a través de la asimilación de los discursos, una cuestión similar a la de Foucault.

El punto en común entre los tres autores es que reconocen que el dispositivo cualitativamente puede ser cualquier elemento u objeto producido e institucionalizado en la realidad cotidiana, de tal forma que el sujeto rompe el caos a través del orden (control) que establece esta red. Produce un mismo resultado, esto es, una constante reconfiguración que ocasiona subjetividades en cada momento histórico. Condiciona un determinado espacio de la realidad. El dispositivo orienta prácticas singulares, condiciona los comportamientos dentro de un espacio delimitado que es a su vez, inconmensurable. En esa lógica, produce sujetos imperados por una orden del discurso cuya estructura sostiene una pretensión (o régimen) de verdad. La quema de libros juega en este argumento, una articulación sobre una determinada realidad de una red de poder-saber. Subsume a la diversidad en un mar de premisas monistas, pregonadas por quien implanta el dispositivo en la sociedad. La idea del dispositivo es la misma cuestión orwelliana de “quien controla el pasado, controla el presente y el futuro” y asimilable también, al uso de los bomberos para la quema de los libros en la novela de Bradbury, ‘Fahrenheit 451’. La supresión de la cultura y el control da origen a vicios como la fragmentación, despersonalización y abusos de poder (Todorov 2004) en las comunidades en que se intenta avasallar con un solo entendimiento del mundo y la exclusión de la libre expresión y la diversidad valorativa.

4. ALGUNAS CONCLUSIONES
“Cuando no recordamos, inevitablemente repetimos. Hace falta recordar para hacerlo distinto en adelante y ser capaces de suspender la agresión y afirmar el derecho a hablar entre nosotros” (Barría Iroumé 2010 335).

Sobre la memoria colectiva nosotros reconstruimos el pasado, pero siempre teniendo en cuenta a los imperativos del presente que se basan en un horizonte de expectativas y que hacen respuesta a un tiempo futuro (Algo similar en: Lavabre 1998; Jelin 2001). Ahora bien, la construcción de expectativas surge en el tiempo presente, el que contiene y concibe la experiencia pasada y las expectativas futuras. El presente es entonces, la matriz de las expectativas y de la memoria. Bajo estas reflexiones está la clave de la memoria para el ejercicio wittgensteniano de subir la escalera y patearla; no callar y avanzar hacia la unidad y una sociedad que no vea en su interior a su peor enemigo: el olvido. Quienes ejercen maquinaciones sobre el cuerpo social con la finalidad de excluir, de aniquilar la diversidad, de restringir una determinada visión de mundo, de aumentar su poderío y de otorgar estabilidad a su gobierno, solo le hacen un daño a la cultura. El ejercicio de acciones como esas, que manifestadas en la quema de libros (en este caso) demuestran cómo es posible manejar una sociedad. La práctica que subyace detrás es la censura y la limitación a la libertad de expresión. Para ello, pienso en Todorov (2008a) cuando dice que el miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros. Luego el miedo se transforma en peligro para quienes lo perciben, y por lo mismo, no hay que permitir que tenga el rol de pasión dominante. Son bárbaros los que van hacia estas prácticas, los que pregonan estas limitaciones arbitrarias, los que queman libros en las plazas públicas. Nunca es tarde para el encuentro legítimo entre la diversidad valorativa, siempre se está a tiempo de cambiar de enfoque. El encuentro con nosotros mismos hace crecer a las sociedades.

 

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Un comentario

Excelente trabajo. Me emocionó leerle. Un saludo.

Por Reyna Hernández Haro (@HaroReyna) el día 13/08/2013 a las 19:37. Responder #

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Requerido.

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